viernes, 26 de noviembre de 2010

Un instante cualquiera es más profundo y diverso que el mar*

Jorge Luis Borges.

I

Veo mi cuerpo tendido sobre una cama, está desnudo, tieso, solo; percibo lo frío de su carne, la dureza de tendones, lo anudado de sus nervios. Contemplo mi cuerpo, me da tristeza verlo ahí, tendido, inmóvil, desnudo, maloliente. Ya nada me duele o me lastima. Mis piernas están duras como una piedra, igual que mis dedos de pies y manos, codos, abdomen y orejas; sobre mi rostro pálido y labios amoratados, alguien no sé por qué razón se santigua, como si estuviera delante de un dios o un demonio, o tal vez solamente por el horror de verme.
La muerte para muchos es un calvario, una predicción, una profecía que no deja de asombrarnos cuando llega. La muerte realmente es el morir de cada día, un fin final y un vacío.
Veo mi cuerpo por unos ojos que ya no son mis ojos, son pozos de soledad, pedazos de muerte. Todo, todo lo veo ajeno a mí y distante al ser humano. Todo es frío y tieso, negro como mis uñas, verdoso y arrugado como cartón. Mi cuerpo ya no es mi cuerpo. Si alguien me pisa o me cuelga de un gancho para abrirme como a un animal en rastro, si alguien me pone de lado o de cabeza o anudado, lo mismo da; ya nada es mío, ya nada siento mío. Si quieren cortarme la cabeza, quitarme los riñones, un pedazo de pie o el pie completo, ya nada importa.
Veo mi cuerpo, veo la puerta por donde entré a paso lento, y, seguramente, por donde saldré, no sé si en pedazos o hecho polvo, cargado en hombros, en una carretilla o en cubetas, qué sé yo cómo. Si en éstos momentos pudiera hablar ya no lo haría, si los dientes rechinan que rechinen, si una mosca vuela y se para entre mis labios qué importa. En estos momentos lo que quiero es no verme ni sentir esta pesadez de cuerpo, ni oler esta orina negra, este aroma que apesta. Ahora lo que anhelo es que mi cuerpo desaparezca de mis ojos, de mi propio cuerpo.

II

Pasan los minutos y las horas. Veo mi cuerpo, no sé si estoy en él o en qué parte me encuentro. Me maravilla la luz del día. Quiero estirar mis manos y no puedo, intento levantar un pie, tampoco puedo, hasta mi sangre me pesa ya. Todo el cuerpo me pesa, soy como un pedazo de palo roído y astillado. ¡Jamás pensé que un día me vería muerto! Todo a mi alrededor es inanimado, carente de sentido, hasta las personas que amé ya no son nada, acaso tan sólo fantasmas que se niegan a morir, sombras que flotan con su pena a cuestas, con su dolor a solas. En ellos ya no hay preguntas ni respuestas que yo entienda, para mí solamente son manchas, tragos de agua en mi camino.
*González Licea, Genaro. Aforismos, A propósito de la vida y la muerte, la desesperanza y el desencanto humano, Amarillo editores, Derechos reservados, México, 2000.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Hay que acercarse con respeto cuando los poetas quieren hablar a solas*

Alfonso Reyes

Hojas sueltas, o el canto del eterno retorno. Con un estado de ánimo más oscuro que grisáceo, releo línea a línea Hojas sueltas de Julio Figueroa, un escritor que me ha dado mucho más de lo que piensa. En ellas encuentro fuerza, contundencia, reencuentro. Al leerle me desprendo de mí, floto, pierdo la noción del tiempo.
Una frase me lleva a otra, la primera me permite hacerle un nudo a la segunda. Sigo. Buceo en cada letra de su escrito, me adentro en su atmósfera, en su contexto, respiro. En él no hay profecías sino ese amor fatal que desprecian los humanos; esa cercanía con el suelo y el subsuelo del ciudadano común y corriente, del ciudadano que, por un pedazo de pan, deja sus costras, llagas y ampollas día a día; ese hombre que se adhiere al suelo y subsuelo para vivir, solamente para vivir.
En las letras de Julio Figueroa hay un registro de la sociedad caída, una voz que recobran los que no hablan, un dolor por la humillación y autohumillación humana. En sus escritos, como agua en comal, se retuerce el poder; uno después de leerle termina hablando de tú a tú con él, sin rodeos ni máscaras. Y cómo no hacerlo si es un escritor que no sólo nos muestra el infierno de la vida, de las calles, de la angustia del otro que es parte de nuestra angustia, sino también nos permite sentirla, vivirla paso a paso, palpar cada rincón de la mediocridad humana. Es tan intenso su encuentro con la vida cotidiana que uno siente la peste del rencor y el egoísmo humano. Igual que Rimbaud nos hace ver un infierno cotidiano; ese infierno que está en las calles, en las reverencias, en las casas poseídas por dios o por el diablo, en las vidas amorosas o en las repletas de odio manifiesto, incluso, por qué no decirlo, en la concepción que tenemos de lo que hemos hecho, de lo que somos y seremos.
Mi reconocimiento a ese escritor de fibra, de garra, que estremece y arriesga un juicio tras otro; que lucha y enfrenta la adversidad, la crítica, sin tibieza ni temor a caer, sin la esperanza de vencer e instalarse en la gloria. Mantiene un estilo propio, es irónico por momentos, irreverente en otros; en otros más parece desfallecer por el dolor que mira, ese dolor social que, se diría, nace de un lugar que no existe y, sin embargo, lo arrastramos, olemos y sentimos como un presagio de muerte. México, Querétaro, España, la sociedad subterránea del mundo entero, cuenta con un escritor cuya mirada crítica e imaginación de poeta está a la altura del desencanto y desgarramiento social de nuestro tiempo.

*González Licea, Genaro. Aforismos, A propósito de la vida y la muerte, la desesperanza y el desencanto humano, Amarillo editores, Derechos reservados, México, 2000.