I
Veo mi cuerpo tendido sobre una cama, está desnudo, tieso, solo; percibo lo frío de su carne, la dureza de tendones, lo anudado de sus nervios. Contemplo mi cuerpo, me da tristeza verlo ahí, tendido, inmóvil, desnudo, maloliente. Ya nada me duele o me lastima. Mis piernas están duras como una piedra, igual que mis dedos de pies y manos, codos, abdomen y orejas; sobre mi rostro pálido y labios amoratados, alguien no sé por qué razón se santigua, como si estuviera delante de un dios o un demonio, o tal vez solamente por el horror de verme.
La muerte para muchos es un calvario, una predicción, una profecía que no deja de asombrarnos cuando llega. La muerte realmente es el morir de cada día, un fin final y un vacío.
Veo mi cuerpo por unos ojos que ya no son mis ojos, son pozos de soledad, pedazos de muerte. Todo, todo lo veo ajeno a mí y distante al ser humano. Todo es frío y tieso, negro como mis uñas, verdoso y arrugado como cartón. Mi cuerpo ya no es mi cuerpo. Si alguien me pisa o me cuelga de un gancho para abrirme como a un animal en rastro, si alguien me pone de lado o de cabeza o anudado, lo mismo da; ya nada es mío, ya nada siento mío. Si quieren cortarme la cabeza, quitarme los riñones, un pedazo de pie o el pie completo, ya nada importa.
Veo mi cuerpo, veo la puerta por donde entré a paso lento, y, seguramente, por donde saldré, no sé si en pedazos o hecho polvo, cargado en hombros, en una carretilla o en cubetas, qué sé yo cómo. Si en éstos momentos pudiera hablar ya no lo haría, si los dientes rechinan que rechinen, si una mosca vuela y se para entre mis labios qué importa. En estos momentos lo que quiero es no verme ni sentir esta pesadez de cuerpo, ni oler esta orina negra, este aroma que apesta. Ahora lo que anhelo es que mi cuerpo desaparezca de mis ojos, de mi propio cuerpo.
La muerte para muchos es un calvario, una predicción, una profecía que no deja de asombrarnos cuando llega. La muerte realmente es el morir de cada día, un fin final y un vacío.
Veo mi cuerpo por unos ojos que ya no son mis ojos, son pozos de soledad, pedazos de muerte. Todo, todo lo veo ajeno a mí y distante al ser humano. Todo es frío y tieso, negro como mis uñas, verdoso y arrugado como cartón. Mi cuerpo ya no es mi cuerpo. Si alguien me pisa o me cuelga de un gancho para abrirme como a un animal en rastro, si alguien me pone de lado o de cabeza o anudado, lo mismo da; ya nada es mío, ya nada siento mío. Si quieren cortarme la cabeza, quitarme los riñones, un pedazo de pie o el pie completo, ya nada importa.
Veo mi cuerpo, veo la puerta por donde entré a paso lento, y, seguramente, por donde saldré, no sé si en pedazos o hecho polvo, cargado en hombros, en una carretilla o en cubetas, qué sé yo cómo. Si en éstos momentos pudiera hablar ya no lo haría, si los dientes rechinan que rechinen, si una mosca vuela y se para entre mis labios qué importa. En estos momentos lo que quiero es no verme ni sentir esta pesadez de cuerpo, ni oler esta orina negra, este aroma que apesta. Ahora lo que anhelo es que mi cuerpo desaparezca de mis ojos, de mi propio cuerpo.
II
Pasan los minutos y las horas. Veo mi cuerpo, no sé si estoy en él o en qué parte me encuentro. Me maravilla la luz del día. Quiero estirar mis manos y no puedo, intento levantar un pie, tampoco puedo, hasta mi sangre me pesa ya. Todo el cuerpo me pesa, soy como un pedazo de palo roído y astillado. ¡Jamás pensé que un día me vería muerto! Todo a mi alrededor es inanimado, carente de sentido, hasta las personas que amé ya no son nada, acaso tan sólo fantasmas que se niegan a morir, sombras que flotan con su pena a cuestas, con su dolor a solas. En ellos ya no hay preguntas ni respuestas que yo entienda, para mí solamente son manchas, tragos de agua en mi camino.
*González Licea, Genaro. Aforismos, A propósito de la vida y la muerte, la desesperanza y el desencanto humano, Amarillo editores, Derechos reservados, México, 2000.