sábado, 18 de julio de 2020

LAZLO MOUSSONG: ENTRE EL TIEMPO Y LA PALABRA



Fotografía de Ingrid L. González Díaz




Muerte, con tu inocencia que liberas vidas,
que sólo cumples veredictos
y efectos provocados por las causas.
Muerte amiga, carente de amigos,
Muerte que consuelas, Muerte salvadora,
incomprendida,
rescatista del dolor,
ladrona del tiempo.

Lazlo Moussong
Tibor, mi tío vampiro.





En mis manos aún tengo el aroma del silencio azuloso del féretro de Lazlo. Su fragancia aún habita en el aire de sus pasos, en su voz vivaz y fraterna como el agua, en su paz interior dibujada en la leve sonrisa de un amanecer sereno, apacible, como el sonar de las espigas acariciando lo verde de los campos.
El viejo amigo que antes de partir acarició el peso de la muerte, lo agridulce de su propia soledad, soledad fiel que le dio paz, alegría, fuerza interior para alejarse, incluso, de su misma lejanía, ahora, igual que una luciérnaga en el tiempo, galopa en las veredas transparentes de la muerte, en el alba, en el viento que abraza al viento.
            Lazlo ha muerto como un girasol dormido, como un amanecer sin llanto. Su palabra y su sonrisa de eterno mirar en la voz del tiempo, lúcida, clara, sencilla como una piedra labrada por el agua, por el silencio y la soledad del agua, acompañará, por siempre, las sombras que reposan dormidas a lo lejos. Seguramente, enfermo ya de tanto amanecer enfermo, de sentir el dolor del abandono abandonado que ya no deja de doler en uno, a veces deseaba la muerte, “la verdad es que estoy cansado de vivir” y “siento a la muerte muy cerca de mí”, me dijo un día, otras le temía y otras más desdramatizaba su peso transparente de viento y de ceniza, para concluir, conociéndolo, con un “estoy listo para partir”.
Quizá uno es así cuando siente el cansancio del andar en el camino, cuando claudica por momentos y renace, con más fuerza, la imperiosa necesidad de plasmar el sonido del corazón en las palabras y en las hojas de la vida, en un tiempo que se tiene y que se va. El corazón de Lazlo, lo sé bien, era muy grande, en el cabía un atardecer de grises o amarillos, de mañanas nubladas de soledad o azules de esperanza. Era tanto su amor por este mundo, que en cada palabra dejaba ahí su corazón, lloraba en ellas y con ellas, las cubría de amarillo, de turquesa, de un ocre irónico, sarcástico o de humor blanco, negro, o de arcoíris. Construía las palabras, jugaba con ellas en su pluralidad de tonos y en el punto final, reía, como niño, en su soledad. Así era Lazlo, lo sé bien.
Su ataúd, frío y callado, está frente a mí. El silencio se extiende en mis recuerdos como agua en la lejanía de un lugar donde no he estado. En esos maderos se hunden mis lágrimas calladas, mi muerte al ver la muerte de su muerte, mi voz entristecida envuelta en lo blanco de las flores.
Murió mi amigo. En sus pupilas se llevó el correr del agua, la humedad sonriente del camino, el dolor de amar y ser amado, su voz de mil colores que preñaba, suave y dulcemente, el polen de la nada. Se llevó sus palabras de roja arcilla escritas en el rocío dejado por la aurora. Nueve de la mañana de un 25 de febrero de 2019. Su cuerpo pasa junto a mí. Los cirios se apagaron y su flama permaneció encendida.
Lazlo Moussong, narrador, cuentista, ensayista, crítico de arte, periodista cultural, editor, productor de programas radiofónicos, conferencista y, por supuesto, profesor de literatura en general, humorística, en particular, escribió, como se puede constatar en el Diccionario de escritores mexicanos (México, 1996, UNAM, Centro de Estudios Literarios, Instituto de Investigaciones Filológicas, y el CENEDIC, Universidad de Colima), un sinnúmero de artículos culturales, prólogos, coautorías y, entre otros textos, Castillos en la letra, Tórrido quehacer, Extrañas sustancias, así como Tibor, mi tío vampiro, libro póstumo al cual me referiré más adelante.
Cabe decirlo de una vez, lo peculiar del estilo de nuestro escritor está en el manejo de varios géneros literarios hilvanados con un estilo propio, con un estilo muy característico en él, como es el humor literario, el humor satírico e irónico, en cuyo centro está la sutileza, el asomo, la insinuación de una indignación o descontento sobre algo o alguien, que el lector con suma facilidad la hace suya y la lleva a la conciencia. Cuestión que él mismo comenta, en una entrevista realizada por Fabiola Palapa Quijas, La sátira es un humor crítico para sacudir la conciencia, La Jornada, Cultura, 20 de agosto de 2009. En ella, Lazlo expuso claramente su visión de la literatura de humor y la importancia que esta tiene para sacudir conciencias. Expresamente refirió:
El humor satírico no parte de la alegría sino de la inconformidad para mostrar las fallas en el poder y en la sociedad (…), la sátira en la literatura golpea las buenas conciencias y rompe esquemas tradicionales de cómo ver la realidad y aceptar lo que existe. El humor crítico no sólo está dirigido a las personas en el poder y sus comportamientos, sino también a las fallas en la vida cotidiana.
El humorista necesariamente piensa de forma diferente al sentido común y a las ideas generalizadas, multitudinarias; inevitablemente es un inconforme y se nutre de dolor, amargura y juicio crítico, que convierte en sátira en tanto que afina más la destilación de su veneno humorístico, pues lo sardónico es una penetrante manifestación del humor.
Un texto sobre fallas humanas con humor (…) crea un efecto en la conciencia del lector, sobre aquellos errores en los que quizá uno incurre en la cotidianidad pero no ve. Esto permite que el humor se considere serio, porque con una actitud lúdica y paródica hace pensar de otra manera.
Dicho de otra manera, el gran acierto de Lazlo Moussong fue construir una forma de escribir sencilla, elegante, sutil y sugerente, muy sugerente y persuasiva, para expresar sus propios sentimientos, con la peculiaridad de que, al hacerlo, no se sujetaba, como expresé, a un género literario en particular, ya que con gran facilidad acudía a todos en un solo escrito, manteniendo su humor e ironía inconfundible. Esa ironía que aparentemente pasaba desapercibida, pero, en realidad, nos acercaba a lo absurdo, sin escenas ni lenguaje acartonado, sino con un actuar natural en él. Esa era su manera de escribir y dialogar con su tiempo, con nosotros, con los cercanos y distantes. En ocasiones, parece que lo escucho, se dirigía a sí mismo para mostrar expresiones punzantes, de esas que lastiman el ego en las personas. La prudencia, su sosegada prudencia para decir las cosas, le caracterizó siempre. Transmitía sencillez, sabiduría y elegancia, con esa naturalidad humana que difícilmente se ve a la vuelta de la esquina.
De esta manera, bien se puede decir, que lo verdaderamente maravilloso de la fuerza y contundencia de su estilo, era que su forma de escribir se correspondía con la gran sencillez, humildad, generosidad y prudencia que tenía y radiaba como persona. Su forma de ser, la realidad y la vida misma, era, en realidad, su hilo conductor. Termino de escribir lo anterior y parece que lo escucho: “por favor, Genaro, no me pongas tan alto. Me apena, me pesa y no es así, soy un hombre de blancos y negros y, como escritor, de cualquier color en que me vengan las ideas”, e inmediatamente después agregaría: “nos reuniremos para escucharnos, yo no soy un gurú para ser escuchado”.
            Ese era Lazlo, el amigo que me permitió escucharle y lloró conmigo, con mi indigencia humana, con la indigencia que, en realidad, tenemos todos, finitos e incompletos y necesitados que somos de la naturaleza y de los demás para poder vivir. Sus sugerencias las recuerdo mucho cada que reviso lo que escribo, o cada que escribiré, por ejemplo, el prólogo de un libro. Escribir un prólogo, me decía, “exige lecturas, referencias, cotejos con el pensamiento de teóricos de la poesía, señalar coincidencias con la teoría poética y las características (del autor), su estilo, temática, formas de versificación, la sensibilidad del poeta, los porqués, etcétera”, pero, además, de un buen estado de ánimo, de ahí que, después de una breve pausa, concluía: “me siento actualmente muy frágil para todo eso”.
            En cuanto al tema de la indigencia, así como al del desahuciado, me disculpo por ser yo mismo el que dé a conocer unas palabras suyas, lo hago, en verdad, sin vanidad alguna, sino con el fin de seguir conociendo la forma de ser del amigo, al mismo tiempo, porque, me parece, sus palabras no pueden quedar únicamente en mis manos, sería un egoísmo de mi parte, y menos aún, como es altamente probable que suceda, que se pierdan en el silencio del tiempo:
Con mucho gusto te anoto estos apuntes sobre tu poema de y a la Indigencia:
Me admiró el hecho de hayas pensado ¡poéticamente! en esos seres subhumanos que, en realidad son humanos totalmente marginados, desechados, temidos, despreciados, con un poco más: invisibles, de no ser por la mugre y los parásitos que conviven en ellos. Son seres humanos que nunca tuvieron oportunidad alguna de ser simplemente 'alguien' y que dan la impresión de que nunca se enteraron y seguirán sin enterarse hasta su muerte, de que en alguna forma habrían podido llegar a ser simplemente 'alguien'. Por eso, a veces les gusta pararse en el centro de una esquina "a dirigir" el tránsito usando sus labios como silbato de agente de tránsito: creen que eso les da alguna autoridad y representatividad social. En México tenemos un vagabundo clásico y maravilloso, que es Pito Pérez, pero es un caso muy, muy aparte: él mismo reconoce que se hizo vagabundo por voluntad propia y lleva con él una envidiable carga de cultura junto con un alegre desprecio por la sociedad egoísta, mojigata y, ésta sí, ignorante. Pito Pérez se acerca más a don Quijote que al verdadero vagabundo.
Para decidirte a escribir este largo poema fue necesario abrir todas las ventanas de tu profunda calidad humana, tu compasión auténtica por los que se quedaron hasta el fondo del pozo, tu abierta y adolorida sensibilidad. Sí hay literatura al respecto, aunque es novelística, como las novelas de León Bloy, quien nació en una familia adinerada y acabó su vida como pordiosero, y también tiene una obra poética que admiro y es también el grito amargo y retador; está ese estadounidense (cuyo nombre no recuerdo ahora) que fue un marginado hasta que sus escritos fueron conociéndose y asombrando al mundo, pero esa era la voz directa de un marginado agresivo, retador.
Tú tienes la diferencia de ser un hombre con una vida normal, de trabajo, de familia, de cultura, que has sido movido en tu alma por esos destinos del basurero, y esto le da una aportación importante —porque además tienes una indudable calidad poemática— a esta temática trágica, y lo escribes —considero que con plena conciencia— sin caer en el sentimentalismo, pese a que los enfocas con dolor por la circunstancia totalizadora de sus desgraciadas vidas.
No hallé un solo verso en el que te hayas resbalado hacia el sentimentalismo burdo ni la lástima cursi y vacía. Manejas una fluidez poética, una cadencia natural gracias a la cual no se rompe la fluidez en las alternancias entre la voz interior del indigente y la voz externa de su observador, del receptor de su condición, que eres tú, el poeta; la voz externa que lo observa, describe, escucha, penetra.
Por lo que se refiere a sus líneas, que tanto agradezco y aprecio, sobre el desahuciado, el gato, su contenido textualmente refiere:
Mi querido amigo Genaro, he leído tu poemario y quiero decirte que me gustó mucho, hondamente. Tu lenguaje responde con plenitud e intensidad a las sutilezas simultáneamente intensas de la tristeza y, sin incurrir jamás en obviedades, con sutileza la transmites al lector. Tus versos, generalmente largos o medianamente largos, también forman parte de cómo se manifiesta en el alma la tristeza, lánguida, deslizante, lenta de tal modo que sabes convertir ese fenómeno en belleza. El ritmo de los versos forma parte integral e ineludible de la sutil y dolorosa transmisión de tus pensamientos y sentimientos. Tus pensamientos se mueven, dentro de tus poemas, con una delicadeza aristocrática: no berreas de dolor, no te ahogan los fracasos, no gritas para el retorno de las ausencias, sino te interiorizas, discreto, sutil, dolorido, con un lenguaje bello y a la vez sencillo y a la vez poético, siempre poético. Aún no leo el prólogo de Hans, porque no quise predeterminar mi percepción de tus poemas con ideas y sentimientos que no surgieran de modo natural de mi propia percepción y sensibilidad. En verdad, es un bello, muy bello poemario, con un gran dolor interno y una natural fortaleza humana de un espíritu delicado, discreto y amoroso. Percibo un intenso e irremediable dolor de soledad, abandono manifestado en un lenguaje, ritmo, metáforas y musicalidad propia de las tardes tristes que todo ser humano con sensibilidad ha vivido sin duda varias veces. Tu lenguaje poético parece fluir como fluye y se filtra la tristeza en la mente y el corazón, y tu fortaleza interior, por fortuna no pretende ser atlética sino es reflexiva, interior, amorosa, amable sin merma de las intensidades en diversos grados según el poema. Aún no he leído "El Gato" y después de que lo lea (no sé si hoy, pues es muy breve) te lo comentaré.
            Lazlo era así, generoso con todos y un gran lector de silencios. Siempre prefería escuchar, escuchar intensa y hondamente el silencio y el sonido de las palabras. Su estilo de escribir reflejaba su forma de ser, no me cansaré de decirlo, porque en estos tiempos es raro ya. Era un escritor que con suma facilidad plasmaba, insisto, varios géneros literarios en un solo texto, unidos por esas “extrañas sustancias” que impregnaban su humor literario, su propia voz, su inconfundible voz y muy peculiar estilo. Lo cual se le daba con mucha naturalidad, porque, según mi parecer, su forma de escribir reflejaba su forma de ser y de expresarse en libertad.  
            Nada fácil es que un escritor logre su propio estilo. Se requiere una gran vocación y congruencia consigo mismo, con su forma de ser y actuar en la vida, un trabajo constante, un lápiz perseverante sobre el papel, igual que un cincel sobre la piedra y, por supuesto, según expresa nuestro autor en un texto leído en junio de 2016, en el homenaje y presentación del CD del compositor puertorriqueño-mexicano Juan Antonio Rosado Rodríguez (1922—1993): “dominar a plenitud la gramática de la lengua para dar forma, sentido, estructura, contenido, ritmo y estética a sus ideas literarias”. Recordando así, las palabras del homenajeado: “la música viene siendo como la gramática: algo que hay que conocer para anotar las ideas musicales”, por lo cual, cualquier compositor para serlo, es indispensable que conozca, entre otras cosas, la gramática musical, por supuesto, hay excepciones contadas.
            Dicho lo anterior, permítanme concluir este reconocimiento a Lazlo, con un breve comentario sobre su libro póstumo y para mí, en gran parte, autobiográfico: Tibor, mi tío vampiro. En él, nuestro escritor, con su peculiar estilo, narra todo un viaje que emprendió para conocer a sus antepasados transilvánicos y, de esta manera, según veo, poder encontrarse a sí mismo, descifrar sus genes y encontrar su propia identidad. Todo indica que logró su cometido. Al final de la historia se vio por un instante, después llegó la muerte. Le dio la bienvenida a la muerte y, paralelamente, la despedida a la vida. Responde a ello su poema bienvenida: “¿Cómo vivirías tú, Vida, /de no ser la Muerte tu amorosa hermana? /Y tú, Muerte, /¿podrías existir con la vida ausente? /Muerte, dame aliento /para cantar tu llegada a mi vida. /Vida, dame al viento /para contar mi trayecto a la muerte”.
Cuatro partes comprenden el relato de las historias que encontró sobre la vida familiar y personal de su tío Tibor, el vampiro. Hay dramas, sueños narcisismos, mezquindades, venganzas, seducciones y amoríos: “llegué a la ciudad de Cluj (Kolozsvár para los húngaros), donde me enamoré de una hermosa mujer cuyo mayor atractivo se concentraba en una sonrisa enigmática que trazaba sin despegar los labios; generalmente no se sabía si era que sonreía o que algo tramaba”. Hay acontecimientos espantosos (hechos “tan verídicos, que la realidad superó —con mucho— a la imaginación”), pasiones y amores perversos. Tertulias, mandatos y señalamientos vampíricos alejados de “una refrigerante dialéctica”. Hay, en fin, la soledad y el aislamiento de vampiros que a unos les llevó a la locura y a otros al suicidio: “su obligada soledad lo llevó al suicidio: se cortó las muñecas para morir de hambre”.
Debo confesar que las tres partes restantes del libro: haiku, poesía “desde el otro lado de la vida”, y aforismos, por él llamados “mortilegios”, me conmovieron sobre manera, sin olvidar, por supuesto, el contexto, siempre presente, de sencillez, pulcritud, humor e ironía muy suya.
Sin duda que Tibor amaba la literatura, “ya vampirizado ensayó este arte desde el otro lado de la vida”, prueba de ello están esos trece haikus escritos por él (Tarot de Muerte eres /número trece. / Yo, vida en muerte), por el mismo vampTibor Moussong, que, por alguna razón, debo decir que escuché en voz alta. A manera de ejemplo, citaré el siguiente: “Un templo solitario, /pétreo esqueleto /muros desnudos”. Uno más: “Quien amo dormía en paz, /amo su cuerpo/ por mí mordido”. Finalmente, este otro: “Luna que nos despiertas, /blanco esqueleto /nos esclavizas”.
En cuanto a los mortilegios, aforismos, o esa forma breve de escribir de Lazlo, tan elogiada por todos (“para mí, el miedo y el problema de la muerte no es irme sino dejar ausencias”), entre otros, por Venko Kaner, que por cierto realizó un amplio comentario sobre el particular en “Las formas breves de Lazlo Moussong (en Castillos en la letra)”, concluyendo que nuestro escritor “usa la forma, el estilo del aforismo, pero sus aforismos no parodian aforismos conocidos”, además, de una maestría “en el manejo del lenguaje en todos sus matices, lo que se revela claramente en la utilización de diferentes sociolectos a los que imprime su sello personal. Es sorprendente también su capacidad inventiva en la creación de palabras y en la combinación de las mismas. El estilo de Lazlo Moussong se puede concebir como una multiplicidad de estilos o como un estilo fragmentado”.
De los mortilegios existentes en el libro que comento, están los siguientes: 


1.    Confío en que sabré asumir la muerte después de muerto.
2.    A lo que temo no es a la muerte. Cuando llegue tendré que aceptar su mandato y lo mejor será darle la bienvenida y despedirme de la vida con amor. A lo que temo es al monstruo de la decrepitud; ésta no me ofrece descanso ni crecimiento ni amor, sino fatigas, deterioro, dependencia y dolor.
3.    Los familiares y amigos que mueren, en cuanto lo logran se vuelven los mayores ingratos: se olvidan totalmente de uno y de lo que uno hizo por ellos.
4.    Para aprender a recibir con gusto a la muerte, es conveniente ser capaces de percibir en el olor que suelta el zorrillo, el aroma de las flores del campo con que se nutrió.
5.    Me pesa el vacío. Me pesa la vida por el vacío que he dejado en todo aquello que pude, quise o debí haber hecho y no lo hice. Tal vez esto sea el mayor peso, dolor y arrepentimiento de lo que, no hecho, he hecho de mi vida.
6.    En el hospital para recibir la extremaunción: “Padre, no podré morir con mi conciencia tranquila, si no le confieso todo lo que no hice.”
7.    No puedo aceptar que la vida se acaba en definitiva con la muerte del cuerpo. Es una creencia irracional del racionalismo. Cuando se muere, todavía tiene uno mucho por conocer, por agradecer, por resolver, por amar, por aprender, por completar, por ayudar, por perdonar, por corregir y… por desquitarse.
 Insisto, Tibor, mi tío vampiro es, además de póstumo, autobiográfico. En el narra la vida del tío Tibor como si fuese propia. Y de la misma manera que el concluye su libro con un poema, el cual ya he citado, permítaseme concluir este comentario con el último verso del mismo: Muerte, dame aliento /para cantar tu llegada a mi vida. /Vida, dame al viento /para contar mi trayecto a la muerte. Agregar algo más sería un sacrilegio. 


Genaro González Licea 
Fotografía sin datar







HORACIO ESQUIVEL DUARTE, PINTOR ZACATECANO DE EXPRESIÓN ABSTRACTA E INTENSIDAD EN LOS COLORES


Genaro González Licea
Fotografía sin datar




A pesar de las espinas bajo mi piel,
Abracé los sueños que olvidé,
Y besé los recuerdos del ayer.

Lucía Esquivel Mercado,
del poema: sobre el tiempo.


Un acercamiento a su obra artística
Horacio Esquivel no es un pintor modesto ni de escasos recursos. Cuenta con esa personalidad artística que sólo se define en un espacio de libertad, en la expresión sin ataduras de los relieves y perspectivas de la vida y la naturaleza, en el lienzo, en la intimidad del trazo que despierta el color dormido, ausente a la vista de la sensibilidad común de las personas.

Es un pintor maduro que, contrario a lo que comúnmente acontece, aquilató su sensibilidad a través del tiempo. Persona madura ya, expresó en su obra artística su creatividad interior. Bocetos, acuarelas, oleos y su fotografía inconfundible lo comprueba. Con naturalidad y sin esfuerzo alguno las perspectivas y los relieves afloran de su pincel, en su composición artística. Me recuerda a Murillo. Se dice de él, Enrique Valdivieso para ser preciso, que fue hasta la madurez cuando su técnica fluyó “en el dibujo junto con una inmensa soltura en el manejo del pincel. Con estos perfeccionados recursos comenzó a plasmar bellas y armónicas figuras, de amable aspecto, que trascienden una vibrante y afectiva expresión espiritual”. 
En realidad yo diría que en Horacio la madurez artística ha sido su permanente compañera. Sus trazos articulados en el lienzo o en sus composiciones plásticas así lo indican. Es un acto de comunión, diálogo y lucha interna del artista que busca e intenta expresar su verdad verdadera. En él su mundo y creación artística, basto y complejo, surgió en el momento justo que debía de nacer, ni antes ni después. Se dio al articularse, en su interior único e irrepetible, su turbulencia compleja de forma y actitud de vida, historicidad y circunstancia. Fue en ese momento cuando un yo interior tomó el pincel para expresar su verdadero rostro en sombras grisáceas y colores densos. Calidad y pureza de una sensibilidad propia de aquel que sólo le ata su propia libertad. Los barcos, el desnudo morado, fantasmas en la mina, mina de edén, Zacatecas. Pueblo minero, por citar algunas obras, es más que elocuente. Agréguese, por supuesto, su excelente trabajo fotográfico que da cuenta de atardeceres, caminos, oleajes, el peso de la soledad del mar, rostros tejidos en el abandono, recreación de espacios, firmamentos, cántaros, lunas y soles. Todos ellos con un toque autónomo de creatividad y expresión estética. Vivacidad, brillo e intensidad de los colores, asoma, como firma, en su obra.
Sin embargo, hay algo más en su obra. En sus colores intensos a cualquier tipo de luz, en la luminosidad y resplandor de su creación artística, recoge el impresionante silencio de las sierras y llanos zacatecanos, de los campesinos que de su silencio viven. Colores serranos de maíz y pino, de tierra, piedra, agua y montaña. Rostros naturales de luz desnuda que muere y nace al atardecer. Se enrosca en la nada, en la soledad de un árbol, una sombra, un jarrón, un sombrero o un rebozo que cubre los colores de cañadas, ríos, matorrales e incluso del firmamento mismo y de las propias raíces de la tierra.
La sensibilidad de Horacio Esquivel está muy por encima de lo cotidiano. Cuenta con un lenguaje artístico propio de esos pintores que han adquirido una personalidad que les permite transitar, con libertad, múltiples horizontes de creación pictórica. La actividad creadora, diría Samuel Ramos, en su Filosofía de la vida artística, “no puede realizarse sino en un ambiente de libertad, que es, por consecuencia, una imperiosa condición para la existencia de la personalidad artística”. Admiro su amor a la naturaleza y su sinceridad para expresarla. Cualidades que para mí le proporcionan una peculiaridad estética a su arte y a la expresión de lo bello de ese arte. Le proporciona un toque mágico, único, inconfundible. Su sinceridad en la reconstrucción del objeto cobra evidencia en sí misma. En la perfección de sus trazos.
Es así como refuta a la naturaleza en aquella idea común referente a que los únicos trazos perfectos son aquellos que la propia naturaleza da, pues, la excepción se da cuando, como en el caso, él mismo se torna naturaleza. Dicho nuevamente en palabras de Samuel Ramos, “si hay una especie de actividad del espíritu en la que se puede decir que el objeto es creación del sujeto, esa actividad es el arte. Por eso no cabe admitir que el arte sea una mera imitación de la naturaleza”.
A todo esto, por supuesto, agréguese su trabajo, perseverancia y continua perfección técnica. Talleres en casa y fuera de ella. Admirable actitud de quien desde hace mucho sabe que no todo es sensibilidad en el arte. La técnica es un medio que permite materializar la actividad creadora. Trabajar, trabajar y trabajar, para llevar esa inspiración a la forma perfecta, diría Stefan Zweig, en los creadores. Pero, además, remarca, “la forma verdadera de la creación artística no es, pues, inspiración o trabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación más paciencia, deleite creador más tormento creador”.
De ninguna manera soy la persona indicada para calificar la obra del artista. Empero, permítaseme decir que la pintura de Horacio que más que de él es ahora mía, de mis ojos, de mi alma en el lienzo reflejada. Es una pintura que observé por horas. Su especial densidad, transparencia, sequedad petrificada, quietud y soledad de un objeto abandonado en la inmensidad del mar, del tiempo, del espacio, del infinito mismo. Es un lienzo donde la libertad de la pincelada nace desde lo más escondido del interior del alma, para dormir por siempre, como muerto en tumba, en una intimidad tan nuestra, tan propia, que solamente uno sabe su existencia y, a veces, ni uno sabe.
Efectivamente, me refiero a El ancla. El ancla que sobrevive al tiempo, que desde una perspectiva parece que se hunde y, desde otra, parece que flota entre el azul del mar inmenso y la carne arenosa del espacio y del infinito. Es el ancla que todos tenemos en nuestro interior. Es una pintura que marca la plena expresión de un estilo propio, presente ya en los pescados, los barcos, el pez petrificado y mi pintura al óleo. Es un principio de estilo sin retorno. Expresión abstracta de ver el mundo, la vida, la muerte, la intimidad humana.
El ancla, es una pintura de aparente sencillez. La envuelve, como mortaja, la inmovilidad del mar o tal vez del universo, espacio seco, petrificado, denso como el silencio que deja el olvido. Sin embargo, al mismo tiempo, una tenue luminosidad acompaña su quietud, de la misma manera que pequeños azueles acompañan el oxidado color que deja el abandono del abandonado. Sí, para mí El ancla describe la quietud y la muerte. El objeto que ligeramente descansa en un espacio indeterminado.
El ancla ¿descansa o se hunde, o simplemente está ahí, estática, frente a nosotros?, ¿el barco se fue o solamente ella está en el abandono del objeto abandonado? La respuesta no la sé. Tal vez la sienta con mucha nitidez un día. Lo cierto por ahora, es que el ancla solitaria integrada al vacío es una fuente de reflexión, es una imagen de silencio que nos remite a la soledad de nosotros mismos.
Solamente uno en su interior más íntimo sabe lo que encierra el ancla. Es algo que nos pertenece, hiere y entristece verla. Tal vez porque nos recuerda lo que un día dejamos o nos dejó. El ancla es una expresión enigmática que encierra un deseo casi humano de agarrase a algo. Es una sensación que nos lleva a un lugar donde nos hemos perdido, algo que ya no es nuestro y aun así nos pertenece. Un recuerdo, tal vez, que nos lleva a nuestro inconsciente, a nuestro andar pasajero y frágil en esta tierra. Ancla firme y sólida en la arena movediza del infinito mar del infinito.
El silencio se impone y da paso a la obra de Horacio Esquivel Duarte. Sensibilidad que desde la luminosidad zacatecana acompañará, por siempre, la historia de la expresión del arte.

Lluvia y destello de colores
Yo vi la luz entre los blancos populares. /Mi infancia fue un rectángulo de cal fresca, de viva cal con mi alegre solitaria sombra. Quizá este verso de Rafael Alberti, bien nos pudiera permitir un mejor acercamiento a los múltiples colores que acompañan, como flotando, el claroscuro musical que estalla en el alma del pintor Horacio Esquivel Duarte, Esquivelho como me gusta llamarlo.
Horacio tiene ya un lugar en la plástica mexicana, ni duda cabe. En sus lienzos está él de cuerpo entero, su brisa solitaria que llora en las sombras de luz y de vacío, su estilo y expresión artística que une el dolor del viento, el amarillo envejecido del viento, y el profundo tornasol de un crepúsculo escondido.
Está su expresión abstracta y su estallido del tiempo, la lluvia envuelta en un hechizo de arcilla que todo lo cubre y lo ve, es una lluvia que duele, que lastima, como luz caída a plomo en un hirviente medio día, como un silencio verdoso perdido en la montaña. Está, en fin, el sollozo del silencio temblando en la neblina, el negro calloso de la piel del espíritu minero, el agua llorosa que escurre entre la sombra, la dulzura del venero donde duerme la nostalgia de la luna, el agave reluciente de estar sobre la tierra, el azul olvido que acaricia las pupilas de la muerte.
Esquivelho crece y seguirá creciendo con el tiempo. Cada día descubre nuevas expresiones para dejar constancia de la maleza interior en que vivimos y, a la vez, estamos enterrados. Su libertad de búsqueda no se detiene nunca. Día a día su misma creatividad le lleva a romper convencionalismos carentes de sentido y, en contrapartida, a fortalecer la esencia de su arte. Ese arte que le distingue e identifica en su persona y personalidad: su llovizna de ese gris azuloso que abraza el dolor de la existencia, su bruma triste y peregrina, su tempestad de tonos y matices de una esperanza jaspeada de mañana, su salpicado de colores vivos, vivaces, como el vértigo de un atardecer caído sobre el agua.
Todo en él se agiganta, igual que el corazón del viento, que el explosivo manantial de sus múltiples colores. Es posible decir que, entre otras razones, ello se debe a que, para él, el inicio es solo una revelación, algo que le dice que ahí es el punto de partida, el instante que jamás regresará. Después vendrá la soledad, el artista frente a su propia concepción creadora, y al final, como un todo mágico, expresivo, abstracto, el surgimiento de un arte de vanguardia caminando junto a él, es él y su búsqueda permanente, infatigable, de encontrar la expresión sublime de las cosas, de la naturaleza de las cosas, del mundo, de la época que le tocó vivir. El arte emana de ahí, para crear un nuevo arte, en el caso, abstracto, con la armonía y equilibrio de la forma, los tonos y matices de colores.
En Horacio, el de la gota de lluvia y salpicado de colores, existe esa cualidad de ver y sentir que su pintura refleja su vida y su camino, su actividad plástica creadora. Su técnica está en el alma y en el trabajo del pincel hasta agotarlo. Su explosión interna revive en sus manos, a veces cae como gotas de lluvia abrazando el firmamento, otras como estallido de volcán y un aire pintado de  ceniza. Es el caso de un mundo paralelo, modernidad oxidada, creador de huracanes, y un mundo naranja con destellos azules y amarillos.
Hay otras donde un mundo petrificado nos revive la conciencia, sea un salmón, un gigante, un girasol o un pez café arenoso sonriéndole a la muerte, y otras más, donde un claro remanso expresa el vaivén de los verdes pastizales, el silencio del silencio, la serenidad del vacío contemplando el amanecer del mar, la tranquilidad del río jugando con el río, la quietud del rocío humedeciendo la esperanza de las hojas, de la tierra, del despertar del infinito en los ojos de una piedra, muda, estoica, mirando de frente el paso de los años, la inexistencia del tiempo. Ahí están las medusas doradas, playa canela y sus olas que esperan llorar sobre la arena, ondas de la mar, el festín de las gaviotas, golondrinas volando, las pencas de maguey, el verde colibrí unido a la paz de las palomas, los conos de Santa Mónica, y los molinos de viento cubiertos de parvadas que juegan a huir al firmamento.
En su pincel se expone claramente que el arte no es una línea recta, un peldaño sobre otro, es, más bien, la expresión de realidades y circunstancia de la vida, es movimiento, arte en movimiento, personalidad creadora. Naturaleza y realidad respirando al ritmo del pintor, a veces en forma tranquila, a veces exaltada, otras gritando y reclamando el exilio en que vivimos, la crisis y descomposición que vivimos de bosques, mares y desiertos, por la agresión humana desmedida. En cualquier caso, respira, está en movimiento. Muestra el tiempo de su tiempo.
Esquivelho es un pintor alejado de lo estático y convencional, es propuesta en movimiento, ese ha sido, me parece, su permanente estilo, su estilo depurado con los años, su forma de ser y ver el mundo en permanente e inagotable movimiento, de acuerdo al ritmo que late por sus venas. En su pincel, la forma corrugada de una cueva, de una mina, de un peñasco, del mar o el infinito, no es algo que nos lleve a descifrar, sino una expresión que nos lleva a sentir en libertad.
Su pintura es una expresión de libertad y su fuerza está en su creatividad ilimitada, en la observación detallada del momento y en el trabajo constante mediante el cual expresa sus revelaciones, martirios, tristezas, alegrías, equilibrios y armonías en los colores, sabiendo que, en realidad, éstos son un asomo de la sensibilidad humana. La mezcla de colores al interior de cada quien, la creación de tantos tonos de azules como de rojos o amarillos, dependerá, según mi parecer, de las manos que miran el alma del artista, pero, sobre todas las cosas, del trabajo y dedicación artística que éste tenga.
Nuestro pintor, lo dice su obra, es un hombre de trabajo. Ha estudiado muy bien el claroscuro, los colores interminables de la luz y de la sombra. Ha descubierto el tono y la nitidez del blanco escondido en la cal que nos sepulta, el negro tembloroso que tiñe con carbón el precipicio, la alegría del blanco y negro jugando de la mano, su risa, su sueño, su cansancio y su bostezo. Con su trabajo y creación artística ha logrado el equilibrio y armonía en los colores, la unidad de éstos y un estilo inconfundible en sus expresiones plásticas, estilo que, como ya dije, es, además de una técnica muy suya, un estilo de vida, una forma de ver e interpretar el mundo.
Sus estallidos y gotas de lluvia lo dicen todo. Sus colores suaves de tristeza abrazando la luz del día, sus piedras empalmadas lamiendo sus heridas, sus peñascos y caminos dejados en el árido sollozo del desierto. La pintura, igual que la poesía y toda creación artística, es, hasta donde veo, el reflejo del alma de las cosas, del artista mismo. Es una forma cotidiana de vivir envuelta en un lenguaje mágico. La vivacidad del arte, de la poesía, se diría, radica en eso.
Por lo mismo, el arte, igual que la palabra, se apaga cuando deja de ambular por los ojos que nos miran, cuando lo encadenamos al significado de un instante, el instante de la revelación, del inicio, del verbo. Ese sería el principio, no el fin. El arte y la palabra son veneros permanentes, racimos de colores que no se acaban nunca, son significados del devenir del infinito en plena libertad, expresiones, unas veces agridulces, como el alma del mar y de las olas mirándose a lo lejos, otras, llenas de ilusión y esperanza como el canto de una aurora teñida de palomas, como el aire que ríe y llora en la montaña, en la selva que moja los aromas del silencio, el eco dejado por viento. En resumidas cuentas, a mi entender, el arte y la palabra son la expresión viva del entorno, espacio y circunstancia, y trabajo, mucho trabajo.
Lo expuesto, una y otra vez lo confirmo en la obra de Esquivelho, veo, por ejemplo, las luciérnagas, el azul profundo de la oscuridad cercana, siluetas de árboles vigilando el silencio de su propia sombra, y miles de luciérnagas flotando como estrellas a mitad del firmamento. Sí, la danza de las luciérnagas son ilusiones en el tiempo, espacios mágicos de alegrías y tristezas, de recuerdos que flotan e iluminan lo que somos. Veo también su serie de arrecifes y corales, el clarear del alba hundida sobre el agua, el dormir del día en el hueco transparente de las manos, el mirar del arrecife extendido sobre el agua, agua cristalina y salada como el riachuelo que llegó desde unos ojos tristes, a las entrañas donde nace el mar. Los arrecifes y corales son un lienzo de colores mirando el reflejo de la luna, sonidos que se mecen en el agua e iluminan lo negro de las olas. Somos nosotros que bebemos en sigilo un sorbo de agua, esperanzas que flotan en un sol que al tocar el arrecife ya no duerme.
Difícilmente alguien igualará sus destellos de colores, sus revelaciones de sueños de cobalto y oro esperanzado, su color grisáceo evaporado, sus gotas de agua abrazando la nostalgia de un crepúsculo callado, el misterio del tiempo herido con el tiempo. Su fuerza creativa logra expresiones estéticas que lloran. Ahí está el café amarillento del peñasco, la cantera sollozando por los poros, el paisaje agavero mirando en silencio su amargura. Está el eucalipto respirando en la ilusión de sus colores, el naranja dolido del desierto con manchones de un verde carcomido, la granada reventando la ilusión del infinito, los niños Coras jugando en el río, y el chamán, que somos todos, envuelto en raíces de colores, en sueños de un árbol que se mece, en cantos de un girasol petrificado con lo negro de la luna.
Esquivelho es una turbulencia de imaginación creativa. En él los colores resucitan. El rojo puntillado vuela y ríe con el violeta y el turquesa derretido. El púrpura limpia los ojos de un naranja ilusionado, y los grises rezan al ver lo blanco de una nube perdida en el vacío. En él las expresiones son ventanas de esperanza, socavones, sin fin, de raíces de nopal creciendo en un verde hermanado con el ocre reseco de las lajas. Son voz de arcilla embravecida, piel minera que grita corrugada, ríos desconocidos que corren, sin saberlo, en nuestras venas. Es única y peculiar su forma de contemplar el devenir de la naturaleza, su comportamiento caprichoso, celestial, que ilumina a la vida y a la tenue despedida de un sueño moribundo, o de una flor que nace en la verde madreselva de un suspiro y otra que se extingue como un pueblo en las piedras del camino.
A la revelación, le acompaña, disculpen repetirlo, el trabajo constante de buscar nuevas perspectivas y relieves, formas destellantes de pintar, técnicas y caminos que comulguen con su alma alegre y triste, como el espíritu de un río olvidado por el agua, como el bosque mordiendo el abandono. Su paleta y su pincel son la expresión de su turbulencia de miles de colores que estallan en sus manos. Secretos en él no hay, solo pinceladas que interrogan día a día el aliento de infinitas formas y colores enlazados. Su don artístico se complementa con trabajo y necesidad constante de pintar. Lo divino es insuficiente en la pintura, en la poesía, cuando a ello no se incorpora el trabajo constante y permanente de pintar, la observación del comportamiento de las cosas, de los cirios de la muerte, de la vida y lo vivido.
Recuerdo aquí una idea que Vincent van Gogh le expresa a su hermano Theo: “se piensa que pintar es un don; y bien, es un don pero no como se lo figuran. Hay que utilizar las manos y hay que tomarlo —en tomarlo consiste la dificultad— en lugar de esperar a que se manifieste por sí mismo. Hay algo en ello, pero seguramente no como se lo imaginan. Si aprendes trabajando, pintando te haces pintor”. Y en otra parte agrega: “tengo los ojos fatigados todavía; pero en fin, tenía una idea en la cabeza y éste es el croquis. Siempre tela de 30. Esta vez es simplemente mi dormitorio; sólo que el color debe predominar aquí, dando con su simplificación un estilo más grande a las cosas y llegar a sugerir el reposo o el sueño en general. En fin, con la vista del cuadro debe descansar la cabeza o más bien la imaginación”. Finalmente, la idea del trabajo, sea este cual fuere, y estar de cuerpo entero en él, van Gogh lo relata así a su hermano Theo: “¿sabes que espero, cada vez que me pongo a tener esperanzas? que la familia sea para ti lo que es para mí la naturaleza, los montones de tierra, la hierba, el trigo amarillo, el aldeano, es decir, que encuentres en tu amor por la gente, no solamente de qué trabajar sino de qué consolarte y rehacerte cuando haya necesidad. …La vida pasa así, el tiempo no vuelve, pero yo encarnizo en mi trabajo, a causa justamente de saber que las ocasiones de trabajar no se repiten”.
            Esto es, hasta donde alcanzo a comprender, el alma del pintor y la pintura, el arte como trabajo creador que expresa el equilibrio de las cosas, el don de ver y pintar la esencia viviente de las cosas. Esquivelho está ahí, su fuerza creativa está de cuerpo entero en su pintura, en su trabajo artístico de colores infinitos, en sus perspectivas y relieves que solo se asoman cuando se ama de verdad lo que se hace y en ello se vive cada instante. Lo digo una vez más, en el arte de Horacio está su esperanza de ser y transformarse, de rehacerse cada día. Está el amor de un trabajo que calma el torbellino interno que le rasga el alma y las arterias, está su huella, su armonía y su equilibrio, consigo mismo y con su entorno, viviente, dinámico, cambiante.
            Técnicas de infinidad de colores se rinden al torbellino pensante de sus manos. Acuarela, óleo, óleo sobre tela o sobre acrílico, acrílicos sobre papel, hojas doradas, plateadas o blancas, un lápiz, una paleta, un pincel, un caballete. Técnicas únicas o mixtas, técnicas que se sujetan a la creatividad del artista, a sus destellos de fuego, de lluvia cálida o gritando. Sería complicado efectuar aquí una descripción de la técnica utilizada en cada cuadro, no es la intención ahora, más bien es mostrar cómo se extiende ésta en sus lienzos, acuarelas y figuras que estallan en sus manos y, sobre todo, mostrar el lenguaje sublime generado, la huella de identidad lograda y la expresión a la cual nos remite la textura de su obra.
            En Esquivelho las luces nacen de la nada, del silencio mismo donde su propio resplandor camina. Pienso en némesis, en esa fuerza rojiza que se junta con un canto azuloso que no existe, con un suspiro de jade que se aleja en la negrura, con un mundo mágico, amarillento, que flota en el vientre de lo oscuro, en la nada que nos cubre con la nada. Mémesis es la rebelión del aquí y ahora, la búsqueda y el encuentro del instante de un mundo reluciente más allá del vacío del universo. Es su sueño en nuestro sueño, son las miles de figuras, blancas y doradas buscando, siempre buscando, la pureza del ser que somos o nos negamos ser.
En Horacio, el óleo sobre tela es un espacio donde ya no hay sepultura, es el firmamento caído en aguacero de gotas amarillas, azules o doradas. Festejo de lágrimas perdidas, sentimientos que se van y dejan encallado el peso del olvido, solo, tan solo como una barca, la barca del olvido. Es un espacio de libertad. Recuerdo aquí las velas y las balsas, la claridad de las velas y las balsas que duermen a la orilla del mar, entre las mansas olas que no vuelven y la arena que jamás conocerán. Al fondo el azul del firmamento y su tranquilo reflejo en la amplitud del mar, el horizonte que languidece entre un blanco que en silencio se evapora, y el frío grisáceo de una brisa que no cesa, pero todo es libertad, remanso de soledad, de soledad envuelta en libertad. La libertad interna que siempre le acompaña.
El óleo, el lienzo, la hoja en blanco o revestida de plata u oro, son los puntos de comunión donde la creatividad de nuestro pintor toca los límites del arte. Son espacios donde las figuras adquieren un sentido propio, están ahí, adheridas a la profundidad del tiempo, a la pureza azulosa del andar de su camino. Fue así, se diría, como encontró los gestos y ademanes de las piedras mineras y sus llorosos dorados incrustados, las hojas buscando la tumba de una rama sepultada, el agua humedeciendo el seco recuerdo de una llaga. Son sus ojos los que escuchan los colores y sonidos, los detalles, insisto, tan a la vista de todos y, sin embargo, nadie más que él los ve. Quizá de ahí su deseo y necesidad de pintar esas revelaciones muy suyas.
Ya parece que veo estallar los colores en sus manos, como un volcán deseoso de por siempre estar vacío. El blanco lo veo reposar igual que un niño, el verde sobre el viento y arenosos azules extendidos, surge así la mina de sal y de cobalto, después, por mencionar algunos: mina del bote, otoño, cantera zacatecana, azul profundo, granada, pila bautismal del siglo VI, tempestad en el desierto, el pez remo, y naturaleza que agoniza. Su imaginación es infinita, parecería que nace de una tierra mágica, de universos donde crecen pastizales y espinos escondidos. Así es el misterio de la creación envuelta en arte. Nada le detiene ya, ni el grito de la brisa, ni el suspiro de la piedra o el cenizo sollozo de una tarde que despide el resplandor del día.
En el mundo de Esquivelho los colores son un todo maniatado. La brisa y la neblina están en lo blanco del recuerdo y del olvido. El suspiro del azul redondea la perspectiva y el relieve, ilumina el contorno de lo blanco trenzado con lo negro de unos árboles clavados en una sombra que no existe. En él los colores son un canto imaginario, una hoguera extendida entre los dedos, un pincel doblegado en su lamento. Son sueños desbordados, naturaleza sedienta de encontrarse, latidos de un recuerdo violeta que se ha ido. En él los colores son reflejos que se asoman a lo lejos. El rojo cae mirándose en lo oscuro, el verde tiembla en los destellos amarillos bailando en la espesura.
Dentro de esta desnudez hay un azul olvido que llora si me mira, un vacío sembrado de luces y de sombras, un silencio deshecho entre los ojos, un rocío que descubre el calor que me cobija, una línea invisible que marca lo frágil de la muerte, un blanco suave y ligero que tiñe la nostalgia de las nubes, un abismo de múltiples raíces gritando en un vientre sepultado.
            Toda una turbulencia interna, una experiencia a lo largo del camino, todo está en su obra, y es ésta la única que ha instalado al pintor jerezano de la fuerza destellante de colores, en la historia de un arte contemporáneo que renace. Esquivelho y su actuación creadora traduciendo la fuerza que anida en las heridas, en los gritos y en los llantos, en las alegrías y en las tristezas de la vida, de la muerte, de la naturaleza y del tiempo, del estallido de la naturaleza y del tiempo, del mundo, del ser viviente y de las cosas.
Esquivelho, el gran traductor de ese todo complejo, inmenso, divino, misterioso y eterno, que crea sus propias composiciones de arte. Esquivelho, el de la sensibilidad creadora que descendió a las grietas del sueño, del silencio y de la nada, y trajo entre sus manos el verde turquesa que riega las montañas, el rojo naranja que tiñe el dolor del mar y el recuerdo poroso de las olas, el dulce claroscuro que brilla en el blanco calloso de las nubes, en la nostalgia amarillenta de las flores. Trajo el color ocre mineral que acompaña la vida y lo vivido y el purpura que reza el misterio grisáceo de la muerte. Trajo la voz de una naturaleza que agoniza, el azul olvido de una lluvia que nos mira y nos cobija.
Así, al invaluable venero de artistas zacatecanos que descendieron al claroscuro del lienzo, del papel o la palabra, para forjar esta conciencia y esta voz del arte que tenemos, se agrega, como peñasco hundido más allá del tiempo, del viento y la ladera, Horacio Esquivel Duarte con su estallido de colores y su llovizna permanente que nos mira y nos abraza. Esquivelho estará ahí, por siempre, para hundirnos en los destellos oscuros de luces y sombras en nosotros enterradas y, al mismo tiempo, para recordarnos, en fin, que la estética natural brota de las piedras, ríos y montañas, árboles, peñascos y del silencio de uno mismo que, se diría, tenemos olvidado.


Fotografía de Ingrid L. González Díaz

La primera parte de este escrito: un acercamiento a su obra artística, se publicó en el año 2014, 
en tanto que, la segunda, lluvia y destello de colores, en el año de 2020






OTTO RENÉ CASTILLO, UN CANTO DE ESPERANZA Y LIBERTAD

Genaro González Licea
Fotografía sin datar 


Me voy
pero no te preocupes
si antes del otoñó
no he vuelto todavía.

Otto René Castillo


Vámonos patria a caminar es, quizá, el poema más conocido de Otto René Castillo. Es un canto de libertad y comunión, es la esperanza del nuevo amanecer de un pueblo hundido en la pobreza. Es un canto amoroso y tierno a la selva, al campo verde, a la llanura seca, al obrero y a la gente que va “cargando la esperanza por los caminos del alba (…). La que marcha con un niño de maíz entre los brazos”. América Latina canta este poema en sus entrañas, es su casa y su cobijo, su silencio dormido en las montañas. Es, además, el sabor biográfico más puro de este poeta guatemalteco nacido en Quezaltenango el 25 de abril de 1936, revolucionario todo él, integrante de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) en su país, responsable de educar en la línea de batalla. Fue capturado en Sierra de las Minas y, según las crónicas, torturado y quemado vivo en Zacapa, Guatemala, en marzo de 1967: “Vámonos patria a caminar, yo te acompaño. /Yo bajaré los abismos que me digas. /Yo beberé tus cálices amargos. /Yo me quedaré ciego para que tengas ojos. /Yo me quedaré sin voz para que tú cantes. /Yo he de morir para que tú no mueras, para que emerja tu rostro flameando al horizonte / de cada flor que nazca de mis huesos”.
Después aparecieron los reconocimientos al guerrillero y al poeta, los “perdones” del Estado, la develación de bustos y estatuas, su nombre en alguna calle, escuela o concurso literario, el “caravaneo” en su natalicio y en su muerte, o cuando la patria, dado el caso, rebase el dolor de su tristeza. Qué bien que nuestro poeta sea recordado por su patria y la literatura en los cuatro puntos cardinales, sin embargo, eso no lo es todo, por ejemplo, cito las palabras de Patrice Castillo, hijo del poeta, en una entrevista que le hizo un periódico guatemalteco, Diario de Centro América, La Revista, No. 87, año II, abril de 2010, titulada: ”en cierta manera, me siento víctima del conflicto armado interno”, él dice, estimo que con justa razón, “hay que asumir la responsabilidad y cumplir las leyes en todos los casos, incluido el de mi papá. Por ejemplo, ahora que he estado en Zacapa, donde murió mi padre, hablando con la gente, me contaron que conocen cinco lugares donde hay personas enterradas, parientes suyos. Nadie se encarga de eso. Falta mucho que hacer y no importa los años que hayan pasado”.
Efectivamente, falta mucho por hacer, entre tanto, Otto René crece cada día más en la sangre subterránea de la gente. La pobreza, injusticia e indignación de miles de indígenas, obreros, campesinos y pueblos marginados, siguen rezando, en la clandestinidad, sus poemas, su canto de esperanza de vivir en libertad, su deseo y aliento de transitar con dignidad por estos llanos y caminos donde andamos. “Compañeros míos —nos dice en viudo de mundo, poemas, La Habana, Casas de las Américas—, yo cumplo mi papel luchando con lo mejor que tengo. Qué lástima que tuviera vida tan pequeña, para tragedia tan grande y para tanto trabajo. No me apena dejaros. Con vosotros queda mi esperanza”.
De ninguna manera es azaroso que su fuerza poética cada mañana se agigante, igual que su reclamo y compromiso social, su voz revolucionaria pegada en la piel de la vida cotidiana y en las letras de nuestro tiempo. Otto René está más vigente que nunca. No es y espero que nunca sea, el guerrillero, el poeta inmortalizado como fósil atrapado en una piedra y, con ello, un poeta que, por alguna razón, no se quiere que su sangre y su palabra corran más por el alma de la gente, o para mesurar las cosas, se quiere que fluyan de distinta manera: mansa y castradamente en los ríos de la historia.
Voces autorizadas, como la de Roque Daltón, Luis Cardoza y Aragón, y tantos y tantos poetas y escritores independientes, se han pronunciado ya sobre la expresión literaria y guerrillera del poeta (lo cual merece todo mi reconocimiento, pues a la obra conocida del poeta, está el sinnúmero de escritos que distribuyó en la clandestinidad y, todo indica, que ahí siguen) y, más aún, de su incuestionable significado en la lucha revolucionaria guatemalteca. Sobre esto último véanse los registros, entre otros, de las Fuerzas Armadas Rebeldes y la incorporación, por parte del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), del nombre del poeta en uno de sus frentes, el urbano, por supuesto, me refiero al Frente Guerrillero Otto René Castillo.
En lo personal, estas líneas son un abrazo de gratitud y respeto a Otto René Castillo, a él como persona, a su poesía cargada de esperanza y contenido social. Al margen de la diferencia que pueda tener por su forma de lucha, por su camino a seguir para frenar la desigualdad social y lograr espacios reales de libertad, temas centrales que le atormentaron de día y de noche, de él guardaré siempre, tanto su congruencia entre su forma de pensar y actuar en la vida diaria, lo cual, en la práctica, no se logra fácilmente, como su sencillez y calidad humana que acompaña, sin dobleces, la fuerza ética y moral de su palabra, de su poesía militante que aún perdura.
Poesía que se aleja del discurso poético del grito y del templete, de la evocación idealizada que no observa, en realidad, un cielo grisáceo colmado de imposibles. Con él entendí que en una sociedad tan concreta, como el pan de cada día, el poeta se debe preguntar sobre cuál debe ser su participación real, viable y contundente, en esa sociedad en la que vive. La poesía a la altura de las circunstancias, la poesía desde la realidad para la realidad. Nada fácil es hacer del tiempo y espacio un todo poético, una poesía militante: “Lo más hermoso /para los que han combatido /su vida entera, /es llegar al final y decir: /creíamos en el hombre y la vida /y la vida y el hombre /jamás nos defraudaron. /Así son ellos ganados para el pueblo. /Así surge la eternidad del ejemplo. /No porque combatieron una parte de su vida, /sino porque combatieron todos los días de su vida. /Sólo así llegan los hombres a ser hombres: /combatiendo día y noche por ser hombres. /Entonces, el pueblo abre sus ríos más hondos /y los mezcla para siempre con sus aguas. /Así son ellos, encendidas lejanías. /Por eso habitan hondamente el corazón del ejemplo”.
Agréguese a ello lo que hace poéticamente Otto René Castillo con esa congruencia y comportamiento revolucionario, con esa conciencia y sensibilidad social, con ese amor a su patria peregrina: “Mi patria camina /por el mundo. /Ella no ha vuelto /aún hasta su choza, /sus pasos roen la cresta /primitiva del planeta, /suelen caer desde el tiempo /sus pisadas sobre el agua, /por encima de lágrimas camina /en busca de sus hijos /la gran descalza peregrina”.
Su poesía cala hondo en todo aquel que se acerque a ella. Su fuerza poética está en su compromiso y conciencia social. Su palabra es sencilla, amorosamente humana y social por excelencia. En ella exhibe una conciencia libertaria, un amor a la vida, a la patria, a las personas que transitan por los valles y los campos, por las calles y los andamios de la vida para ganarse el pan del día. “Atados vamos /a la mañana /que viene /con un lucero /rojo /en los cabellos. /Nos duele /la vida presente, /pero nos gusta /lo dulce de sus ojos, /lo claro de su risa”.
Es la palabra de un ser humano herido por la injusticia y desigualdad social que impera en Guatemala, en Centroamérica, por mencionar la región del poeta, porque en realidad le atormentaba la desigualdad del mundo. El fusil más fuerte de Otro René Castillo era la pluma y visión de mundo que tenía, su poesía militante. Las manos rayadas por las púas del duro entrenamiento guerrillero, de ninguna manera son requisito indispensable para ser un verdadero y real revolucionario, muchos menos un poeta. Otto René fue, antes que nada y por sobre todas las cosas, un escritor, un poeta y dramaturgo, dentro y fuera del campo de batalla, que acudió a la guerrilla con su canto como instrumento de lucha.
Un canto que fue suyo y de nadie más. Un canto que nace del alma del pueblo para el pueblo. Es un acto de indignación por tanta inequidad social y la presencia inflexible del Estado. Él sabía muy bien que su papel en la lucha guerrillera era estar inmerso en ella con su tinta cargada de esperanza. Miles de sus escritos latieron por las selvas y las casas de campaña, eran de él y de nadie más. Él era el Antonino deseoso de luchar por los esclavos al lado de Espartaco, quién, él mismo expone en su poema, le dice: “enséñanos mejor tu canto, Antonino, luchar lo puede hacer cualquiera, pero nadie como tú, para hacer de las palabras las alondras azules que tanto necesitan aún nuestros hermanos. Antonino respondió: las aves de más dulce canto, Espartaco, defienden su libertad también con garras”. Y es así como Otto René, el poeta, subió a la montaña a defender su canto y congruencia consigo mismo, y ahí dormir, para siempre, como el más bello verano de aquel tiempo, que es nuestro tiempo ahora: “Estoy seguro. /Mañana, otros poetas buscarán /el amor y las  palabras dormidas /en la lluvia”.
Su voz ahora es nuestra, es la voz que busca la libertad perdida, el canto que recoge la sequedad del campo, el dolor del humillado jornalero, el amor de sí mismo al lado de su amada. Su poesía es una expresión amorosa que recoge la voz del humillado por una dictadura militar y el grupo social que la sostiene. Es la libertad del viento que ama el sonar del mar sin ataduras.
Otto René subió a la montaña para morir, y él lo sabía. Su poesía, sin embargo, como lo expresa Luis Cardoza y Aragón en su libro El río: novela de caballerías, “no vale por haber subido a la montaña y por su asesinato. Vale por sí misma. Obra de amor, de ira y de entusiasmo. Su pluma da razón al fusil. El fusil es su pluma desesperada de las palabras”. En él, por lo mismo, no hay ni habrá rostro melancólico, tampoco un icono que vende y vende su imagen sepultada al lado de un pueblo empobrecido. Otto René será por siempre un hombre sencillo, muy humano y amoroso, que caminará como sombra en nuestros pasos.
El punto final debería ser aquí, empero, hay un poema de Otto René Castillo, el gran estafado, en el cual, a mí parecer, se conjuga su sensibilidad y amor a la vida, a la mujer amada, a la tierra envuelta en lejanía, al exilio de uno mismo y a lo incompleto que somos como somos. Con algunos fragmentos de dicho poema, concluyo éste mi reconocimiento a su poesía: “Uno se pierde, /a veces, /en el fondo /de una mujer /y no vuelve /a encontrarse /jamás. /Uno se marcha /luego por el mundo /incompleto de sí, /completo solo de su silencio. /A veces, /en un bar, /tomando coñac /y oyendo /tristes blues, /se acerca alguien /que nos recuerda /a la mujer /donde nos hemos /perdido. /Y su compañía /nos deja más solos /que nunca. /(…)/Uno se sale /por la puerta de fondo, /porque se considera /el gran estafado, /cuando en realidad /solo se ha perdido /en el fondo complejo /de una mujer, /que ni siguiera /se ha ido, /sino que sólo /nos ha dejado marchar”.


Genaro González Licea
Fotografía sin datar  

Caloclica, Ciudad de México, octubre de 2019.