domingo, 15 de diciembre de 2019

Genaro González Licea en el homenaje a Enrique González Rojo Arthur en el Palacio de Bellas Artes



Mi gratitud a todas y cada una de las personas que han hecho posible este merecidísimo homenaje al gran poeta y filósofo Enrique González Rojo Arthur, quien ha tolerado mis terquedades desde hace más de cuarenta años. 

Pues bien, sabedor que a nuestro poeta homenajeado le “repugna el panfleto, la vociferación al margen de la lira” y, por supuesto, el lenguaje de holanes y metafísico perfume, permítanme dar lectura a unas cuantas líneas que preparé para la ocasión.

fotografía sin datar

EL DEVENIR DEL TIEMPO EN LA POESÍA DE
ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO ARTHUR

Cuando caiga en la calle,
en la esquina de Furor y Emboscada,
se escuchará de mis labios:
mis hijos, se llegó el momento de su viejo.
Extiéndanme en el piso.
Para morir deben ponerme aquí bajo las sienes
la más mullida de las piedras
y arroparme con mis propios estertores.
Tomen mi báculo.
Guárdenlo en el mismo sitio
en que, dobladas y planchadas,
esconderán mis sonrisas
mi terquedad de siempre
y mis debilidades.
Rodeen después mi cuerpo.
Apresen mis manos.
De vez en cuando interroguen a mi pulso.
con las mandíbulas abiertas
los segundos homicidas
ciérrenme los ojos
y vean cómo lentamente
se me va despellejando el nombre.
Poema: Pronóstico de Enrique González Rojo Arthur

El devenir del tiempo y sus múltiples efectos en el ser y en la conciencia, es, me parece, la esencia, la flama, el latido y la semilla, que recorre la obra poética de Enrique González Rojo Arthur: “no es posible derramar dos veces el mismo lloro. Los ojos peregrinan, con el tiempo bajo el brazo”. Tampoco “vivir dos veces en la misma carne” y, mucho menos, “besar dos veces la misma boca”. “No es posible entrar dos veces en el mismo río” es el nombre del poema, que bien puede ser el nombre de todos sus poemas. 
Sí, para mí el devenir del tiempo es la constante que siempre acompaña a González Rojo. “El protagonista esencial de todos mis poemas /de todos”, nos remarca, “no es el ir desde un entusiasmo hasta un punto cualquiera y sus suburbios; no es el comprar con un pasaje la aniquilación vertiginosa del espacio /sino que es el devenir, /el paulatino derrumbamiento no sólo de la arena del reloj, /sino del reloj de arena. /El ser que es, desde siempre, un siendo. /El viajar en la carroza de lo efímero”.

El misterio que encierra el tiempo, el verbo como instante que estalla en la palabra, es un sublime manantial que día y noche le acompaña y, por lo mismo, el tiempo en él, igual que la nada, el infinito, y el vaivén del viento, en gran parte le pertenecen. Sin embargo, como gran humanista que es, les aseguro que a todos, en cada amanecer, nos envía “por correo de regalo alguna brisa”.

La obra poética y filosófica de Enrique González Rojo está construida en piedra. Lo mismo se puede decir de su actuar político, de su vocación docente y humanista y, por supuesto, de su gran compromiso con las personas que en la vida cotidiana buscan el pan de su existencia: obreros, campesinos, indígenas y, en general, con toda persona discriminada en esta sociedad donde el dinero es un lenguaje de prestigio, y la plusvalía “prohíbe caminar de puntitas para no despertar el canto de los gallos”.

Nuestro poeta escribe con esa fuerza que le da su propia historia, su integridad moral e intelectual de siempre, su congruencia de pensamiento y acto, su espíritu de libertad insobornable. Escribe desde los andamios cotidianos de la vida, desde la trinchera y con el puño en alto.

Su voz es un testimonio de voces clandestinas, de voces olvidadas que luchan sin ceder al ras del suelo. Es la voz y grito de la tinta, donde, permítanme citarlo, “cada gente /hace un mínimo cráneo con su mano /para poner en él /su incipiente conciencia proletaria”. Es el hechizo del silencio, donde sólo pueden “descubrirse /los puños en voz alta. /La manifestación que se diría /guardaba ya minutos de silencio /por las futuras víctimas. Recuerdo /Tlatelolco. Recuerdo /mis amigos y alumnos y recuerdo /el permanente mitin de sus tumbas”.

Ciertamente, González Rojo Arthur es un símbolo de lucha a quema ropa, cotidiana y permanente, de miles y miles de personas que se hablan de tú a tú con el arado, con las raíces de barro que nos unen, con las manos que sin dobleces nos hermanan. En este sentido, bien podemos decir que este merecidísimo reconocimiento es, por supuesto, a su amplia e intensa obra filosófica y literaria en general, pero, al mismo tiempo, es un reconocimiento al trabajo poético, social y cultural, que, desde una trinchera independiente, recorre los nervios de esta tierra, que es mi tierra.

Por estas y otras razones, puedo decir que nuestro escritor aquí homenajeado es, por una parte, altamente querido y respetado y, por otra, un incómodo poeta para aquellos sectores o comportamientos sociales donde nunca pasa nada.

Lógica reacción cuando en el escritor, como es el caso, no solamente hay creación literaria y conciencia social, sino también, todo un proyecto de vida, una militancia personal en las luchas democráticas y en las aguas incluyentes de los ríos. Lo cual se valora doblemente en estos tiempos, donde, se diría, la disidencia se ha perdido en las leyes del mercado, y la comodidad se ha dormido en las entrañas del olvido.

Se ha olvidado, quizá, elaborar un mínimo programa de vida, por ejemplo, el mismo Enrique nos diría: “concebir en la cuna nuestro primer proyecto /subversivo. /No dormir en la almohada (donde anidan los más tibios /ademanes maternos), /sino acurrucarnos en nuestro propio puño”, o bien, tomar decisiones y caminos, cosa que es “tan sencillo como esto”, cito nuevamente a Enrique, “vivir indignamente entre algodones /(que llegan al oído /para tapiar al yo, para dejarlo /sin nexos con el mundo), con la cuota de besos de la madre, /los hijos y la esposa, /con los pulmones llenos de incienso /de la gloría oficial, /o vivir dignamente en la tortura, /en la persecución, en la zozobra, /con la tinta azul cólera en la pluma”.

En él, como vemos, no impera ni el confort personal ni la pasividad del tiempo, ni las trampas del poder ni “la gloria envidiosa con su rabo y cuerno de ceniza”, como diría Luis Cernuda. Impera, filosófica y poéticamente, cuestiones que en él “no van por derroteros separados”, una lucha a brazo partido en contra de los moralismos y los mitos sin sustento que amasan la cultura de la culpa y el arrodillamiento de conciencias. “El entierro del ángel custodio” no es un pecado, es una piedra de toque para ver el mundo. Cito dos partes del poema: “Cuando cumplí dos lustros /dejé de musitar esas palabras /que se hallan de rodillas, /como primera piedra de algún templo; /comprendí que la fe no es otra cosa /que clavar en la tierra un espejismo, /para que nunca pueda evaporarse /al calor de los pies que traen consigo /la esperanza insolada”. Y agrega: “A partir de ese instante /no pude ya creer en otro mundo: /adentro de mi cráneo, los milagros /de Jesucristo fueron también crucificados; /y no entendí hasta entonces /que no hay en las obleas más deidades /que el envinado dios de la cajeta /o que el agua potable /es el agua bendita ciertamente”.

Llego, de esta manera, a un punto de la poética de Enrique González Rojo que aquí me interesa mencionar: su batalla por desatar los nudos internos que nos atan. Cada que leo y releo su poesía, me asombra la importancia y la forma poética de abordar los nudos internos que habitan en el ser humano: las culpas, los odios, los rencores. La represión emocional que nos domina. Su tema, todo indica, es este: sin libertad personal es mucho más difícil propiciar una libertad social. Nos recuerda así, que la conciencia más que individual es colectiva.

Aseveración que se confirma en su obra entera, por citar algunos textos, en “el libro de los pronombres”; “salir del laberinto”; “trincheras del espíritu”; “para deletrear el infinito”; “la larga marcha”; “por los siglos de los siglos”; y “El tercer Ulises o en cierto gris sentido y otros poemas”, entre esos otros poemas, por cierto, se encuentra “el hereje”, poema sin desperdicio alguno, escrito por Enrique en homenaje a Wilhelm Reich, y en el cual con un lenguaje sencillo y punzante, humorístico e irónico se diría también, aborda el aspecto sexual y el tema de la libertad de la persona, como pivote básico y primario que mueve y motiva al individuo como individuo que es, y como individuo en sociedad.

Cito tres partes del poema: “En un tiempo fui parte /de la fracción erótica/ del Partido Comunista. /Era un partido dentro del partido /como un ciego que se esconde en una gruta, /un águila en el águila del viento /o unos labios cerrados en mitad del camposanto. (…) Tras una fatigosa discusión, /se insistió en que debía retractarme /y que en el árbol de la noche triste de mi arrepentimiento /se ahorcaran mis palabras. (…) Yo hablaba /de que el enemigo principal/ era el sexo reprimido. (…) Sin perder los ideales, sin perderlos, /me sentí como Adán /cuando, expulsado, no pudo retener del paraíso /sino tan sólo el cuerpo /de su amada”.

Paralelamente a lo anterior, pero dentro de la misma lucha de motivar la libertad personal, está su construcción poética con la cual busca enfrentar esos “algodones que obstruyen la vivacidad del yo”. Construcción que nos lleva a la esencia de las cosas, a la reflexión de lo que somos, a la desmitificación de una visión de mundo que nos ata y esclaviza. De estos poemas, estimo que los contenidos en el texto “las huestes de Heráclito o astillas de infinito”, son los que mejor dan cuenta de ello.

Permítanme citar solamente algunos de sus rubros, los poemas me los llevo de tarea. Entre ellos está “la creencia y el bautismo”; “pasajes bíblicos y sentimentales”; “diez miradas a la fe”; “nueve poemas sobre el pecado”; “los diez mandamientos”, “un cielo con los pies de barro”; “penitencia y liberación”.

En los versos contenidos en cada uno de estos rubros, a prueba de lectura, impera el exhorto a que todos y cada uno de nosotros propicie la crítica y autocrítica, la búsqueda, el encuentro y desencuentro de nosotros mismos. En particular les dice a los poetas: “El poeta no crece cuando calla (…) Es grande/ cuando desde su pluma /(punto en que se acurruca el universo) /se pone a deletrear sus terquedades, /se encarama en los zancos de sus ojos, /tiene con el mundo un intercambio de palabras mayores, /entrevista al ser, /marca el número telefónico de la nada, /hace la radiografía del absoluto, /es cronista /de la lucha cuerpo a cuerpo /de Dios y la materia”.

Por su parte, a los lectores, les dice claramente: “mis poemas/ —aquí, lector, donde te brindo/ metáforas para armar y desarmar— /son únicamente, lo confieso, /las sagradas escrituras/ de la nada”.

Y a todos en general, nos deja las siguientes palabras de terapia, precisamente, para curar la superstición: “resulta apropiado, /además de los jarabes, /las cápsulas y las fricciones, /indicadas por el médico, /leer tres veces al día, /antes de cada comida, (uno de los poemas /de las Huestes de Heráclito /sin dejar, sobre todo, /de ingerir la pastilla /de su punto final”.

Su poesía es una cátedra al alcance de todos, es palabra envuelta en libertad y puesta en movimiento. Es una creación literaria muy propia, muy de él y de nadie más. Hay que decirlo: con su herejía y búsqueda de lugares inéditos, con su gusto y necesidad de pensar con imaginación, ha renovado el lenguaje poético, ha creado, con su propio tono, “una gramática iracunda”.

En ella, la metáfora e imagen poética nos toma por asalto, nos sorprende su fusión mágica con la realidad cotidiana que es de todos y, más aún, nos sorprende la transformación poética que sufren, el hallazgo al que nos llevan. Unos ejemplos, de los tantos y tantos que hay en su obra, serían: “a la sombra del milagro”; “me hallo en un corazón /sin salida”; “Zapatero /a tus poemas”; “no sustraerás de la bolsa ajena tu pecado”; “en las fosas nasales empezaron a germinar florecillas silvestres”; y, ”digámoslo: Penélope no se queda en casa. /No permanece aquí para cuidar la hortaliza. /Para lavar la cara sucia de los pepinos, /peinar a los elotes, plancharle a las lechugas /los puños y los cuellos”.

En su “gramática iracunda”, da terapia a las palabras “sumisas y medrosas, apacibles y apoltronadas en su conformismo. Verbos hincados de rodillas. Adjetivos de cerviz doblegada. Oraciones que nunca han ido a gritar al Zócalo hasta sentir todas sus letras enronquecidas”. Su gramática es muy propia, muy de su creación poética e insobornable convicción y forma de ser en este mundo. Su gramática no tiene nada que ver con “las gramáticas de las costumbres, sensatas y tranquilas, sin rugidos ni estridencias”. Como señala el mismo Enrique: “el que esto escribe ha preferido olfatear otros rumbos e internarse en diferentes caminos. Me repugna el panfleto, la vociferación al margen de la lira; pero me atrae la barricada y sueño firmar con sangre un convenio de pólvora con mis hermanos. Mi gramática es una gramática iracunda que no las trae todas consigo, que saborea su mal sabor de boca y se halla dedicada a masticar su rechinar de dientes”.

El compromiso que asume la poesía de Enrique González Rojo es más que evidente. Su obra poética es de una creatividad y compromiso permanente, es nueva y novedosa cada que uno acude a ella. Es una gran lección que, como toda gran lección, nos marca, nos hunde y nos sacude al sentir los gestos de dolor que encierran las palabras.

Su forma de decir las cosas, su “gramática iracunda”, nos dejan desnudos y enroscados en nuestras propias entrañas, en nuestro propio subconsciente de recuerdos y olvidos. Su lenguaje poético lastima, sacude e interioriza en las grietas o fracturas que tenemos, son espinas que se clavan en la conciencia y en los poros de un sinfín de culpas que cargamos. Su metáfora nos asoma a nosotros mismos, nos permite vernos tal como somos, sin máscaras ni dobleces, y reencontrar las llagas internas que ocultamos. Nos remite ir al fondo de un abismo donde escondemos varias cosas que no queremos o podemos decir. 

Sí, hay que decirlo, su poesía nos instala en esa reflexión que duele, que confronta la pequeñez de lo que somos. Al leerle, por lo mismo, sugiero ponerse guantes y armarse de valor hasta los dientes y, de esta manera, seguir al pie de letra el principio por él mismo dictado: “a medida que avanzo /les van saliendo púas /a mis versos. /Ven lector, toma tus guantes”.

Leer a González Rojo es iniciar un encuentro, reencuentro y desencuentro con uno mismo y con el otro, es tallarse los ojos hasta llorar el alma. Mirar el nudo ciego de los mitos y creencias que nos atan, la cultura de la violencia con la cual nos llenan las pupilas, el crimen de la clonación mental para hacer de todos uno solo, irreflexivo, autómata, sumiso en la voz y en la palabra. Su poema: “apuntes para la biografía de mi musa o mi humilde aportación al bicentenario”, es más que elocuente. En él se dice a sí mismo, nos dice a todos: “¿Qué haces /cuando tu patria, deshilachada y doliente, /crucificada en sí misma, /clama por sus poetas; /cuando los medios, /secuestrados por la parte más negra de la noche, /arrojan por horas y más horas carretadas de basura /hacia la gente?”. La musa de cada quien, su musa, exaltada le grita y nos grita: “es el momento /de que los poetas ganen la calle, /se metan en los ojos de la gente, /sacudan toda mano apoltronada /en su propia indolencia; /la hora de llevar al cadalso /la indiferencia narcisista /que los ata / de manos y de pies a su soberbia”.

Leerle, es tener la posibilidad de construir nuestra propia voz y vida en el camino, escuchar cómo late y fluye el tiempo en nuestros pasos, cómo ocurre la credulidad, dicha ésta por su propia tinta en las confidencias de un árbol: “¡Qué derrumbe!/ ¡Qué aguacero de dioses!/ ¡Qué lodazal formado/ con el agua iracunda/ del Diluvio!/ ¡Qué cielo/ con los pies de barro!”.

Su obra poética es tan inmensa como su tarea de deletrear el infinito. Cualquier persona o escritor, sabe reconocer en él su integridad humana y el peso de su obra que es toda ella hereje, optimista, esperanzadora y libertaria. En lo particular solo intenté asomarme un poco al devenir del tiempo, y retomar, con imprudencia, algunas cosas, como esta que nos recuerda que, cito una parte de su poema “los olvidos”: “La mente se desanda, /camina a contrapelo del gerundio, /reconstruye la carne desde el molde /de las huellas, /busca el olor a vida/ en la carroña de la remembranza”.

Genaro González Licea
Caloclica, Ciudad de México, diciembre de 2019.


Genaro González Licea
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