A propósito del aroma del
haiku de Martha Obregón Lavín
Genaro González Licea
Leo y releo los haikus de Martha Obregón
Lavín y no me canso de disfrutar, admirar y reconocer, su gran sensibilidad
para expresar su amor a la vida, a la naturaleza, cosas, olores, sonidos,
silencios, vacíos y, en general, a la unidad del ser humano en el cosmos. De su
lectura se desprenden un sinfín de matices, colores, sorpresas y paisajes. De
cada palabra, no digamos de cada haiku, escurren preguntas, reflexiones e imágenes
al por mayor. Y eso se debe, me parece, a que en ella la nada, el silencio, la
contemplación, el acercamiento humano con el todo y el todo con uno mismo, en
su forma más íntima y desnuda, es casi un acto mágico, revestido de
impresionante sencillez y complejidad al mismo tiempo.
Al leerle, recordé emocionado la primera
parte de un poema de Rilke, en la cual podemos ver y sentir la vida con la
sencillez de la vida misma. No te empeñes en comprender la vida, nos dice, y,
así, “será una fiesta para ti./ Acepta los días/ como el niño recibe del
viento/ pétalos de flores, cuando va de camino”. Mi reconocimiento a Martha es
y será múltiple e impagable. Su sencillez ilumina su escritura, nos lleva al
encuentro de la esencia de las cosas. Nos allana el camino de ida y de regreso:
Blanco y azul,/ el techo de los árboles,/ de
pronto es rosa.
La naturaleza, igual que el espíritu del
viento, del agua, del firmamento, es universal, como también lo es la cultura
que la interpreta, la sensibilidad que lo aborda y se acerca a las entrañas de
su esencia. En realidad, cualquier espíritu que respete al otro, en su forma de
ser y actuar, respeta a la cultura en sí misma, en su tiempo, espacio y movimiento.
Es el caso del haiku y de las personas,
como Martha Obregón, que tienen la sensibilidad de escribirlo. Me parece que
gran parte de la esencia de esta forma de escribir poesía, es la sencillez con
la cual nos lleva a la contemplación de lo esencial de la naturaleza y, de
ninguna manera, o muy rara vez, a la confrontación de ésta. Cuestión muy peculiar
de la sabiduría japonesa que nos atrapa y nos cobija y, sin duda, del carácter,
sensibilidad y forma de ser de nuestra poeta, quien, además, tiene la virtud de
que, respetando el origen de esta forma poética, intenta encontrarse en ella y
desde ahí crear y recrear su mundo y su percepción de él, sin trastocar su
esencia. Situación más que válida y, para mí por lo menos, envidiable, pues, al
hacerlo, no queda atrapada entre dos mundos, oriente y occidente para decirlo
en breve, y sí, en cambio, en uno propio, su mundo poético pincelado con la
estética, matices y vivacidad propia de una obra de arte.
Nadie se asombre si encuentra en Obregón
Lavín haikus clásicos y no clásicos, poemas cortos o pinceladas de amor. En
general, yo diría que Martha escribe haikus con el respeto absoluto a esta
forma poética y, a partir de él, busca su propia expresión artística, sin dejar
a un lado su visión de mundo y una cultura muy suya que le lleva a interpretarlo
en congruencia con nuestro tiempo.
En su poesía expresa bellamente la
emoción de mujer hecha de barro que presiente peligros y emboscadas: “Nubes grisáceas/ dibujan en la luna/ tristes
presagios. Describe el temor a la
muerte y a la vida misma, a la soledad de estar desnuda frente a la desnudez
del alma. Nos hace envejecer y sentir el peso de la pequeñez que somos en este
cuarto oscuro, manantial de imágenes que fluyen, sombras que al mismo tiempo
son amor y sepultura: El cuarto, oscuro./
Se abre el cosmos sin ti:/ temo a la
muerte.
Nuestra poetisa no se detiene nunca.
Como “un ocelote de mirada tranquila” acaricia lo incierto de la vida, lo
cambiante del tiempo, lo efímero que somos. Hace del cosmos una imagen múltiple
que arrulla a la eterna eternidad de nuestro instante, a nuestra humana soledad
en líneas de agua, silencios, luz, sonidos, voces interiores que interpretan la
simplicidad de lo que somos, del mundo, de la vida, del devenir de la vida. Hay
una sensibilidad en ella, muy suya, muy íntima que nutre el alba y el ocaso que
todos somos: En el abismo,/ un pájaro recobra/ la luz del alba.
Sus poemas nos llevan a un interior sin
fondo, a una respuesta sin alas, a una reflexión que duele, y ella lo sabe bien,
por eso solamente nos asoma a la respuesta, a una interrogación sin ojos, a la sombra
de una eternidad sin tiempo: Quietos los
árboles./ Ladridos en la sombra./ Pasa un espectro. Sí, nos lleva sin florituras
a un lugar donde es posible que una rama seca me diga la estación del año, pero
también la eterna estación donde la vida empieza, donde el agua corre y también
se estanca, donde las hojas gestan su aroma a tierra y su amor de madre. A fin
de cuentas la esencia del mundo es una rama seca que muere y nace al mismo
tiempo y en cada instante. Es un amor que respira al ver las flores igual que
las espinas: La rama tiembla,/ una gota dudosa/ cae, y expira.
En ella, incluso, hay poemas donde las
palabras no son palabras, son vacíos que respiran más allá del silencio, son recuerdos
que dan escalofríos, grietas de soledad que solo el que las carga sabe: Una fisura/ fría como esta lluvia/ es tu
recuerdo. Su finísima sensibilidad me cautiva, más todavía cuando arropa
los secretos del alma, los secretos íntimos que la vida nos da, los que
guardamos en el olvido, en una parte muy nuestra que hasta nosotros olvidamos,
pero están ahí, con ellos caminamos, reímos, lloramos, y sin ellos dejaríamos
de ser lo que en este mundo somos: Sin
deshojar,/ la blanca margarita/ guarda el secreto. Secretos en los que
insiste con el mismo sosiego y resplandor cuando nos dice: Amaneciendo/ secretos de
neblina/ susurra el aire.
Pero en ella también hay un espíritu
capaz de acariciar a un tigre hasta dormirlo, ternura poética escrita con la
fuerza de un volcán acariciado por el viento, por ese canto sutil carente de
maldad, limpio como el sonido del silencio en el silencio, ligero como la brisa
que acaricia el mar, me refiero a sus haikus dedicados a la infancia,
entendiendo por ésta la limpieza del alma de todo ser humano en una edad
cualquiera, limpieza que muchas veces se esconde, más nunca nos deja, siempre
está en nuestro interior más hondo, ahí, siempre leal: Ladra nervioso,/ rabioso o
juguetón./ Siempre leal. Su
poesía dedicada a la infancia, desde Mi
libro de haikus. Poemario ilustrado para niños y niñas, hasta ésta que me
lleva a escribir éstas líneas, nos deja ver su ternura y amor por las personas,
amor humano de verdad humano, ese amor y ternura tan íntimo, tan limpio que
muchas veces ya no queremos ni sentirlo, porque es posible que peligre nuestra
coraza humana y quedemos más solos que nunca: Lombriz: ¡cuidado!/ una
gallina hambrienta / sin compasión.
Solamente a una persona que le duele el
desamparo, la miseria y mezquindad en que vivimos, nos puede alertar de los
peligros y la violencia que enfrentamos. Martha lo hace en varios tonos y
colores, uno de ellos es este: Asaeteada/ por años en el mar…/ ¡Ya nunca más!, otro, escrito con la
misma belleza y sinceridad, es donde nos muestra su tristeza al ver la
destrucción en que vivimos: Triste
destino:/ el muérdago y el hombre/ matan al árbol.
En ambos casos, en el fondo habita la
soledad y el vacío, el duelo por lo perdido, por la parte que uno mismo perdió
al perderse lo perdido: Ya no se escuchan/ las gaviotas lejanas./ Chocan las olas. En ella habita un
dolor que nos cimbra de pies a cabeza y nos invita a aceptarnos como somos: Rompió la ola,/ rodaron caracolas,/ quedó la
espuma. Y es entonces cuando, en el
ocaso/ la alondra conmovida/ espera el alba, y nuestra poeta nos asoma de
lleno al horizonte, a la vida, a la plenitud de la vida, con una belleza sin
igual: Silentes nubes/ dormidas en los campos:/ nace el rocío.
Nace así una esperanza en la ventana, “en
la ventana de la esperanza” donde mil alfileres se perdieron. Poemas de luz
escritos con espinas, interrogantes que abren y cierran el resplandor del alma,
el aroma de una piedra, la espesura del mar: ¿Serán salobres/ las hojas del manglar?/ El mar lo sabe. Quién es
el mar, quién el manglar, quiénes las hojas. Son pinceladas que interrogan la
existencia. ¿Será salada el alma del pescador que humedece sus recuerdos con la
brisa del mar?, preguntémosle al pescador, al mar de recuerdos y abandonos que
se esconde entre nosotros: La golondrina/ deja en el abandono/ cielos del norte.
Cuando aparentemente todo está dicho,
nuevos veneros surgen de la poesía de Obregón Lavín. Convencido de la
imposibilidad de agotarlos, digo tan solo, con el riesgo de equivocarme, que
percibo en ella un espíritu renovador en su haiku, pues, como ya dijimos,
respetando esta forma de escribir poesía, intenta plasmar su propia voz y
dimensión humana. La naturaleza es universal como las hojas, como el viento,
como el agua, pero la forma de acercarnos a ella nos hace distintos y tal vez
únicos. La contemplación tiene mucho de presente, y el presente es la compleja
realidad donde vivimos. Surge así, por ejemplo, el guajolote que “vive en el
corral con su collar de granates”, los “suaves nenúfares que “flotan
desentendidos del ajolote”, y “un ocelote/
de mirada tranquila:/ el mediodía. Y lo que logra, según mi
forma de ver, no es solamente una expresión poética muy suya, muy propia, sino
además, asomarse a una cultura originaria muy nuestra, cuyo origen es un idioma
que bien podemos ubicar de palabras cortas, dulces y sonoras.
Siempre es
saludable encontrar un Masaoka Shiki que revolucione y, al mismo tiempo,
fortalezca tanto el legado de Issa, Basho y Buson, como a la literatura
japonesa en particular y a la universal en general, pero, sobre todo, a la
esencia misma del haiku, el cual siempre mantendrá la sensación del instante y la
eterna eternidad de su poesía.
Ciudad de México, agosto de 2017.