A Rodolfo Jiménez Guzmán
Rodolfo, amigo, diles a los dioses
lo cansado
que estás de ver lo oscuro de la vida
en los
ojos del otro que son parte de tus ojos,
la
vida, tu vida, nuestra vida,
el
sentido inacabado de la vida,
triste,
mezquina y desolada,
agridulce
y alegre por instantes,
tan
solo por instantes.
Diles tu
deseo de sentir lo plácido del sol,
lo
fresco del lago durmiendo en los zarzales,
lo apacible
del viento jugando con la escarcha,
el
suspiro del agua mojándote los pasos.
Díselos,
con esa tu sonrisa
carente
de odios y temores,
con
esa tu fuerza,
tu
amorosa fuerza de vivir y mirar
el misterio
de las luces y sombras que no vemos,
si no
es por asomarnos a lo interno de tus ojos.
Y ahí
está la revelación del otro yo:
los sueños
escondidos
como
almas leprosas viviendo su destierro,
los
deseos clavados como espinas en la boca,
las
culpas arrastradas
como
muertos que laten sin olvido,
rostros
rasgando las entrañas,
remordimientos
llagados sin saberlo,
grilletes
y duelos escurriendo entre la herida,
flor de
tumores que de tanto sentir ya nada sienten,
pero
están ahí, contigo hablan
y
chillan y pujan y revuelcan,
igual
que los pecados hirviendo
en la
cal y la sal de penitencia.
Diles
que ya quieres descansar un poco,
sentir
el aroma de la hierba correr sobre tus pasos,
la
neblina enredada en el fondo de tus ojos,
la
humildad del camino sintiendo
el
silencio de tu sombra,
el
renacer del viento,
la piedra
de tu ser
hundida
en tu propia piedra desolada,
libre,
libremente abandonada,
abandono
amoroso
de un
alma serena y sosegada.
Diles
que la enseñanza en la vida
no se
acaba nunca,
que
vivir es un arar sin fondo,
un horizonte
sin orilla,
un
venero de hallazgos y crujir de tempestades
que nacen
y mueren
como brisa
perdida sobre el mar,
plenitud
del ser, del sentido de tu ser,
en el
andar de tu camino.
Díselos,
díselos tú,
porque
yo soy egoísta
y no
quiero que descanses,
ni dejes
que los naranjos
crezcan
alejados de tu sombra,
y mucho
menos que en las semillas
de
futuros follajes coloridos,
aniden
cadáveres atados,
culpas
y miedos escondidos
al no
escuchar tu voz.
Rodolfo,
amigo,
sé que
los dioses te escucharán.
Diles que
quieres descansar un poco,
díselos,
díselos tú,
porque
yo soy egoísta
y no
quiero que descanses.
Del
libro:
Silencio y abandono de
Genaro González Licea