Poesía y olvido
A propósito de tumbas en el olvido
¿Qué
queda de las alegrías y penas del amor cuando éste desaparece?
Nada,
o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido.
Luis Cernuda,
la
realidad y el deseo.
Hablar de poesía es
remontarse al tiempo, al sonido del tiempo, al silencio donde la nada existe
sin la nada. Es hablar del amor y de la desesperanza, de la vida y de la
muerte, del recuerdo y del olvido.
Poesía y olvido es
el tema que envuelven estas letras. Olvidar, no es solamente dejar de retener
algo en la memoria, tampoco dejar de realizar algo que deberíamos hacer y no lo
hicimos, eso, tal vez, solamente sea un descuido. Es, más bien, construir una
forma de ser con lo olvidado, asomarse a la muerte, saber que en uno no existe
la eternidad cuando lo que somos o hemos sido se tiende en las manos del
olvido.
El olvido es el
sendero que nos lleva al infinito, al silencio, al vacío. Es la muerte real y verdadera
de un mortal cualquiera. Uno late en este mundo en tanto nuestro corazón no
reine en el olvido. La solemnidad del
entierro precede al callado y verdadero morir que acaecerá después: el olvido,
sentencia, y sentencia bien, don Carlos Castilla del Pino, hombre lúcido y
amoroso que siempre me acompaña, y agrega: el
olvido de uno es su asesinato por parte de los demás, una forma de extinción
lenta. Un morir en agonía.
El olvido es un
presente, siempre presente, cargado entre los hombros. Es difícil olvidar todo
aquello que nos marca, el paso mismo de la vida, todo conscientemente lo
guardamos. Por supuesto, me refiero al olvido “controlado”, de ninguna manera al
olvido patológico que conlleva a la pérdida de la memoria. Me refiero al olvido
como esa parte nuestra, humana también como nosotros, que amorosamente nos
protege y sirve de coraza. El olvido es lo que más deseamos olvidar, mas no
olvidamos, está ahí, siempre ahí, vivo y presente en la memoria, es el recuerdo de un olvido, diría Cernuda.
La poesía, por su parte, es ese
instante de luz y sombra que dejan en el alma las palabras. Es ese lenguaje
sublime, en sí mismo contenido, que hace presente el alma de las cosas. Es
hechizo, búsqueda y reencuentro, misterio, asombro y mágico suspiro que expide
por instantes la palabra. La poesía es un todo compacto que se basta a sí misma,
no duda de sí, es palabra y piedra en sí misma contenida. La poesía, ya lo dije
en otra parte, es asombro, misterio y comunión. Encuentro y desencuentro de uno
mismo con uno mismo, y de uno mismo con el otro. El otro que es una parte mía y
otra que no conozco. El otro que nos revive por un instante y, al hacerlo, al
mismo tiempo se revive.
Además, agregué, si recuerdo bien, que la palabra, si bien es
voz y libertad, no describe, por sí misma, lo
que somos y sentimos, insinúa, tal vez, su contorno y su relieve, su eco, su
aroma y su misterio. Es, posiblemente, la línea en blanco que dejan las
palabras donde nace la poesía. Es ahí donde se ajusta su exacto contenido,
porque en ella, quizá, ya lo único que existe es el silencio sublime que deja
el lenguaje en la intimidad de cada quien.
Y concluí: la poesía,
entonces, bien podemos decir que es ese lenguaje sublime que dejan las
palabras. Mucha razón tenía Eduardo Nicol en ello. Es el misterio de esa línea
en blanco que resucita el alma de las cosas, el latir cotidiano de ser sin
sepultura. Es el permanente viento que respiramos, es el alma que late en el
vacío. Es la comunión de uno mismo, silente, desnuda a carne viva.
La poesía, así
vista, es la creación de lo intangible del mundo cotidiano en la expresión
concreta de nuestra historicidad y comportamiento humano en un determinado
espacio. En ese sentido, en realidad, poetas somos todos. Sin embargo, el
trabajo poético adquiere el significado propiamente dicho cuando esa
transformación del no ser al ser, es la expresión de la palabra. Esa palabra
que eterniza los instantes que revelan la esencia de las cosas. Esa palabra que
no es exactamente una creación puramente divina y mágica, sino también, es esa
creación que se construye, que el poeta construye, sea describiendo,
denunciando o aceptando el actuar cotidiano en el que vive, la esencia y
apariencia de la vida, del devenir de la vida, de la historicidad humana de la
cual es parte.
La creación y el arte poético, me
parece, son dos puntos unidos por la sensibilidad y la palabra del poeta. Son
esencias que el poeta revela y deposita en nuestras manos, en las manos de
todos mediante esa palabra que le consumió al construirla, que le dolió pulirla
con esa sensibilidad muy suya.
Es por ello que,
tal vez es un error muy mío, poesía, poeta e historicidad humana, es lo primero
que tengo presente al escribir lo que yo estimo que es poesía. Los estilos y
corrientes poéticas son, para mí, muy respetables, cambiantes y hasta cierto
punto, secundarios, su grito, lo reconozco, develó la esencia, predominante tal
vez, de su tiempo.
Pero el tiempo es
una plenitud de múltiples tiempos, de múltiples hallazgos que se dan al mismo
tiempo. La poesía es mucho más que estilos, es eco, ausencia, sonido. Instantes
de colores, verbo que dialoga callado al fondo de su esencia, en el principio
del principio de su esencia. Es hallazgo de luces y sombras unidas con el peso
del vacío, es instante permanente cubierto de múltiples sueños amorosos,
ráfagas de soledad y espinas, de esperanzas de piedra envueltas en la aurora.
La poesía es la
palabra en sí misma contenida, “dice todo lo imaginable, y sin embargo no habla
del ser. Lo dicho es algo que no debe cotejarse con nada. El único ser que ahí cuenta es el ser del decir”, así lo
expresa Eduardo Nicol en sus Formas de
hablar sublimes. Poesía y filosofía. Nuevamente mi maestro Nicol
taladrándome las manos. Voz que es compatible, según mi parecer, con la siguiente
expresión de Antonio Gamoneda, en la cual une el misterio poético original y el
trabajo de la palabra, pues él refiere que la
poesía es antes sensible que inteligente, con las palabras se dice lo indecible,
y añade: el poema empieza en un apunte
lleno de interrogaciones y de una manera horrorosa, y después hay que ir
superando esos interrogantes..., la actividad creadora lleva consigo un cúmulo
de tensiones.
Con lo dicho hasta aquí, es posible
deducir por qué me interesó abordar la relación entre poesía y olvido.
Conjugación, me parece, de gran significado en mi escritura. El olvido, para
mí, tiene un sentido filosófico, es piedra central en lo que escribo, es mi
lucha por mantener la vivacidad humana. Recordemos que el ser humano muere
cuando duerme en el olvido. El olvido hace polvo lo que somos, lo que hicimos.
Nos hace realmente inexistentes, nos devuelve al origen del silencio y del
vacío.
Lo digo para mí una vez más, el olvido es
la muerte, y morir es ya no recordarnos. La inmortalidad es un mito heredado
por los dioses, un deseo idílico de permanecer por uno mismo en el tiempo. Si
vivimos es porque el otro recuerda lo que somos, lo que hicimos. Sobre el
particular, permítaseme referirme aquí a la hermosa nota de don José Guimón,
titulada: Muere Carlos Castilla del Pino.
Superar el olvido, y publicada en laverdad.es,
el 16 de mayo de 2009, es decir, un día después de la muerte de don Carlos, en
la cual refiere que éste último en una entrevista señaló: hay quien actúa con el solo propósito de dejar memoria de su existencia
(…). Sólo cuando se es olvidado por
aquellos que nos recordaban, o cuando éstos han perecido, se puede afirmar que
inexistimos (…). El olvido sella la
muerte de todo ser humano que alguna vez existió. Por el contrario, sobrevive
mientras se le recuerde (…). Tener
memoria del otro, recordarlo, es dotarlo de existencia.
Solamente sobrevivimos en tanto el otro
nos recuerde o nos tenga en su memoria. Vuelvo a citar a Castilla del Pino,
discúlpeseme por ello, él señala en un texto que tituló: la forma moral de la memoria. A manera de prólogo, contenida en el
libro el derecho a la memoria, que todos ansiamos sobrevivir aquí —que se sepa, no hay ningún otro sitio donde
esto pueda tener lugar—, y eso sólo
podemos logarlo en la memoria de los demás. Esto significa, como él mismo
lo remarca, que no hay, pues,
inmortalidad; hay memoria.
Si de suyo el tema es complejo, se
complica más cuando ubicamos que el olvido tiene varios colores y matices, a mí
por ejemplo me gusta mucho el azul olvido.
Dentro de ellos está el significado que tiene el olvido en un mundo tan
extremadamente individualista como en el que vivimos y cuál sería su relación
con el actuar poético en esta vida donde estamos todos. Qué importancia tiene
el tema cuando, parecería, se ha olvidado la convivencia fraterna de vivir en
sociedad, la historicidad humanitaria por sobre todas las cosas, el aroma de
nuestras raíces de piedra y barro.
Los migrantes, que somos todos, parecería
también que los tenemos olvidados, igual que las tumbas clandestinas y las
atrocidades cotidianas de violencia que vivimos, sabiendo bien que en esa
cotidianidad estamos. Se nos ha olvidado que el otro es parte de uno y uno de
aquél, del otro y de otro más. Con este olvido, me duele decirlo, vivimos sin existir.
Somos unos muertos sin memoria.
Y dónde está la
poesía y el poeta en este comportamiento deshumanizado que uno vive consigo
mismo y con el otro, con el agua, con el viento, con las hojas, con los ojos
que nos miran sabiendo que son nuestros. Dónde está la voz, parafraseando el
último verso de la enfermedad del olvido
de Juan Antonio Masoliver, que en este laberinto
de silencio encuentre finalmente la
palabra perdida. La que más deseamos olvidar. Está, estoy convencido de
ello, en este mundo literario que nos cubre, en este follaje de luces y espinas
enlazadas, pero, en gran parte, está en el olvido. Está, diría Cernuda, allá, allá lejos; donde habite el olvido.
Recuperar la memoria histórica no es
fácil, y hacerlo a través de la palabra mucho menos. Escribir poesía, lo he
dicho muchas veces, constituye una gran responsabilidad personal y social con
la palabra. Lo más sencillo es dormir en la metáfora encantada, envolver
nuestra palabra en la palabra y olvidarnos, entre otros, del tema del olvido. El
ser poético en estos tiempos donde es inmensa la clonación mental y, en
contrapartida, muy estrecho el espacio reflexivo, crítico y autocrítico,
requiere, me parece, de otra cosa: de coraje para olvidarse del olvido y ser
memoria del otro en uno.
Nuevamente me detengo en el olvido, en
la importancia de ver el peso del olvido. Sucede, como dije, que hay situaciones
y hechos que uno desea olvidar. Y si de ello da cuenta el poeta, con mayor
razón, yo diría, cuando ese olvido de situaciones y hechos es social o
colectivo. Nada de lo que suceda en la vida real y cotidiana le es ajena al ser
humano en general, al poeta en particular. Cada cual, desde su palabra, no debe
ser indiferente a ese olvido, serlo implicaría morir, lentamente, en su propia
metáfora dormida.
Como puede observarse, el olvido, a mi
entender, constituye uno de los elementos centrales que permiten describir, de
una mejor manera, tanto a una persona en lo individual, como a una sociedad
entera, siempre y cuando, en este caso el poeta, no disocie al sujeto y al
olvido, pues el olvido ni es abstracto ni es ajeno a la persona, es, por el
contrario, intrínseco a ella, es una fisura que uno mismo introduce, consciente
o no, al interior de su camino, personal o colectivo.
El olvido no llega por arte de magia,
no es externo a uno, sino, por el contrario, es parte de nosotros, de nuestra
propia condición humana y, por lo mismo, es netamente voluntario. Es uno, y
nadie más, el que lo forma o lo genera, el que le da la protección, la coraza,
el hundimiento interior deseado, social e individualmente.
En este contexto de poesía y olvido, de
conciencia social e historicidad humana, entendí que la poesía es un
instrumento que puede despertar conciencias y recordar olvidos, que el olvido
lentamente nos destruye y, finalmente, como bien lo expresa don Carlos Castilla
del Pino, que una cosa es lo que uno
olvida; otra, lo que no quiere evocar, y otra lo que no quiere decir: tres huecos
de distinta índole en la vida de todos. Reflexión esta última que instalé,
como linterna, en mi libro: tumbas en el
olvido, del cual, hasta cierto punto de manera azarosa, escogí las
siguientes líneas:
Las tumbas en el olvido sollozan en silencio arrodilladas.
Son espinas que duermen en una parte de mí,
gusanos que respiran debajo de mi sombra,
voces clavadas en mis ojos.
Son lugares que uno habita sintiendo la muerte adormecida,
larvas heridas en un viejo recuerdo entristecido,
crepúsculos perdidos atrás del infinito,
granos de sal caídos en la llaga de un lamento.
Así son, lo sé,
porque un día así las vi
con estos ojos que ahí se me secaron.
Todo era un azul olvido,
un fluir clandestino de tiempo asesinado,
un sonido abrazado a un yo desconocido.
Y es en este azul olvido clavado en mis entrañas,
en esa soledad de grietas que pensé no verles más,
donde un día me hundí lamiendo mis heridas sepultadas,
mi cementerio de gritos dormidos en mi lengua.
Me hundí,
me hundí en un rostro tirado a un lado de mi rostro.
Rostro que siempre acarició mi voz ennegrecida
de tanto silencio acumulado,
mis miedos sumergidos,
mi existencia enroscada en el grito indigente que he perdido.
Descendí al fondo del fondo de mí mismo.
Ahí dormían mis prejuicios enlamados,
mis egos hechos nudo,
mi cobardía de no mirarme despojado de mí,
de callar el latido de las fosas clandestinas
hundidas en mi piel avergonzada,
el eco de su grito que crece con la hiel de mi agonía.
Lloro como un relámpago en la sombra
de un grito abandonado.
Toco la nada que siempre se juntó conmigo,
no encuentro el fondo
ni sé el lugar donde estoy arrinconado.
No hay fondo,
hay burbujas de olvido que callan enterradas,
sentimientos que ahorqué sin darme cuenta,
ideas de un viejo amarillo que me duele.
Hay un yo caído en las grietas de un peñasco derrumbado,
una sombra que gira desahuciada llorando su vacío,
un llanto amargo que alumbra el tiempo
donde estamos sepultados.
Es insoportable el sufrimiento
que dejan en las tumbas los migrantes torturados,
los secuestrados en las sombras que vagan sin saberlo,
los desaparecidos en la luz clandestina
de un tiempo indiferente,
en la traición de un silencio que duele de estar arrepentido,
en el olvido olvidado del olvidado.
No hay fondo donde estoy, no hay fondo.
Mis pies son lirios sembrados en el viento.
Dedos rotos que rozan el olvido.
Ojos que me ven desde el hueco de mis ojos.
Precipicios de recuerdos
de una oscuridad que me deslumbra.
Luz negra flotando en el luto de mi cara.
La muerte es la vida y la tumba de lo que somos,
de lo que nunca fuimos,
de lo que fuimos sin saberlo,
de lo que somos sin saber que somos.
Es el olvido de lo olvidado en el olvido,
de lo callado,
de lo dicho,
y de lo que no podemos ni queremos decir,
por cobardes a morir,
por nosotros mismos,
puramente asesinados.
Todos cargamos tumbas olvidadas,
tumbas que duele recordar,
y tumbas atadas a la lengua.
En ellas, lo sé bien, hay vísceras deformes,
llagas negras, a veces blancas, a veces amarillas,
que buscan mis ojos para verme.
Se
necesita coraje para caer y levantarse
con
los pies y las manos amputadas,
hablar
con el dolor a solas,
tocar
en silencio lo que uno nunca ha sido,
sentir
el peso de la muerte a solas,
la
soledad plena de estar por siempre solo,
muy
solo, terriblemente solo.
Ya no hay fondo donde estoy,
ya no hay fondo.
Hay tumbas en el olvido
sollozando en silencio arrodilladas.
Precipicios sepultados en
recuerdos que no existen.
Llagas que viven en mí y
sueñan su dolor conmigo.
He llegado a
pensar
que lo único
realmente nuestro
es la libertad
de soñar
lo que no somos.
Genaro González
Licea
Caloclica, Ciudad de México,
agosto de 2019