Arturo Guzmán Romano,
el poeta del silencio y la tristeza
Extraviado ante lo cotidiano,
se nos olvida nuestra propia muerte.
Arturo Guzmán Romano
Fragua y presagios
Pocas veces se dedica un libro “a los amigos idos, pero no ausentes”, “a la amistad, con agradecimiento”. Este abrigo de hermandad y comunión, de amoroso afecto y gratitud, fue la llave para entrar a la obra poética de Arturo Guzmán Romano, poeta nada convencional, sencillo todo él y hondo en su decir, de expresión elaborada, meditada y destilada en el silencio, en la soledad del día y de la vida, en lo fresco del sereno, en el triste atardecer que acompaña el velo de la luna, y en la adversidad y calidez del tiempo: luz y sombra que, como él mismo señala, “siempre se renueva cuando avanza en su paso de telúrico ritmo y hace brotar retoños o desecha los árboles ya viejos”. El tiempo, ese “yo inasible y pasajero”, donde aparece la revelación del instante, la esencia de estar por un momento vivos: “hoy, cuando apenas llego, ya me voy”.
La poesía de Arturo Guzmán está lejos
de ser palabra almidonada, de encajes y olanes, mucho menos palabra impostada
en voz ajena o panfleto sacado de la hoguera. Su lírica es, por el contrario, un
manantial de múltiples destellos, metáforas de barro de un tono inconfundible, lágrimas
muy hondas y sinceras que corren buscando su sendero, espinas que duelen al
leerlas, llagas escondidas que invitan a meditar las huellas olvidadas al paso del
camino.
Sus
versos son peñascos de noche y día, soledad, silencio y una suave tristeza que
nos mira. Son la expresión de un ser sin ataduras, de un alma que camina en
libertad, vaivén de un viento sutil muy suyo y, al mismo tiempo, de un alma de canto
colectivo: amor al otro que es al mismo tiempo uno y duele si se olvida.
El
otro, sí, el otro, siempre está presente en él, recoge su quejido, nuestro
quejido que tantas veces queda afuera. Rechazarlo es rechazarnos, vivir en permanente
desencuentro, en la ciega insolencia de vagar siempre marginados. Ante tanta
insolencia, nos dice Arturo, “sólo queda la fe del levantarse,/ sembrar entre
confluencias constructivas,/ la prodigiosa unión con logros para todos,/ suelo fértil
del hoy para el mañana:/ confiar en que es posible crear el mundo”. Nada que
agregar, su palabra es trasparente como el agua.
Y es así como asoma su humanismo y retoma
la esperanza, la alegría de construir un mañana sin miedo ni egoísmo, de vivir
y enfrentar lo adverso del camino. Esta mañana, nos dice, amanecí contento: “sentí
que era posible levantar esa piedra, la otra y hasta aquella”, “al fin y al
cabo, lo humano siempre lleva su espíritu arquitecto”. Inconforme con lo dicho,
extiende sus manos a los cuatro vientos con esa sinceridad y sencillez que
marca su poesía: “este amanecer disfruto mucho el poder platicarlo. Saber que
hay un amigo que levante la casa de otro amigo”.
Esperanza
y coraje ante lo adverso es el grito del poeta, fuerza personal y colectiva para
rehacer el paso, voluntad de seguir mirando al otro, de raíz y sin dobleces, y
así poder un día “acabar las corruptas estructuras que separan al yo del otro
yo; las palabras falseadas”, que tanto y tanto duelen.
La fuerza de su canto repica en lo profundo,
su humanismo nos hace vibrar hasta los huesos, nos lleva a contemplar el rostro
que somos y no somos, al reencuentro con uno mismo, y al tú por tú con la memoria
de vivencias y raíces, realidades y deseos de amor y piedra, sereno reencuentro
con el propio ser del ser unificado, con la palabra de jade en otros tiempos construida:
energía que, como él señala, “ha rodado por siglos acumulando el sueño
prometeico”, la voz, su voz, mi voz, las voces del mundo: “senderos abiertos cuando
no hay luces encendidas ni parecen cercanas soluciones concretas”.
Nadie escapa al sonido que dejan sus
palabras, al manantial interior donde renacen las huellas del camino, agudo
cincel que labra el olor de las palabras, su textura, su color, sus secretos
que, incluso, nadie sabe, son instantes, misterios, intuiciones y presagios. Han
de saber, nos dice, que “en el río de palabras nacidas desde dentro un ritmo propio
impulsa los sentidos que logran cauce a base de escucharlos, sin perder el
mensaje que siempre cala fuerte”.
Y vaya si cala hondo la palabra de un
poeta como él que muestra el dolor y el desconcierto del tiempo que vivimos,
los múltiples sonidos de la vida cotidiana, la tristeza de ver lo que aquí
ocurre: “la subversión del ser contra sí mismo, la destrucción del hombre por
el hombre”, la cada vez más profunda lejanía de la dignidad humana, el individualismo
posesivo del yo primero y después tú, sin el nosotros. Desquicio desenfrenado que
el poeta de “Fragua y presagios” evidencia al sentir su soledad y la ausencia
del otro en uno: “desterrado, vagabundo ausente,/ deambulo por un yo que no es
mío./ La violencia reinante circunscribe los pasos./ Se es muy frágil cuando no
hay caminos/ y el horizonte turbio es impreciso./ Herido el canto,/ la
recuperación es muchedumbre de silencios/ entre golpes de ritmos dolorosos,/
voces de fines últimos, llanto ancestral./ La realidad resquebrajada. Voces
opuestas, incertidumbres, dudas/ espejismos sin nombre, desatinos,/ ahí donde
se juntan todos los yo existentes”.
Sus
versos son, ni duda cabe, tierra fértil para sembrar vida y esperanza, hojas
que caen y se levantan como flores, como rostros heridos con todo y su dolor. Son
destellos de luz que algo dejarán por siempre, pues su destino es germinar con
el viento sin importar la tristeza del sol o, retomo su propia voz, “lo opacado
del día por no sé qué esperanza o solitario augurio de flor ensombrecida”.
El
poeta está de pie, ubica las piedras del camino, “más me valdría no hablar”, se
dice, y “dejar en seco todo el abandono, refrendar el olvido desde este estéril
despertar a tientas”. Sin embargo no claudica y entonces estremece con su grito:
“emprendo a rastras de ánimo el cambio: reconstruyo los trozos de esperanza”.
Sabe que en el fondo no está solo, que muchas almas comulgarán en su camino,
buscarán, igual que él, el rostro de la aurora, llegar temprano al nuevo día, “con
la palabra más hermosa” y “conmoverlo desde que amanezca,/ para que desparrame/
sus colores más íntimos/ y desprenda sus ritmos/ de música inefable, (…) racimos
de emociones/ que den sentido al paso de las horas”.
La
hermandad se hace presente en el poeta, buscará el nosotros unido al yo, a rastras
sí, pero con aire libertario, sin miedo de transitar por las calles de uno
mismo y actuar con el otro en libertad: “es gigantesco el miedo del hombre silenciado.
Las ciudades sangrientas se consumen por un trozo de arcilla y ciegas multitudes
le lloran a la luna”. Su canto vislumbra sin temores la esperanza de encontrar y
construir un ser distinto. Y es justo que así sea, pues, en realidad nuestro
legado, otra vez retomo su palabra, “ha sido el desconcierto,/ el deambular por
siempre/ con la impresión de haber perdido todo/ y de apenas salvar una
esperanza./ Quizá debiéramos romper nuestra tristeza,/ crear en un canto la
dimensión del mundo;/ recordar que la vida es equilibrio/ y que hay un millón de
años por delante”.
Arturo,
nuestro poeta Arturo, de esta manera nos exhorta a romper las ataduras –internas
y comunales–, las vergüenzas y las penas de ser otro sin ser uno. Hay que
vernos a los ojos y asomarnos con nuestra fuerza en la grandeza y nuevamente,
como él mismo lo señala: “respirar con los dioses cotidianos,/ respetar el
orgullo de la piedra,/ caminar entre hermanos…/ ser capaz de tomarme la
palabra/ brincando entre los charcos de tus ojos./ Sólo que tengo pena;/ tengo
un canto de siglos destrozado,/ tengo el mundo en un vómito de guerra/ con toda
su niñez hecha miseria”.
Su
fuerza se agiganta al hundir su pena en nuestra pena y ofrecer disculpas por amar
y amarnos con toda su violencia, “y por tanto silencio” y, además, por quitarnos
el tiempo: “mas sucede/ que los niños neuróticos del mundo/ —están tan ocupados—/
se comen las angustias que les damos/ de una sola tajada/ y ya todos los niños
van cayendo…/ Pido a todos/ por la sangre,/ que ya es insoportable en tantas
calles;/ por esta desazón que no se encuentra,/ por este hombre perruno envilecido/
que no encuentra su nombre en ningún parque/ de todas estas cárceles”.
Su
canto penetra el alma y nos conmueve, más aún al tener la fuerza de confesarle a
todos, a los poetas en particular: “mis hermanos:/ guardé el dolor, guardé el
llanto./ Sombra, desconcierto, sorda lucha./ Golpeteo que ha ocultado los
fugaces instantes de luz./ Guardé el amor. (…) ¿Y la palabra?/ ¿La luz de la
palabra?/ Viejo ya hoy,/ la siento, la percibo, la oigo./ Poetas, mis hermanos”.
Asombra
la sencillez y sinceridad de Arturo Guzmán Romano, el poeta de “Poemas del
silencio y otros poemas (antología 1958-2014)”, sus versos nos deslumbran,
me deslumbran, dejan fuera de duda su humanismo, su amor a la vida y al otro
que está afuera, que siempre se ha tenido afuera. Asombra su esperanza y deseo
de comunión para andar el día, sin miedos ni violencia, ni barbarie escondida
en los escombros y estructuras sociales deformadas.
Nos
pide que hagamos un alto en el camino y busquemos la luz interna que ha estado
adormecida, la luz del sol y de la luna, lo fresco del agua y del silencio que se
oculta con la noche y sigue buscando en la mañana, buscando, siempre buscando
el cauce del resplandor de la existencia: “detente, tú que pasas por mis días”,
nos dice, y “deja que te confíe/ el andar azorado, esta torpeza para ser que cargo./
Este agosto terrible se repite/ tratado de aprender/ aquellas cosas que sonaban
tan sencillas/ como amar, respetarse, construir, o asuntos mayormente
imposibles/ como el otro, los demás, los fragmentos de patria”. Detente, nos
repite en sus poemas, que a este mundo que nos dejan y dejamos “le hace falta
el amor. La verdad de dos seres en conjunción entera”.
Es
así como la lírica del poeta retoma el presente envuelto en tiempos idos, en trozos
de esperanza y raíces muy nuestras que han sido abandonadas: “florecerás humana
jacaranda”, nos habla desde el fondo de su entraña y, sin soltar medio respiro,
nos deja esta promesa: “prometo regalar a los que vienen el volver a creer en ellos
mismos”. Así es su grito, su llanto y su palabra en pro del ser humano y de las
flores, de los árboles y el agua, del ir y venir del tiempo. Así es su forma de
llevarnos a contemplar la oscuridad para después seguir los presagios de un instante
de esperanza, vivacidad de luz que nos lleve a sentir que no todo se ha perdido,
pues él sabe muy bien que “la plenitud de la luz está en la chispa de cada
canto nuevo”, y el hombre es canto.
Es
muy bella la forma como Guzmán Romano se dirige a la naturaleza, a la
jacaranda, al mar o al ser humano, a su padre o a las hojas, al otro que es al
mismo tiempo uno. Lo hace con tanta sutileza que, al hacerlo, nos lleva a
contemplar la historia que dejamos, el rostro colgado que cargamos, el silencio
“que hace sereno el caminar del mundo” atado a la esperanza, pues, a fin de
cuentas, el silencio “es un vestigio de esperanza”, un sendero que corre como
el agua, un murmullo de voz que empapa el alma, el desamparo del ser y el
desconsuelo.
Y ya que mencioné a su padre, ¡qué hermosa
la expresión de Arturo al dirigirse a él! Conmueve, me conmueve, el amoroso
recuerdo de su padre, su diálogo tan íntimo que asoma para vivir en paz entre
sus brazos. Es cierto que la memoria de su padre es personal, sí, es cierto, pero
también es colectiva, un sentir que tenemos todos. Amar de cerca y después a la
distancia. Amor reconstruido en mar profundo al empezar a caminar con propios
pasos, amor agridulce de raíz de piedra, de recuerdo amoroso de un río que
alimentó las sienes y el camino terroso que cruzamos, es ese recuento necesario
para quedar en paz. Contemplo, le dice el poeta a su padre, “tu horizonte de
angustias, acusado de ti, por ti, en el fondo tan bueno”, y agrega: labraste tu
“destino con servir a tu gente (…) mas te sigo queriendo y, en el fondo, lo
sabes”.
La
pureza de ver al otro con el tiempo en uno. Aceptar al ser para aceptarse al mismo
tiempo uno, como uno es, como somos, sin rencores ni jerarquías, igual que dos
almas que se abrazan al encontrarse en el camino y en silencio se despiden para
no olvidarse nunca más. Es así como en el fondo, se diría, nuestro poeta guardará,
y desea que guardemos, la memoria de un padre triste y sonriente al ver a un
hijo levantarse por sí mismo, igual que un árbol de hondas raíces compartidas: “energía
latiendo,/ fluir inexorable entre luces y sombras,/ cadencioso dictado de los
seres vivientes”. El árbol, el padre, la nobleza de ambos que fortalecen “su presencia
con los años/ en tanto prolifera su ramaje: verdores envolventes/ hasta alcanzar
cada vez más alturas”.
Efectivamente,
nuestro poeta, ama la sencillez del ser. Ve la esencia de las piedras y del
viento, del agua y el aroma de las flores, de la flor de buganvilia en particular,
donde, por cierto, ha depositado “recuerdos que hoy florecen”. Y vaya manera de
decirnos sus recuerdos: “es tan suave el aroma de esta flor, como la evocación
de los besos más niños”, y continúa: “sus fogosos colores encienden las
pasiones de noches escondidas, mientras que su trepar incontenible fortifica
mis días y los alegra”. He aquí, nuevamente, la plenitud y el esplendor del
amor, del amor al ser humano y a las buganvilias que “con gran facilidad
florecen. Se abren a la vida. Con una sencillez inagotable crecen a plenitud en
cualquier parte. Un pedazo de tierra es suficiente”.
Es verdad, de la misma forma, sincera y
trasparente, con la cual le habla a la buganvilia, así también le habla a lo
cotidiano de la vida, a la vejez, a la muerte, al sol trotando por la tarde y la
aurora temblando en el rocío. Incluso le habla al amor mismo, amor casi
invisible que en todo se va dando “asombrado de tanto ser sin ser que lo cobije”,
“raro amor que se quema en donde quema, pues ya no queda voz ni queda oído más
que tu fuerte ruido de campana y una voz y otra voz y la voz de pronto humana”.
Así le habla, en fin, a la naturaleza del ser, a su misterio y esplendor, a los
amigos y a las calles, al hombre que “deja el polvo de sus manos, y la senda
del mundo es un murmullo”, a la música y a la guitarra, que en sí misma es vida
entera: “a veces las guitarras de domingo me dan pena. No saben que tú eres la
guitarra del lunes para siempre”.
La guitarra, y en ella la revelación del
silencio y del verbo. Más allá del verbo está el silencio, enfatiza con esa sencillez
muy suya el autor de “Poemas de tu abrupta ternura”, nuestro autor, “más
allá de la luz”, en el principio del principio, el grito del silencio, la voz
del aire y del agua, de la luz y la sombra.
“Y
el grito se hizo piedra”, y la noche canto y estallido, llanto y brisa,
palabra, vida, muerte y vacío: “siete notas día y noche, noche y día, por
millones de años, millones de universos”. Siete notas con ritmo, “madera del
amor con su misterio trasgresor e hiriente”, el grito del silencio, el “grito audaz
de montaña embarazada, prodigio de nacer a ultranza en danza todo tú luz”. Y
entonces nació la música, la “plenitud de silencios orquestados”, el canto del
silencio y la guitarra: “seis cuerdas son un mundo”, el manto de la tarde en la
garganta, la soledad encordada, “oscura y bella, puesta, entera, esperando”. Esperando,
pacientemente esperando, “cuerda a cuerda”, para poder cantar. “Será la soledad,
será tu cuerda, tus maderas temblando, tu boca oscura siempre, compañera”.
La
guitarra, la más honda creación de un “sentimiento acompasado”, de un sonido
tan sublime como el alma, y eso, lo expresa a pecho abierto Guzmán Romano, “debe
cantarse, pues en la suma de todos los silencios descansa, multifónica, la
música del todo, más allá de la muerte y la resurrección: porque allí, ¡todo es
vida!”.
El silencio, el verbo, el llanto y la
guitarra, “el soplo de vida desde entonces hasta la eternidad”. El principio
del principio, el canto del verbo en el silencio, las cuerdas de viento que nos
llevó a tocar un instrumento. Es entonces, retomo nuevamente la palabra del poeta,
cuando “aprendimos a volver a ser dioses, a mirarnos un mucho y de a de veras”,
y no conforme con lo dicho, concluye con esta enseñanza que se admira y
agradece: “develado el misterio, es ya fácil el son: basta saber el fin, oír la
muerte, que es principio de un ritmo diferente, contratiempo, contradanza dolor
del contracanto, o alegría de humildad ante la vida”.
Por otra parte, es de mencionar que la
fuerza del poeta también se debilita por momentos, sin embargo, desde ahí le habla
a la desesperanza y al desamparo, a la desolación y a la nostalgia. A veces, lo
confiesa, “a pedazos se pierde la paciencia. Se derrumban los sueños con
balbuceos irreverentes en duro torbellino, y resabios violentos de la sangre”.
El cansancio interior se hace presente, le abruma la voz del exterior, la
turbulencia del viento cotidiano que parece no reposar nunca. Suele entonces
caer un cansancio entre sus hombros, un cansancio que él describe como “un cansancio
traicionero que impide todo andar, cualquier paso congruente o la palabra
exacta con sus letras”.
Nuestro autor respira hondo, su voz
interior se detiene por momentos, el otro yo por un instante se subleva, le
mira de reojo e intenta llevarlo a un hueco sin salida: “El otro yo que soy me
desconoce. Perdido y sin confines de mí mismo, penetra el desamparo sin saber
dónde estoy”. Su ánimo se desnuda a la intemperie, más un poeta como él, cuya “vida
siempre ha girado en torno a la poesía”, acude a ella con esa humildad cuyo nombre
es su nombre, y le acaricia con esta su voz entrecortada: “pausado, llega mi
corazón a ti, vestigio del naufragio en la playa nocturna de los tiempos”. Su fervor
le redime, le reconforta y, entonces, abre como llaga su palabra: “cómo se parece
la nostalgia a tu recuerdo, intenta refugiarse en la más delicada sensación de
estar vivo”.
El
pasado se hace presente, la poesía le llevó al recuerdo y a la nostalgia, “esa
música interior”, ese “llamado a mirar de otra manera la caricia de lo que fue
posible, llenarse de frescura para asomarse al mundo y decir, nuevamente, aquí
estoy vivo”. La poesía, otra vez la poesía al centro de su revelación. La
poesía, ese venero que origina al verbo, a la palabra que “nace en el desamparo
del ser”, y el poema: “aliciente incierto, bálsamo breve de intensidad variable;
canto, llanto, sustento, reposo momentáneo en la incógnita eterna del ser y su
destino”.
El
poeta se levanta, su amor se ve fortalecido: “cierva de toda fe, sierva de ti
prendida la mañana enardece los trinos”, “atrás la noche refulgente”, “a
contrapunto la luz se desparrama con su languidez redonda”, la luz como expresión
de amor, igual que la brisa, “va lamiendo los seres y las cosas”. Niña, mi amiga,
le dice a la luz y a la poesía: “hoy te vistes de rojo y vamos a la fiesta. No
sé si el limonero nos dará sueños verdes, y podamos cortarlos jugando a ser
luceros. Niña, mi amiga, hoy te llamo “Te quiero” con el suspiro al viento que
hace temblar tus labios, y no me acuerdo de otro limonero”.
Y
sigue, y busca, y no encuentra más que el desamparo de la vida, la soledad
tirada en sus entrañas. Levanta su voz entonces y estremece al silencio con su
llanto: “ay vivir,/ y caminar a tientas,/ y levantar la imagen,/ y continuar y
herirme y perpetuarse./ Ya ni la soledad es desconsuelo,/ ya ni el quejido mismo,/
ya ni el temblor ajeno ante los siglos./ Mi amor,/ cómo puedo siquiera amarte,
amor”.
El
abandono toca el alma del poeta, la desolación, la nostalgia y la tristeza la
vive en carne propia, siente ahora el peso de sus días cansados, los años idos,
los días por llegar: “vida, final, principio y muerte: música siempre, respuesta
ante la nada”.
Sin
embargo, la poesía, la palabra, la “madre hermosa de todos, la palabra creadora”,
le permite estar y salir de lo profundo, explicar el caos, su silencio y su
tristeza, la vejez, la muerte. Entre tanta vejez, nos dice, “el polvo se
acumula por mis manos y la ilusión se pierde y se quebranta”, más no claudica,
a pesar de que su cuerpo, “carne exigente que me riñe y me habita”, se sienta
fatigado. Idea esta que reafirma en su poemario más reciente, “Quietud y
movimiento (poemas del silencio 2020–2022)” al referir: “llegará la vejez,
sentirás amargura, el lamentable transitar de tus días como tú los hiciste”. Respira
hondamente y continúa: “hoy siento más que ayer el ácido sabor de las muertes
ajenas”, la muerte, la inevitable muerte.
A
nuestro poeta, nada ni nadie le detiene: “me vuelvo sobre mí con todo y tiempo/
en mi reposo de hábito y despojo/ donde un canto ha nacido y está muerto”, cae
y se levanta y sigue su camino: “voy y vengo. Encamino mis pasos y me desencamino
(…), me descanso a mí mismo y estoy aquí, de nuevo, detenido de un sueño, entre
el silencio”. Al final de la vereda, nos dice sin temor y sin nostalgia, “una
tierra de nada ni de nadie. El alma desolada, como premio”.
Los temores se despejan, el miedo a la
muerte se destierra, le preocupa, sí, el afectar al otro el andar de nuestros
pasos: “no es temor a la muerte, sino el arduo equilibrio, sostener el esfuerzo
de la sobrevivencia, mantener el pie firme sin afectar a otros, entonar la armonía
de la existencia”. La muerte, esa sombra que “avanza lentamente, aunque su paso
es casi imperceptible al ir marcando su huella inexorable”. La muerte, “el
impulso febril de los pasados que se agolpan en suma hasta dar con el brote del
renuevo, si eso es aún posible. La muerte o no, hay que empezar de nuevo”.
Y
en este empezar de nuevo uno vuelve al origen de la obra poética de Arturo, y
nuevos hallazgos encuentra en su palabra, su voz es un venero de múltiples voces
que crecen con el tiempo. Sin embargo, en la parte subterránea de todas ellas,
como esencia de su venero interior, está, me parece, el silencio y la tristeza como
fuerza esencial de su palabra, como centro de su revelación poética en toda su
obra construida, ambas son parte intrínseca de él, de su ser personal y
cotidiano de mirar el mundo.
En nuestro poeta al fondo del silencio
hay más silencios, luces sonoras hirviendo en su palabra, lloridos silenciosos
del origen del ser, del principio del principio donde nace el alma, la pureza
musical de la vida, la muerte y lo vivido. El silencio en él es sombra
permanente que siempre nos espera, es el vacío donde nada es nada, ni luz ni
sombra, solo silencio de un silencio en silencio silenciado. No es casual que Arturo
nos diga con su tono suave y pausado, pero firme: cuando el silencio habla “callan
el hombre y todo lo creado”, la razón, agrega, se debe a que “el silencio es lo
que viene por nacer. Fuente de la razón y del sentir, es el continuo de la
vida; lo que yace detrás del movimiento”.
Sí,
para Arturo el silencio es la existencia que no existe, el venero original
donde forja su palabra, la palabra, su ser, el ser de la montaña, del mar y el
infinito. “El silencio es esto todo desconocido y formidable. El misterio, el
secreto y el prodigio”. El silencio es el ser, “la nota concordante de la
música, la esencia del poema y la tristeza, la más intensa de las emociones,
hogar de lo inmortal y lo sagrado. Yo no conozco nada más elocuente que el silencio”.
El silencio, para él, es infinito y
vacío, viento y sombra, piedra, agua y firmamento. Es la esencia de su propio
ser, la tierra que serena el “caminar del mundo”, el andar del poeta, del alma
que en silencio habla y entiende y recuerda y olvida, es la presencia que habla
en su presagio, el murmullo del humo que busca su vacío, el canto mudo que en
los pasos envejece, ausencia de pasos que en silencio se evaporan, es él y toda
su obra concebida.
La tristeza, por su parte, es para el
poeta la interminable luz del ser, con ella enfrenta y encausa el ruido interno
y externo del silencio. Es su fuerza para ver y soportar un mundo destrozado, el
dolor que en el alma se deshace, la palabra que en el llanto se consume. Es un
atisbo de luz que brota en cada verso del poeta, igual que un suspiro invernal que
abraza su propio desamparo. La tristeza en él es el manto del yo que acaricia la
ausencia de algo que se ha ido, algo que quizá murió en silencio. Es la voz que
intensifica “todas las ausencias y se apodera de los pensamientos”, del hastío
que dejó el amanecer, los sueños que en la brisa de la infancia se quedaron.
La tristeza, escribe Arturo, “me une con
mi niñez temprana./ El desolado camino de mi infancia/ hasta olvidar dónde llegó,/
si concluyó algún día/ en los golpes de angustia adolescentes/ o en la pasión mezclada
de silencios/ que incendió mis poemas desde siempre./ No sé si la alegría/ de
ahora envejeciendo,/ se concierta al entonces/ de tristeza inocente,/ o si es también
condición de sonrisa,/ amor no concluido plenamente,/ y hondonada en la calle
solitaria/ donde alguien intenta caminar con mis pasos”.
Para el poeta la tristeza son los
huesos y su carne, la piel adherida a la sombra que deja en su camino, el
misterio que suspira cuando llueve, una estrella que busca y no encuentra el
firmamento. Es la fuerza con que espera “evitar la asfixia. Urge al menos el
llanto, la ternura, evitar el naufragio ante la nada”, es el alimento de su voz
con la cual le habla al mundo cotidiano, vaivén de encuentros y desencuentros,
y la desolación de un tiempo destrozado, es, lo cito una vez más, una forma “de
escapar de trecho en trecho, de modo natural, como el otoño, que sucede al verano,
o ya en el franco invierno de un estarse acabando en incógnita abierta, quizá
sin primavera sucedánea”.
Arturo Guzmán Romano, para mí, es el
poeta del silencio y la tristeza. Con ellas teje su palabra, son la fuente de su
andar sobre la tierra, ríos, montañas, llagas y desiertos. Con ellas mira la
esperanza y la desesperanza, el ir y venir del viento, las hojas que transitan por
la vida, el susurro del correr del agua. En él “nada más elocuente que el silencio”,
pues en su fuerza “descansa el ser”, pero también, nada más fuerte que el “refugio
cariñoso, cobijo acogedor ante lo irremediable” de la tristeza.
Silencio
y tristeza conforman la piedra triangular del poeta, “son quietud y movimiento,
entre estar y no estar. Golondrinas internas del ir y regresar hasta perderse,
olvidado lo que ya se sabía con dolor y con miedo; intensidad, fugaces alegrías
o la dulce tristeza que acompaña las eternas incógnitas del alma”. El silencio
como misterio de la creación le “sonoriza el alma”, “la música del sueño que
construye sus cantos por la noche en himno hacia los días”. La tristeza, por su
parte, le da la “fuerza para encontrar otros senderos, la reconciliación
imprescindible con lo poco y lo mucho que tenemos”.
La
tristeza, para él, es algo así como el “rincón para momentos angustiosos,/ refuerzo
que sostiene a la esperanza;/ espacio que permite un equilibrio/ en donde
atemperar esos golpes oscuros/ capaces de alcanzar el derrumbe de todo,/ la destrucción
del alma y del espíritu”. Ello es así, toda vez que, como el mismo poeta argumenta:
“al penetrar profundo,/ la tristeza renueva al sentimiento,/ impulsa a percibir
otras honduras/ donde es posible despertar la conciencia,/ la perspectiva inagotable/
de esencias más intensas,/ poder para recrear los universos,/ o percibir las
luces de una estrella./ Brillos incomparables de nuevas sensaciones”.
De
esta manera, insisto, de acuerdo a lo que yo veo, para Arturo Guzmán el silencio
y la tristeza son su ser encarnado en la palabra, el fondo de su obra literaria.
“Son los golpes sonoros del corazón sintiendo: escucha esa canción y sus
silencios”. En la tristeza flota “en su bruma sin aspirar a nada. Languidecen
los sueños, sin motivo; se esfuman las caricias del poema. Y en el silencio ya
no queda nada. La mirada se extiende hasta lo lejos, sin encontrar la tuya”, la
mía, la de él, la de nadie, solo el vacío. Tristeza y vacío “alternan en un afán
de olvidos imposible. Es un no estar en sí que no se entiende, enturbiando las
luces de la tarde o del día (…) Es un franco vacío entre el adiós y el nunca,
sin principio ni fin”.
Concluyo
este asomo a la voz poética de Arturo, reconociendo en él su fuerza y valor poético,
su andar generoso y destellante en el mágico camino que encierra la palabra, la
poesía, amorosa expresión, libre y desnuda, incluso de sí misma. La poesía es
libre y soberana, como libre y soberana es la obra poética de Arturo, su aroma
literario que “se evade entre palabras”, sereno, pausado, directo, demasiado directo
se diría, y muy sencillo, tan sencillo que sin trabas podemos escuchar la voz
del agua, su eco, su murmullo, el alma de un poeta de verdad.
Dejo
aquí su voz en un poema que es, me parece, uno de muchos ejemplos de su canto:
Hoy tengo
esta tristeza
de
calle solitaria,
amigos
que no he visto,
amores
que se han ido o no llegaron…
Es la vida
que corre paralela
sin que
la pueda contener.
Se me
va, pero mucha se queda
y no
la encuentro.
Ahora
que caminas a mi lado, tristeza,
préstame
un poco de tu eterna existencia.
Hoy con
la mía no puedo,
pues
no sé dónde está.
Así
es la voz de Arturo Guzmán Romano. Su poesía, canto suave y destilado de amor y
esperanza, sencillo y muy sincero, permanecerá en el tiempo. En él no habrá
olvido ni distancia que lapide su poesía, habrá poesía envuelta en tiempo.
Genaro
González Licea
Caloclica,
CDMX, febrero de 2023