SALVADOR
FRANCO CRAVIOTO Y SU “CANTO A MITAD DE ÓRBITA” AL VIAJAR HACIA MICTLAN
Canto
a mitad de órbita del poeta Salvador Franco Cravioto es, en
realidad, un espacio lleno de enseñanzas, sueños y realidades, certezas e
interrogantes de un andar en las profundidades de un “yo” interno que resulta
ser la comunión de todos. Es la reflexión de un viaje, un detenerse a tomar un
sorbo de agua en el camino, una revelación de los pasos que se han ido y, a la
vez, siguen ahí, muy dentro del él y de nosotros, actuando en el presente y mirando,
a lo lejos, el vacío del horizonte.
Cuando uno se da cuenta, sin moralismos
ni lagrimeos, que cada paso en la vida al mismo tiempo es un paso hacia la
muerte, que cada instante al abrazar la vida, abraza también el sendero que
lleva a Mictlan, a la región íntima donde la sombra de nadie es nuestra sombra,
entonces uno se percata también que nuestro ser, cada instante de su
existencia, está situado al centro del camino, al centro de la bruma, esa bruma
que, dicho por nuestro poeta, “se disipa siempre, /muere la muerte. /Claro de vida: /trayecto hacia
Mictlan; /mitad de órbita”.
De
ninguna manera veo casual, por lo mismo, que el poemario que aquí se comenta
sea la expresión de un andar y desandar de la existencia, de la
existencia de él, de Salvador, de todos en realidad y, por otra parte, que cada
verso que lo integra, lo haya dedicado al ser querido, a nosotros, “a la vida, a la muerte y al cosmos”, pues son estos
latidos e instancias los que dan cuerpo, sonido, peso y dimensión a la palabra
del poeta, a su voz interior encontrada en el camino, a sus revelaciones que
duelen, nutren y orientan.
Qué
importancia reviste que el ser humano efectúe un alto en el camino, un estado
de cuentas, un descenso interior, un andar y desandar de la existencia. Sin embargo,
no
todos tenemos el coraje de emprender un viaje hacia el centro de uno mismo,
llevando, tan solo, el silencio de la voz en la conciencia. Franco Cravioto lo
tuvo y, generoso como es, nos revela lo ahí visto.
En este su descenso, lento, apacible,
sereno, nuestro poeta vio sus años de infancia, sus sueños de libertad, sus
sueños de volar sobre los “mares, bosques y fiordos”, con la esperanza de
“liberar las aves” y encontrar una “luz de amanecer” y de nuevas realidades: yo soñaba, nos dice, “que volaba /por los aires
convencido, /al viento del sueño herido /por la duda que mataba. /Era un pájaro
perdido, /un sin rumbo que aleteaba, /cuando pronto despertaba /en mitad del
recorrido”.
Vio, entonces, devorar su “tierna
edad, /en la mazmorra del tiempo infame, /que envuelve
en cuatro muros, /de piedra medieval”; vio el infierno en la vida, los
“presentes de lunas blancas y mestizas, /estigio maldito de destino y azar”, la
“faena lejana del hombre de la América española, /mitad indio, mitad ibero,
/con rasgos de Fenicia, /dotes de caballero /y andar de solitario lord”.
Sintió, además, la nostalgia de los tiempos idos, esa brizna que lleva lejos y
“exhuma la joya del tiempo ya muerto”, nostalgia que regresa una y otra vez
“transfigurada en el pánico /del sol naranja de la tarde”, sintió el dolor y
las ansias de renovarse al ver un mundo salvaje hundido en el desierto.
Fue así como de pronto despertó del letargo y
supo a ciencia cierta que el ser humano al estar inmerso en una atmosfera de
poder, puede fácilmente atropellar a la conciencia. Dicho con sus palabras: “dentro
del rebaño /las ovejas no piensan en ser pastores. /Segundo, el cáliz colmado
de resignación, /se quiebra en dagas, que sangran el ego del injusto. /En
síntesis, el poder se mantiene, /aunque a veces cambia de dueño”.
Empero, paralelamente a lo anterior, supo también
con suma nitidez que el hombre no es “ni dios ni bestia”, es un ser pensante
que duda y actúa al sentir lo adverso, lo cambiante del devenir del tiempo. Fue
así como sintió el dolor y el ansia de renovarse. Retomó el sendero de la
“libertad y el fuego”, le cantó a la “tierra de polvo rojo”
“vigilada por el insomnio de los guerreros de Tula” y a la patria le expresó su
amor y desconsuelo: mi patria “llena de contradicciones” y sus ciudades de
“grandes hormigueros”.
De esa voz interior, de ese viaje y pausa
en el camino es la manera que Salvador Franco Cravioto nutre su poemario, que
en lo personal agradeceré siempre. La acción misma de emprender el viaje al
interior del ser, de buscarnos e ir al doloroso encuentro de uno mismo, es un
acto que de suyo es toda una lección en uno. Un exhorto de esa magnitud no
siempre se recibe.
Como
dije, se requiere coraje para ir a un espacio donde nada de lo hecho y por
hacer es tan grande y valioso como pensamos. Uno frente a la desnudez del alma,
uno al centro del camino, solo, amorosamente en desamparo, mirando el silencioso
fluir del viento, el vacío del infinito, su vacío, mi vacío, el humano vacío
del vacío. Uno al centro del infinito, de la órbita, del lugar donde nunca
hemos estado y, sin embargo, sabemos bien que existe, que ahí estuvimos y un
día regresaremos, en silencio, en ese mágico silencio que regresa y se va como
sin nada.
Empero, su enseñanza poética no
concluye ahí, pues también nos muestra el coraje que debemos de tener para
seguir en busca de sí mismos como si nada se hubiese revelado, seguir sin
detenernos, seguir caminando hacia la nada, como si nada se supiera. ¡Qué
difícil y grandioso ha de ser asimilar una revelación así! Uno a fin de cuentas
es pequeño, mas no tan pequeño como para no pensar y buscar su propia libertad.
Tlaloc, le confiesa nuestro poeta, “yo
sufro, el árbol incólume no, /la raíz sabia lo mantiene erguido, /su centro
imperturbable, el mío inestable, /y yo, yo necesito volverme árbol”.
Con esa fuerza de nuestro pasado y saldadas las
heridas que nos atan, Franco Cravioto se llena de esperanza y nos dice a todos,
me dice a mí y a los que vienen: “rocía Tlaloc bendiciones /en forma de miles
de gotas de lluvia, /arrullo de la tarde, /ensueño de mi yo miniatura. /La
mañana declara/ que los dioses mesoamericanos viven /¿Será que resucitamos en
aves / y los guerreros en colibríes?”.
Lo
digo sin titubear, un poemario así, por supuesto, se agradece, pero más
todavía, difícilmente lo marchitará el tiempo, al contrario, crecerá con él,
pues su fuerza y su virtud estriba en que ese recuento personal e íntimo que
vive y expone Salvador, sí le abraza a él, pero, a su vez, me abraza a mí,
abraza al hombre colectivo, a los pasos que hemos dado junto al otro
que es al mismo tiempo uno. Nos confronta, nos encara, nos hace descender al
centro del ser social de lo que somos. “He
descendido/ el puente del corazón/ que lleva la sangre de Apolo/ esperando
conversar/ con tus algarabías”, y vaya que logra muy bien su cometido.
No me cansaré de mencionarlo: la poesía
de Salvador Franco Cravioto, su voz interior, sus metáforas y realidad poética,
puede constatarse, sin duda, en cada uno de sus poemas. En cada poema, en
realidad, uno puede fácilmente detenerse. En este sentido, permítaseme agregar
un comentario.
Tal
vez por sentir ahora el desamparo de mi sombra y una luz tenue que de pronto se
acerca a saludarme, o quizá, tal vez, porque siento, seguramente de manera
equivocada, la existencia de una sociedad muy desdichada, aislada en su propio
desamor y desconsuelo, muy en abandono e inmersa en una dictadura ficticia y
sobrepuesta, tal vez por eso y otras cosas que hasta ahora no comprendo, hay un
poema en el cual me detuve en demasía y fue el que se refiere a la muerte de
Garcín.
Su aroma cobrizo, su desdicha de tierra
y sal, su destino sombrío y tormentoso, me parece, bien puede permear la
existencia del hombre entero. Garcín, el pobre Garcín, que en gran parte somos
todos, el que liberó “lo que no cupo en
la jaula de los mortales”, el que fue elogiado e incomprendido por extraños y “amigos
que ante un futuro llameante vieron infortunio”, el “malentendido y querido por
los buenos bebedores de ajenjo” que no pudo “contener el azul del ave de alas
enclaustradas que comía y vivía de (su) creación”. Garcín, sí, el pobre Garcín,
el que tuvo “la afección de los creadores, /los que (viven) con corazones que
se frenan de júbilo, /tal como se ahogan en copas de cristal sin salida, /la
dualidad de un destino sombrío /por sobredosis de placer y de resaca
tormentosa, /diagnóstico imposible para los galenos, /que hago para ti, en
memoria tuya, mi querido Garcín”.
Qué
diagnóstico dicta a todos nuestro poeta. El tiempo retomará sus letras, una y
otra vez se citará la fuerza de su canto. Este poema en particular, quizá a
unos les recordó a su propia desdicha y abandono, a otros, posiblemente al Garcín
descrito por Rubén Darío en “el pájaro azul”, hombre triste, muy triste, que
deambulaba por las calles y aseguraba tener “un pájaro azul en el cerebro”. En
lo personal, a mí me recordó a Catulo, a Cayo Valerio Catulo, el poeta que no
se resignaba a dar por perdido lo perdido, el poeta que al sentir el desamparo
de su amada y de la vida, una y otra vez se repetía: “pobre Catulo, deja de
hacer locuras, y da por perdido lo que ves que se perdió. En otros tiempos
brillaron para ti soles resplandecientes. Entonces eran otros tiempos que ahora
ya se han ido. Ahora ella te desprecia, tú, insensato, no la quiera tampoco, y
no persigas lo que huye, ni entristezcas tu vida, resiste, Catulo,
obstinadamente resiste y no cedas”.
Insisto, en este poema sobre la muerte de
Garcín, percibo que nuestro poeta plasma una voz muy personal, muy de él y de
todo aquel que en ellas se detenga. Construye un diagnóstico sobre el amor y el
desamor, el amparo y el desamparo del ser humano de estos tiempos, de estos
tiempos en los cuales ya no hay locos, todos son sabios cibernéticos, homo
internautus, como bien lo dice el mismo Salvador.
Discúlpeseme por lo reiterativo que
soy, pero no me cansaré de repetir que la poesía que Salvador Franco Cravioto nos
presenta en Canto a mitad de órbita, es una voz que nace de un manantial
profundo, es un diálogo, más que con el tiempo, con lo que nuestro poeta ha
provocado que suceda con el tiempo, es una revelación sobre un camino andado y
por andar, es fuerza acumulada y un vacío que a lo lejos se vislumbra. No tengo
duda en señalar que la poesía de Salvador será encontrada y reencontrada por
todo aquel que busque un alto en su camino, una voz íntima, fraterna, amorosa,
como el silencio del agua que abraza el reflejo de la luna. Cualquier persona
que le escuche, estoy seguro, acercará sus pies al centro de su vida y su
camino, y eso se agradece muy de veras.
Genaro
González Licea
Caloclica,
CDMX, 18 de marzo de 2022.