lunes, 30 de septiembre de 2019

Genaro González Licea presenta su poemario El silencio y la sombra en Jerez, Zacatecas.


Evento organizado por: 
Ayuntamiento de Jerez, Zacatecas; Teatro Hinojosa; 
Instituto Jerezano de Cultura, Arturo Pérez Torres; 
y don Horacio Esquivel Duarte, promotor incansable del arte y la cultura.  



Presentar El silencio y la sombra en Jerez, Zacatecas, tierra de poetas, es un privilegio que no estimo merecer. Es un sueño, para mí, compartir la mesa con jerezanos tan reconocidos en el ámbito académico, cultural y poético, como Sigifredo Esquivel Marín, Andrés Briseño Hernández y Lucía Paola Esquivel Mercado, poeta de altos vuelos toda ella.
Hay tanta lucidez en cada uno de ellos, tanta generosidad en sus palabras, que tal vez, lo mejor para todos, para mí en particular, sea agradecerles muy de veras, y retirarme a meditar un poco, pues yo no sé si pueda responder a sus comentarios tan bien estructurados, o a las expectativas que genera un evento como éste.
Por supuesto que no lo haré. Sería una falta de respeto a los organizadores de este evento literario, al Ayuntamiento de Jerez y autoridades de este emblemático Teatro Hinojosa; al Instituto Jerezano de Cultura, Arturo Pérez Torres; a don Horacio Esquivel Duarte, promotor incansable de las diversas expresiones del arte y la cultura, y que ha hecho todo lo posible para que yo esté aquí; a ustedes que han tenido la amabilidad de acompañarnos en esta comunión literaria, poética, filosófica y fraterna, extremadamente fraterna.

Además, una persona que pisa el suelo de Jerez por alguna razón se siente jerezano, y un jerezano, hasta donde sé, aguanta tanto la tempestad, como el resplandor que da la tranquilidad del día. Dicho de otra manera: se moja y se seca trabajando. 


Fotografía sin datar


Estar en la tierra de Ramón López Velarde y omitir un comentario de agradecimiento a su legado literario, es como acudir sediento a un manantial y no dar un sorbo de agua. Por lo mismo, abusando de su generosidad, permítanme referirme a él, previamente a dar lectura a algunos poemas de este libro que hoy se presenta.
Horas antes de tomar camino a estas tierras, Enrique González Rojo Arthur, quién, por cierto, les envía un gran saludo, me comentó: “amo la poesía de López Velarde, me parece que es un hombre que encontró el lado oscuro de su tiempo, y lo sacó a flote. A pesar de la diferencia de edades, mi abuelo, Enrique González Martínez, y él, eran muy amigos”.
Ahí está el trabajo conjunto que llevaron a cabo en la revista Pegaso; la dedicatoria de González Martínez de su poema oración a las estrellas, a López Velarde: porque sois lejanía, silencio y luz, mi espíritu os envía una cordial salutación, hermanas mudas, resplandecientes y lejanas, y el poema, hoy como nunca…, que éste último, López Velarde, dedicó al primero: mi espíritu es un paño de ánimas, un paño de ánimas de iglesia siempre menesterosa; es un paño de lágrimas goteando de cera, hollado y roto por la grey astrosa. Está también, la sentencia que de ambos poetas expresó Julio Torrí: López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como fue de ayer, Manuel José Othón.
Efectivamente, hablar de López Velarde, es hablar de un poeta de altos vuelos y de alguien que tiene un gran significado en la literatura mexicana. Unos lo ubican en el modernismo, otros al inicio de la modernidad, otros más en el inicio de la poesía contemporánea. Hay quienes se detienen en sus alejandrinos, otros en sus sonetos, y una gran mayoría, en la cual yo estoy, en su poesía sencilla y cotidiana, compleja, melodiosa y simbólica a la vez. Ejemplo de ello, entre muchos, bien puede citarse: la suave patria; no me condenes...; o elogio a Fuensanta: tus ojos tristes, de mirar incierto, recuérdanme dos lámparas prendidas en la penumbra de un altar desierto.
En lo personal, la poesía de López Velarde me maravilla y me sorprende día a día. Mi agradecimiento, para él, es mucho. Brevemente narraré, y con ello termino este punto, una lección de vida que me obsequió para siempre nuestro poeta jerezano, y que tiene mucho que ver con el silencio y la sombra que aquí nos une.
López Velarde, en el prólogo a la segunda edición de su libro la sangre devota, el cual dedicó a los espíritus de Gutiérrez Nájera y Othón, señala: en la portada de la edición anterior, Herrán copió una figura femenina y la iglesia de Churubusco. Paréceme de justicia, por dentro de la recta continuidad espiritual de que he hablado, mencionar aquí a Angélica Díaz de León, para que viva lo que mis versos puedan defenderse de la capa de polvo del tiempo.
La lección para mí es de humildad, generosidad, congruencia, y amoroso humanismo como forma de ser y actuar en la vida, pero, además, de una visión perfecta, filosófica sería la palabra exacta, de percibir la vivacidad de la vida y el silencio del vacío de la muerte.
Un poema, uno mismo, vive en tanto el otro le recuerde. El olvido, que es el tema que asoma López Velarde, es la perfección de la muerte. Una persona no muere con el último suspiro, muere cuando el otro lo ha dejado de recordar, lo ha dejado en el olvido. El olvido, entonces, es la muerte perfecta de la que tanto hablamos, es el silencio, la soledad, el vacío, la nada. Es el instante cuando uno, sus actos o sus versos, son parte del viento, indefensos de la capa de polvo del tiempo.
El olvido, lo dije en otra parte, “hace polvo lo que somos, lo que hicimos. Nos hace realmente inexistentes, nos devuelve al origen del silencio y del olvido”. Morir es ya no recordarnos. Esta conciencia de morir de veras, es un tema recurrente en lo que escribo, es una lección que me dio López Velarde y fui confirmando con el tiempo. Cito, una vez más, dos fragmentos de nuestro poeta, contenidos en su poema rumbo al olvido:

¡Oh pobres almas nuestras
que perdieron el nido
y que van arrastradas
en la fatal corriente del olvido!
Sigamos sumergiéndonos… Mas antes
que la sorda corriente
nos precipite a lo desconocido,
hagamos un esfuerzo de agonía
para salir a flote
y ver, la última vez, nuestras cabezas
sobre las aguas turbias del olvido.

Sé que su generosidad tiene un límite y me parece que yo lo he rebasado. Discúlpenme por ello, pero también lo hice porque, de verdad lo digo, yo no tengo una idea clara de lo que encierra mi propio libro y, por lo mismo, no me atrevería a comentarlo, hacerlo sería, además de inconsistente, un evidente contrasentido.
Generalidades, tal vez, puedo señalar algunas, entre ellas, decir por ejemplo que el tema que asoma el silencio y la sombra, es el de la indigencia humana, del tiempo y de las cosas. La indigencia como una comunión de todo y de todos. López Velarde, por cierto, le cantó a la indigencia al sentir la voz de los mendigos, de los menesterosos, de su propia voz, humilde, amorosa y genuinamente humana:

Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma
de todos los voraces ayunos pordioseros;
mi alma y mi carne trémulas imploran a la espuma
del mar y al simulacro azul de los luceros.

Uno, igual que la vida, es un espacio mágico de silencios y sombras, de búsqueda y deseo de encontrar algo que nunca encontraremos. Somos permanente búsqueda y ausencia, encuentro y desencuentro. Seguimos siendo búsqueda, nos diría Hans Giébe en uno de sus aforismos de soliloquios, porque seguimos siendo ausencia.
Uno, igual que la vida, y el tiempo que envuelve las cosas de la vida, es una permanente sensación de siempre estar vacío, una herida muy profunda que no sana, una soledad que rasga las entrañas, ausencia de luz y sombra que ahuyenta el deseo de un fresco manantial que ya no existe.
El silencio y la sombra es un libro que me permitió no claudicar en pleno río, un silencio mágico que me permitió vivir como el aire que duerme en la esperanza del mar y las montañas, del llano y del tiempo que envuelve lo azul del infinito. En sus líneas aprendí que la indigencia es un venero de dolor que nunca cesa, una sed permanente de colores pegada al tiempo, a la vida, al hueco de mis pasos.

Sin embargo, en él también vi mi muerte, mi olvido y mis cenizas. “Me acepté a mí mismo, y dormí en mi propia sombra sepultada”. Entendí, entonces, cada palabra, cada latido de palabra, que don Guillermo I. Ortiz Mayagoitia escribió al ver mi sombra, mi dolor y mi silencio: Hay dolores que de viejos no duelen o, al menos, no deberían de doler. Son los que te acompañan de por vida, desde antes de nacer. Esos dolores no deben doler, porque si duelen te olvidas de vivir y solo vives para ellos. Te consumen, te postran, te agotan. Hasta que sólo queda el dolor de tu existencia: “Vivir no es cosa fácil. Vivir duele”


Fotografía sin datar 


Y ahora, sin más que decir, voy a leer un par de poemas y unos cuantos fragmentos de poemas, de este mi libro que, en realidad, ya ha dejado de ser mío, y que hoy se presenta.

 Los indigentes son aquellos que miran sin los ojos.
Son quejido astillado en el olvido,
fantasmas enredados en las ramas,
oscuridad caída en la negrura.

Son recuerdo arrastrado en un relámpago perdido,
frío que despelleja la vida y lo vivido,
escarcha de luna que cubre el dolor de su abandono.

Los indigentes son hojas que cuelgan en un árbol olvidado,
olor de invierno en un cirio desolado,
en un viento desnudo como el agua,
como el seco manantial que llora en un cántaro escondido.

Son la muerte que sopla entre las ruinas,
astillas clavadas en la nada,
oración desdichada que olvida su voz cuando regresa.

Son cal que tapa el aroma de la orina,
el olor podrido de las manos,
la morada palabra doblada entre la lengua.

Los indigentes son palomas que tienen rotas las entrañas.
Negro silencio como la eterna soledad de los gusanos.

Nadie completa su vacío,
ni el agua del mar, ni el aire que salpica su agonía.
Son eterna humedad insatisfecha.
Ven el mundo con una luz que no es de nadie.
Es de ellos y de nadie más.


v  
Me aferro a la palabra porque en ella he construido el eco de mi tumba.
En el sosiego del amanecer veo el firmamento brillar entre mis ojos.
Es tan grande mi insignificancia que mi existencia se libera.


v  
La indigencia es un vivir amoroso y cruel que duele,
que punza,
que punza.


v  
Escucho el eco de mi voz en lo negro de una piedra agusanada.
Es un silencio que respira como un atardecer escondido en un lugar que ya no existe.
Es la muerte de mi muerte,
es mi alma que muere desolada,
es el tiempo perdido con el tiempo.


v  
Mi alma intranquila veía el horizonte.
Una nube tocó de pronto lo azul del infinito.
Me acepté a mí mismo,
y dormí en mi propia sombra sepultada.


v  
En un charco perdido en el camino
la indigencia de la luna se asoma abandonada
y muere sin haberse conocido.


v  
En la indigencia no hay más que un yo frente a sí mismo en pleno desamparo.
Una desnuda desolación.
Una infinita necesidad de ser, de buscar lo que no somos.

Hay tierra, fuego, agua y viento.
La oscuridad vacía de la nada.

El silencio y la sombra. 


Genaro González Licea 
Fotografía sin datar


27 de septiembre de 2019 
Como la sombra de un árbol frondoso, fresca, lúdica, llena de instantes de soles y de espinas, siento en las calles de Jerez la presencia de Ramón López Velarde y de tantas y tantas almas que le siguen. Un jarro de barro y una flor reluciente salpicada de colores, me recuerda que vengo aquí a escuchar poesía, poesía jerezana que trota en las banquetas como lluvia jugando con sus alas y escurre en las paredes como musgo tendido en ojo de agua. Jerez no es otra cosa que un manto de poesía, luz de piedra en lo azul de las ventanas, cercas de maíz, de recuerdos y olvidos.





lunes, 23 de septiembre de 2019

Genaro González Licea, cada uno…

Fotografía sin datar


Cada uno tiene sus abismos,
cada quien conoce sus fantasmas,
sus fosas clandestinas,

sus tumbas tiradas al olvido. 


Del libro
Tumbas en el olvido de Genaro González Licea




lunes, 16 de septiembre de 2019

Genaro González Licea, uno es aire…


Fotografía sin datar



Uno es aire caminando entre las hojas,
deseos de mirar el rostro que ha perdido,
el sueño que ha soñado el sueño que se ha ido.

Del libro
Tumbas en el olvido de Genaro González Licea



martes, 10 de septiembre de 2019

Genaro González Licea, a veces sueño…


Fotografía sin datar 



A veces sueño que mis sueños se desnudan en el agua
y despiertan en la sequedad de una cal arrepentida.
Sueño que un día mis pies encontrarán sus pasos
y mi voz el eco que he perdido.
Cierro mis párpados y camino por la orilla de mis ojos.

Del libro
Tumbas en el olvido de Genaro González Licea





martes, 3 de septiembre de 2019

Genaro González Licea, uno, cansado ya…


Marisa DSantos/Hans Giébe/Genaro González
Fotografía sin datar



Uno, cansado ya de no ser uno,
cansado de reír cuando el llanto está a punto
de romper las venas,
desea liberase de sí
y caminar como un timón con alas,
como un ciego sin culpas.
Ser libre y sepultar el manojo de dioses
con su propia indigencia acumulada,
con su propia miseria encadenada.

Del libro
Tumbas en el olvido de Genaro González Licea