Evento organizado por:
Ayuntamiento de Jerez, Zacatecas; Teatro Hinojosa;
Instituto Jerezano de Cultura, Arturo Pérez Torres;
y don Horacio Esquivel Duarte, promotor incansable del arte y la cultura.
Presentar El silencio y la sombra en
Jerez, Zacatecas, tierra de poetas, es un privilegio que no estimo merecer. Es
un sueño, para mí, compartir la mesa con jerezanos tan reconocidos en el ámbito
académico, cultural y poético, como Sigifredo Esquivel Marín, Andrés Briseño
Hernández y Lucía Paola Esquivel Mercado, poeta de altos vuelos toda ella.
Hay tanta lucidez
en cada uno de ellos, tanta generosidad en sus palabras, que tal vez, lo mejor
para todos, para mí en particular, sea agradecerles muy de veras, y retirarme a
meditar un poco, pues yo no sé si pueda responder a sus comentarios tan bien
estructurados, o a las expectativas que genera un evento como éste.
Por supuesto que no
lo haré. Sería una falta de respeto a los organizadores de este evento literario,
al Ayuntamiento de Jerez y autoridades de este emblemático Teatro Hinojosa; al
Instituto Jerezano de Cultura, Arturo Pérez Torres; a don Horacio Esquivel
Duarte, promotor incansable de las diversas expresiones del arte y la cultura,
y que ha hecho todo lo posible para que yo esté aquí; a ustedes que han tenido
la amabilidad de acompañarnos en esta comunión literaria, poética, filosófica y
fraterna, extremadamente fraterna.
Además, una persona
que pisa el suelo de Jerez por alguna razón se siente jerezano, y un jerezano,
hasta donde sé, aguanta tanto la tempestad, como el resplandor que da la
tranquilidad del día. Dicho de otra manera: se moja y se seca trabajando.
Fotografía sin datar
Estar en la tierra de Ramón López Velarde y omitir un comentario de agradecimiento a su legado literario, es como acudir sediento a un manantial y no dar un sorbo de agua. Por lo mismo, abusando de su generosidad, permítanme referirme a él, previamente a dar lectura a algunos poemas de este libro que hoy se presenta.
Horas antes de tomar
camino a estas tierras, Enrique González Rojo Arthur, quién, por cierto, les
envía un gran saludo, me comentó: “amo la poesía de López Velarde, me parece
que es un hombre que encontró el lado oscuro de su tiempo, y lo sacó a flote. A
pesar de la diferencia de edades, mi abuelo, Enrique González Martínez, y él,
eran muy amigos”.
Ahí está el trabajo
conjunto que llevaron a cabo en la revista Pegaso;
la dedicatoria de González Martínez de su poema oración a las estrellas, a López Velarde: porque sois lejanía, silencio y luz, mi espíritu os envía una cordial
salutación, hermanas mudas, resplandecientes y lejanas, y el poema, hoy como nunca…, que éste último, López
Velarde, dedicó al primero: mi espíritu
es un paño de ánimas, un paño de ánimas de iglesia siempre menesterosa; es un
paño de lágrimas goteando de cera, hollado y roto por la grey astrosa. Está
también, la sentencia que de ambos poetas expresó Julio Torrí: López Velarde es nuestro poeta de mañana,
como lo es González Martínez de hoy, y como fue de ayer, Manuel José Othón.
Efectivamente, hablar
de López Velarde, es hablar de un poeta de altos vuelos y de alguien que tiene
un gran significado en la literatura mexicana. Unos lo ubican en el modernismo,
otros al inicio de la modernidad, otros más en el inicio de la poesía
contemporánea. Hay quienes se detienen en sus alejandrinos, otros en sus
sonetos, y una gran mayoría, en la cual yo estoy, en su poesía sencilla y
cotidiana, compleja, melodiosa y simbólica a la vez. Ejemplo de ello, entre
muchos, bien puede citarse: la suave
patria; no me condenes...; o elogio a Fuensanta: tus ojos tristes, de mirar incierto, recuérdanme dos lámparas prendidas
en la penumbra de un altar desierto.
En lo personal, la
poesía de López Velarde me maravilla y me sorprende día a día. Mi
agradecimiento, para él, es mucho. Brevemente narraré, y con ello termino este
punto, una lección de vida que me obsequió para siempre nuestro poeta jerezano,
y que tiene mucho que ver con el silencio
y la sombra que aquí nos une.
López Velarde, en
el prólogo a la segunda edición de su libro la
sangre devota, el cual dedicó a los
espíritus de Gutiérrez Nájera y Othón, señala: en la portada de la edición anterior, Herrán copió una figura femenina
y la iglesia de Churubusco. Paréceme de justicia, por dentro de la recta
continuidad espiritual de que he hablado, mencionar aquí a Angélica Díaz de
León, para que viva lo que mis versos puedan defenderse de la capa de polvo del
tiempo.
La lección para mí
es de humildad, generosidad, congruencia, y amoroso humanismo como forma de ser
y actuar en la vida, pero, además, de una visión perfecta, filosófica sería la
palabra exacta, de percibir la vivacidad de la vida y el silencio del vacío de
la muerte.
Un poema, uno
mismo, vive en tanto el otro le recuerde. El olvido, que es el tema que asoma
López Velarde, es la perfección de la muerte. Una persona no muere con el
último suspiro, muere cuando el otro lo ha dejado de recordar, lo ha dejado en
el olvido. El olvido, entonces, es la muerte perfecta de la que tanto hablamos,
es el silencio, la soledad, el vacío, la nada. Es el instante cuando uno, sus
actos o sus versos, son parte del viento, indefensos
de la capa de polvo del tiempo.
El olvido, lo dije
en otra parte, “hace polvo lo que somos, lo que hicimos. Nos hace realmente
inexistentes, nos devuelve al origen del silencio y del olvido”. Morir es ya no
recordarnos. Esta conciencia de morir de veras, es un tema recurrente en lo que
escribo, es una lección que me dio López Velarde y fui confirmando con el tiempo.
Cito, una vez más, dos fragmentos de nuestro poeta, contenidos en su poema rumbo al olvido:
¡Oh pobres almas nuestras
que perdieron el nido
y que van arrastradas
en la fatal corriente del olvido!
…
Sigamos sumergiéndonos… Mas antes
que la sorda corriente
nos precipite a lo desconocido,
hagamos un esfuerzo de agonía
para salir a flote
y ver, la última vez, nuestras
cabezas
sobre las aguas turbias del
olvido.
Sé que su
generosidad tiene un límite y me parece que yo lo he rebasado. Discúlpenme por
ello, pero también lo hice porque, de verdad lo digo, yo no tengo una idea
clara de lo que encierra mi propio libro y, por lo mismo, no me atrevería a
comentarlo, hacerlo sería, además de inconsistente, un evidente contrasentido.
Generalidades, tal vez,
puedo señalar algunas, entre ellas, decir por ejemplo que el tema que asoma el silencio y la sombra, es el de la
indigencia humana, del tiempo y de las cosas. La indigencia como una comunión
de todo y de todos. López Velarde, por cierto, le cantó a la indigencia al
sentir la voz de los mendigos, de los menesterosos, de su propia voz, humilde,
amorosa y genuinamente humana:
Soy el mendigo cósmico y mi
inopia es la suma
de todos los voraces ayunos
pordioseros;
mi alma y mi carne trémulas
imploran a la espuma
del mar y al simulacro azul de
los luceros.
Uno, igual que la
vida, es un espacio mágico de silencios y sombras, de búsqueda y deseo de
encontrar algo que nunca encontraremos. Somos permanente búsqueda y ausencia,
encuentro y desencuentro. Seguimos siendo búsqueda, nos diría Hans Giébe en uno
de sus aforismos de soliloquios,
porque seguimos siendo ausencia.
Uno, igual que la
vida, y el tiempo que envuelve las cosas de la vida, es una permanente
sensación de siempre estar vacío, una herida muy profunda que no sana, una
soledad que rasga las entrañas, ausencia de luz y sombra que ahuyenta el deseo
de un fresco manantial que ya no existe.
El silencio y la sombra es un libro que me
permitió no claudicar en pleno río, un silencio mágico que me permitió vivir
como el aire que duerme en la esperanza del mar y las montañas, del llano y del
tiempo que envuelve lo azul del infinito. En sus líneas aprendí que la
indigencia es un venero de dolor que nunca cesa, una sed permanente de colores pegada
al tiempo, a la vida, al hueco de mis pasos.
Sin embargo, en él
también vi mi muerte, mi olvido y mis cenizas. “Me acepté a mí mismo, y dormí
en mi propia sombra sepultada”. Entendí, entonces, cada palabra, cada latido de
palabra, que don Guillermo I. Ortiz Mayagoitia escribió al ver mi sombra, mi
dolor y mi silencio: Hay dolores que de
viejos no duelen o, al menos, no deberían de doler. Son los que te acompañan de
por vida, desde antes de nacer. Esos dolores no deben doler, porque si duelen
te olvidas de vivir y solo vives para ellos. Te consumen, te postran, te
agotan. Hasta que sólo queda el dolor de tu existencia: “Vivir no es cosa
fácil. Vivir duele”.
Fotografía sin datar
Y ahora, sin más que decir, voy a
leer un par de poemas y unos cuantos fragmentos de poemas, de este mi libro
que, en realidad, ya ha dejado de ser mío, y que hoy se presenta.
Los
indigentes son aquellos que miran sin los ojos.
Son
quejido astillado en el olvido,
fantasmas
enredados en las ramas,
oscuridad
caída en la negrura.
Son
recuerdo arrastrado en un relámpago perdido,
frío
que despelleja la vida y lo vivido,
escarcha
de luna que cubre el dolor de su abandono.
Los
indigentes son hojas que cuelgan en un árbol olvidado,
olor
de invierno en un cirio desolado,
en
un viento desnudo como el agua,
como
el seco manantial que llora en un cántaro escondido.
Son
la muerte que sopla entre las ruinas,
astillas
clavadas en la nada,
oración
desdichada que olvida su voz cuando regresa.
Son
cal que tapa el aroma de la orina,
el
olor podrido de las manos,
la
morada palabra doblada entre la lengua.
Los
indigentes son palomas que tienen rotas las entrañas.
Negro
silencio como la eterna soledad de los gusanos.
Nadie
completa su vacío,
ni
el agua del mar, ni el aire que salpica su agonía.
Son
eterna humedad insatisfecha.
Ven
el mundo con una luz que no es de nadie.
Es
de ellos y de nadie más.
v
Me
aferro a la palabra porque en ella he construido el eco de mi tumba.
En
el sosiego del amanecer veo el firmamento brillar entre mis ojos.
Es
tan grande mi insignificancia que mi existencia se libera.
v
La
indigencia es un vivir amoroso y cruel que duele,
que
punza,
que
punza.
v
Escucho
el eco de mi voz en lo negro de una piedra agusanada.
Es
un silencio que respira como un atardecer escondido en un lugar que ya no
existe.
Es
la muerte de mi muerte,
es
mi alma que muere desolada,
es
el tiempo perdido con el tiempo.
v
Mi
alma intranquila veía el horizonte.
Una
nube tocó de pronto lo azul del infinito.
Me
acepté a mí mismo,
y
dormí en mi propia sombra sepultada.
v
En
un charco perdido en el camino
la
indigencia de la luna se asoma abandonada
y
muere sin haberse conocido.
v
En
la indigencia no hay más que un yo frente a sí mismo en pleno desamparo.
Una
desnuda desolación.
Una
infinita necesidad de ser, de buscar lo que no somos.
Hay
tierra, fuego, agua y viento.
La
oscuridad vacía de la nada.
El
silencio y la sombra.
Genaro González Licea
Fotografía sin datar
27 de septiembre de 2019
Como la sombra
de un árbol frondoso, fresca, lúdica, llena de instantes de soles y de espinas,
siento en las calles de Jerez la presencia de Ramón López Velarde y de tantas y
tantas almas que le siguen. Un jarro de barro y una flor reluciente salpicada
de colores, me recuerda que vengo aquí a escuchar poesía, poesía jerezana que
trota en las banquetas como lluvia jugando con sus alas y escurre en las
paredes como musgo tendido en ojo de agua. Jerez no es otra cosa que un manto
de poesía, luz de piedra en lo azul de las ventanas, cercas de maíz, de
recuerdos y olvidos.