Fotografía de Ingrid L. González Díaz
La lluvia pisotea las hojas caídas del otoño.
El silencio arrastra mi silencio de piedra sepultada.
La sequedad de los estanques rasguña los ojos de las ranas,
ranas muertas de amor al saltar sobre el polvo perdido entre la nada.
Camino, camino en silencio con mi soledad a un lado.
Camino extraviado en una negra luz atada al tormento de mis pasos que me siguen.
El amanecer me mira sabiendo que no existo.
Mis recuerdos se van por la mañana como aroma de tierra humedecida.
El polvo entierra el eco de mis pasos.
El aire susurra mi muerte en mis oídos.
Vivo sin saber que vivo.
Sumergido en mí mismo el sol envejece arrinconado.
Veo a lo lejos el peso de la nada perderse entre la nada.
Es un viento indigente que envuelve la miseria de mi ser sin alas,
es el canto incompleto de un ruiseñor perdido en la pureza de su propio olvido.
El día se va entre los árboles,
entre un lirio escondido en una luz que se desploma.
Oigo ya mi latido flotar más allá del infinito.
El olor de mi muerte se irá entre los maizales y dormirá para siempre en la piel de su negrura.
Mi soledad será el silencio y el silencio mi eterna eternidad vacía.
Del libro:
El
silencio y la sombra de
Genaro González Licea
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