sábado, 11 de febrero de 2023

Genaro González Licea: Arturo Guzmán Romano, el poeta del silencio y la tristeza

 

Arturo Guzmán Romano
Fotografía sin datar

  

Arturo Guzmán Romano, 

el poeta del silencio y la tristeza

 


Extraviado ante lo cotidiano, 

se nos olvida nuestra propia muerte. 


  Arturo Guzmán Romano 

     Fragua y presagios

 

 

Pocas veces se dedica un libro “a los amigos idos, pero no ausentes”, “a la amistad, con agradecimiento”. Este abrigo de hermandad y comunión, de amoroso afecto y gratitud, fue la llave para entrar a la obra poética de Arturo Guzmán Romano, poeta nada convencional, sencillo todo él y hondo en su decir, de expresión elaborada, meditada y destilada en el silencio, en la soledad del día y de la vida, en lo fresco del sereno, en el triste atardecer que acompaña el velo de la luna, y en la adversidad y calidez del tiempo: luz y sombra que, como él mismo señala, “siempre se renueva cuando avanza en su paso de telúrico ritmo y hace brotar retoños o desecha los árboles ya viejos”. El tiempo, ese “yo inasible y pasajero”, donde aparece la revelación del instante, la esencia de estar por un momento vivos: “hoy, cuando apenas llego, ya me voy”.

         La poesía de Arturo Guzmán está lejos de ser palabra almidonada, de encajes y olanes, mucho menos palabra impostada en voz ajena o panfleto sacado de la hoguera. Su lírica es, por el contrario, un manantial de múltiples destellos, metáforas de barro de un tono inconfundible, lágrimas muy hondas y sinceras que corren buscando su sendero, espinas que duelen al leerlas, llagas escondidas que invitan a meditar las huellas olvidadas al paso del camino.

Sus versos son peñascos de noche y día, soledad, silencio y una suave tristeza que nos mira. Son la expresión de un ser sin ataduras, de un alma que camina en libertad, vaivén de un viento sutil muy suyo y, al mismo tiempo, de un alma de canto colectivo: amor al otro que es al mismo tiempo uno y duele si se olvida.

El otro, sí, el otro, siempre está presente en él, recoge su quejido, nuestro quejido que tantas veces queda afuera. Rechazarlo es rechazarnos, vivir en permanente desencuentro, en la ciega insolencia de vagar siempre marginados. Ante tanta insolencia, nos dice Arturo, “sólo queda la fe del levantarse,/ sembrar entre confluencias constructivas,/ la prodigiosa unión con logros para todos,/ suelo fértil del hoy para el mañana:/ confiar en que es posible crear el mundo”. Nada que agregar, su palabra es trasparente como el agua.

         Y es así como asoma su humanismo y retoma la esperanza, la alegría de construir un mañana sin miedo ni egoísmo, de vivir y enfrentar lo adverso del camino. Esta mañana, nos dice, amanecí contento: “sentí que era posible levantar esa piedra, la otra y hasta aquella”, “al fin y al cabo, lo humano siempre lleva su espíritu arquitecto”. Inconforme con lo dicho, extiende sus manos a los cuatro vientos con esa sinceridad y sencillez que marca su poesía: “este amanecer disfruto mucho el poder platicarlo. Saber que hay un amigo que levante la casa de otro amigo”.

Esperanza y coraje ante lo adverso es el grito del poeta, fuerza personal y colectiva para rehacer el paso, voluntad de seguir mirando al otro, de raíz y sin dobleces, y así poder un día “acabar las corruptas estructuras que separan al yo del otro yo; las palabras falseadas”, que tanto y tanto duelen.

         La fuerza de su canto repica en lo profundo, su humanismo nos hace vibrar hasta los huesos, nos lleva a contemplar el rostro que somos y no somos, al reencuentro con uno mismo, y al tú por tú con la memoria de vivencias y raíces, realidades y deseos de amor y piedra, sereno reencuentro con el propio ser del ser unificado, con la palabra de jade en otros tiempos construida: energía que, como él señala, “ha rodado por siglos acumulando el sueño prometeico”, la voz, su voz, mi voz, las voces del mundo: “senderos abiertos cuando no hay luces encendidas ni parecen cercanas soluciones concretas”.

         Nadie escapa al sonido que dejan sus palabras, al manantial interior donde renacen las huellas del camino, agudo cincel que labra el olor de las palabras, su textura, su color, sus secretos que, incluso, nadie sabe, son instantes, misterios, intuiciones y presagios. Han de saber, nos dice, que “en el río de palabras nacidas desde dentro un ritmo propio impulsa los sentidos que logran cauce a base de escucharlos, sin perder el mensaje que siempre cala fuerte”.

         Y vaya si cala hondo la palabra de un poeta como él que muestra el dolor y el desconcierto del tiempo que vivimos, los múltiples sonidos de la vida cotidiana, la tristeza de ver lo que aquí ocurre: “la subversión del ser contra sí mismo, la destrucción del hombre por el hombre”, la cada vez más profunda lejanía de la dignidad humana, el individualismo posesivo del yo primero y después tú, sin el nosotros. Desquicio desenfrenado que el poeta de “Fragua y presagios” evidencia al sentir su soledad y la ausencia del otro en uno: “desterrado, vagabundo ausente,/ deambulo por un yo que no es mío./ La violencia reinante circunscribe los pasos./ Se es muy frágil cuando no hay caminos/ y el horizonte turbio es impreciso./ Herido el canto,/ la recuperación es muchedumbre de silencios/ entre golpes de ritmos dolorosos,/ voces de fines últimos, llanto ancestral./ La realidad resquebrajada. Voces opuestas, incertidumbres, dudas/ espejismos sin nombre, desatinos,/ ahí donde se juntan todos los yo existentes”.

Sus versos son, ni duda cabe, tierra fértil para sembrar vida y esperanza, hojas que caen y se levantan como flores, como rostros heridos con todo y su dolor. Son destellos de luz que algo dejarán por siempre, pues su destino es germinar con el viento sin importar la tristeza del sol o, retomo su propia voz, “lo opacado del día por no sé qué esperanza o solitario augurio de flor ensombrecida”.

El poeta está de pie, ubica las piedras del camino, “más me valdría no hablar”, se dice, y “dejar en seco todo el abandono, refrendar el olvido desde este estéril despertar a tientas”. Sin embargo no claudica y entonces estremece con su grito: “emprendo a rastras de ánimo el cambio: reconstruyo los trozos de esperanza”. Sabe que en el fondo no está solo, que muchas almas comulgarán en su camino, buscarán, igual que él, el rostro de la aurora, llegar temprano al nuevo día, “con la palabra más hermosa” y “conmoverlo desde que amanezca,/ para que desparrame/ sus colores más íntimos/ y desprenda sus ritmos/ de música inefable, (…) racimos de emociones/ que den sentido al paso de las horas”.

La hermandad se hace presente en el poeta, buscará el nosotros unido al yo, a rastras sí, pero con aire libertario, sin miedo de transitar por las calles de uno mismo y actuar con el otro en libertad: “es gigantesco el miedo del hombre silenciado. Las ciudades sangrientas se consumen por un trozo de arcilla y ciegas multitudes le lloran a la luna”. Su canto vislumbra sin temores la esperanza de encontrar y construir un ser distinto. Y es justo que así sea, pues, en realidad nuestro legado, otra vez retomo su palabra, “ha sido el desconcierto,/ el deambular por siempre/ con la impresión de haber perdido todo/ y de apenas salvar una esperanza./ Quizá debiéramos romper nuestra tristeza,/ crear en un canto la dimensión del mundo;/ recordar que la vida es equilibrio/ y que hay un millón de años por delante”.

Arturo, nuestro poeta Arturo, de esta manera nos exhorta a romper las ataduras –internas y comunales–, las vergüenzas y las penas de ser otro sin ser uno. Hay que vernos a los ojos y asomarnos con nuestra fuerza en la grandeza y nuevamente, como él mismo lo señala: “respirar con los dioses cotidianos,/ respetar el orgullo de la piedra,/ caminar entre hermanos…/ ser capaz de tomarme la palabra/ brincando entre los charcos de tus ojos./ Sólo que tengo pena;/ tengo un canto de siglos destrozado,/ tengo el mundo en un vómito de guerra/ con toda su niñez hecha miseria”.

Su fuerza se agiganta al hundir su pena en nuestra pena y ofrecer disculpas por amar y amarnos con toda su violencia, “y por tanto silencio” y, además, por quitarnos el tiempo: “mas sucede/ que los niños neuróticos del mundo/ —están tan ocupados—/ se comen las angustias que les damos/ de una sola tajada/ y ya todos los niños van cayendo…/ Pido a todos/ por la sangre,/ que ya es insoportable en tantas calles;/ por esta desazón que no se encuentra,/ por este hombre perruno envilecido/ que no encuentra su nombre en ningún parque/ de todas estas cárceles”.

Su canto penetra el alma y nos conmueve, más aún al tener la fuerza de confesarle a todos, a los poetas en particular: “mis hermanos:/ guardé el dolor, guardé el llanto./ Sombra, desconcierto, sorda lucha./ Golpeteo que ha ocultado los fugaces instantes de luz./ Guardé el amor. (…) ¿Y la palabra?/ ¿La luz de la palabra?/ Viejo ya hoy,/ la siento, la percibo, la oigo./ Poetas, mis hermanos”.

Asombra la sencillez y sinceridad de Arturo Guzmán Romano, el poeta de “Poemas del silencio y otros poemas (antología 1958-2014)”, sus versos nos deslumbran, me deslumbran, dejan fuera de duda su humanismo, su amor a la vida y al otro que está afuera, que siempre se ha tenido afuera. Asombra su esperanza y deseo de comunión para andar el día, sin miedos ni violencia, ni barbarie escondida en los escombros y estructuras sociales deformadas.

Nos pide que hagamos un alto en el camino y busquemos la luz interna que ha estado adormecida, la luz del sol y de la luna, lo fresco del agua y del silencio que se oculta con la noche y sigue buscando en la mañana, buscando, siempre buscando el cauce del resplandor de la existencia: “detente, tú que pasas por mis días”, nos dice, y “deja que te confíe/ el andar azorado, esta torpeza para ser que cargo./ Este agosto terrible se repite/ tratado de aprender/ aquellas cosas que sonaban tan sencillas/ como amar, respetarse, construir, o asuntos mayormente imposibles/ como el otro, los demás, los fragmentos de patria”. Detente, nos repite en sus poemas, que a este mundo que nos dejan y dejamos “le hace falta el amor. La verdad de dos seres en conjunción entera”.

Es así como la lírica del poeta retoma el presente envuelto en tiempos idos, en trozos de esperanza y raíces muy nuestras que han sido abandonadas: “florecerás humana jacaranda”, nos habla desde el fondo de su entraña y, sin soltar medio respiro, nos deja esta promesa: “prometo regalar a los que vienen el volver a creer en ellos mismos”. Así es su grito, su llanto y su palabra en pro del ser humano y de las flores, de los árboles y el agua, del ir y venir del tiempo. Así es su forma de llevarnos a contemplar la oscuridad para después seguir los presagios de un instante de esperanza, vivacidad de luz que nos lleve a sentir que no todo se ha perdido, pues él sabe muy bien que “la plenitud de la luz está en la chispa de cada canto nuevo”, y el hombre es canto.

Es muy bella la forma como Guzmán Romano se dirige a la naturaleza, a la jacaranda, al mar o al ser humano, a su padre o a las hojas, al otro que es al mismo tiempo uno. Lo hace con tanta sutileza que, al hacerlo, nos lleva a contemplar la historia que dejamos, el rostro colgado que cargamos, el silencio “que hace sereno el caminar del mundo” atado a la esperanza, pues, a fin de cuentas, el silencio “es un vestigio de esperanza”, un sendero que corre como el agua, un murmullo de voz que empapa el alma, el desamparo del ser y el desconsuelo.

         Y ya que mencioné a su padre, ¡qué hermosa la expresión de Arturo al dirigirse a él! Conmueve, me conmueve, el amoroso recuerdo de su padre, su diálogo tan íntimo que asoma para vivir en paz entre sus brazos. Es cierto que la memoria de su padre es personal, sí, es cierto, pero también es colectiva, un sentir que tenemos todos. Amar de cerca y después a la distancia. Amor reconstruido en mar profundo al empezar a caminar con propios pasos, amor agridulce de raíz de piedra, de recuerdo amoroso de un río que alimentó las sienes y el camino terroso que cruzamos, es ese recuento necesario para quedar en paz. Contemplo, le dice el poeta a su padre, “tu horizonte de angustias, acusado de ti, por ti, en el fondo tan bueno”, y agrega: labraste tu “destino con servir a tu gente (…) mas te sigo queriendo y, en el fondo, lo sabes”.

La pureza de ver al otro con el tiempo en uno. Aceptar al ser para aceptarse al mismo tiempo uno, como uno es, como somos, sin rencores ni jerarquías, igual que dos almas que se abrazan al encontrarse en el camino y en silencio se despiden para no olvidarse nunca más. Es así como en el fondo, se diría, nuestro poeta guardará, y desea que guardemos, la memoria de un padre triste y sonriente al ver a un hijo levantarse por sí mismo, igual que un árbol de hondas raíces compartidas: “energía latiendo,/ fluir inexorable entre luces y sombras,/ cadencioso dictado de los seres vivientes”. El árbol, el padre, la nobleza de ambos que fortalecen “su presencia con los años/ en tanto prolifera su ramaje: verdores envolventes/ hasta alcanzar cada vez más alturas”.

Efectivamente, nuestro poeta, ama la sencillez del ser. Ve la esencia de las piedras y del viento, del agua y el aroma de las flores, de la flor de buganvilia en particular, donde, por cierto, ha depositado “recuerdos que hoy florecen”. Y vaya manera de decirnos sus recuerdos: “es tan suave el aroma de esta flor, como la evocación de los besos más niños”, y continúa: “sus fogosos colores encienden las pasiones de noches escondidas, mientras que su trepar incontenible fortifica mis días y los alegra”. He aquí, nuevamente, la plenitud y el esplendor del amor, del amor al ser humano y a las buganvilias que “con gran facilidad florecen. Se abren a la vida. Con una sencillez inagotable crecen a plenitud en cualquier parte. Un pedazo de tierra es suficiente”.

         Es verdad, de la misma forma, sincera y trasparente, con la cual le habla a la buganvilia, así también le habla a lo cotidiano de la vida, a la vejez, a la muerte, al sol trotando por la tarde y la aurora temblando en el rocío. Incluso le habla al amor mismo, amor casi invisible que en todo se va dando “asombrado de tanto ser sin ser que lo cobije”, “raro amor que se quema en donde quema, pues ya no queda voz ni queda oído más que tu fuerte ruido de campana y una voz y otra voz y la voz de pronto humana”. Así le habla, en fin, a la naturaleza del ser, a su misterio y esplendor, a los amigos y a las calles, al hombre que “deja el polvo de sus manos, y la senda del mundo es un murmullo”, a la música y a la guitarra, que en sí misma es vida entera: “a veces las guitarras de domingo me dan pena. No saben que tú eres la guitarra del lunes para siempre”.

         La guitarra, y en ella la revelación del silencio y del verbo. Más allá del verbo está el silencio, enfatiza con esa sencillez muy suya el autor de “Poemas de tu abrupta ternura”, nuestro autor, “más allá de la luz”, en el principio del principio, el grito del silencio, la voz del aire y del agua, de la luz y la sombra.

“Y el grito se hizo piedra”, y la noche canto y estallido, llanto y brisa, palabra, vida, muerte y vacío: “siete notas día y noche, noche y día, por millones de años, millones de universos”. Siete notas con ritmo, “madera del amor con su misterio trasgresor e hiriente”, el grito del silencio, el “grito audaz de montaña embarazada, prodigio de nacer a ultranza en danza todo tú luz”. Y entonces nació la música, la “plenitud de silencios orquestados”, el canto del silencio y la guitarra: “seis cuerdas son un mundo”, el manto de la tarde en la garganta, la soledad encordada, “oscura y bella, puesta, entera, esperando”. Esperando, pacientemente esperando, “cuerda a cuerda”, para poder cantar. “Será la soledad, será tu cuerda, tus maderas temblando, tu boca oscura siempre, compañera”.

La guitarra, la más honda creación de un “sentimiento acompasado”, de un sonido tan sublime como el alma, y eso, lo expresa a pecho abierto Guzmán Romano, “debe cantarse, pues en la suma de todos los silencios descansa, multifónica, la música del todo, más allá de la muerte y la resurrección: porque allí, ¡todo es vida!”.

         El silencio, el verbo, el llanto y la guitarra, “el soplo de vida desde entonces hasta la eternidad”. El principio del principio, el canto del verbo en el silencio, las cuerdas de viento que nos llevó a tocar un instrumento. Es entonces, retomo nuevamente la palabra del poeta, cuando “aprendimos a volver a ser dioses, a mirarnos un mucho y de a de veras”, y no conforme con lo dicho, concluye con esta enseñanza que se admira y agradece: “develado el misterio, es ya fácil el son: basta saber el fin, oír la muerte, que es principio de un ritmo diferente, contratiempo, contradanza dolor del contracanto, o alegría de humildad ante la vida”.

         Por otra parte, es de mencionar que la fuerza del poeta también se debilita por momentos, sin embargo, desde ahí le habla a la desesperanza y al desamparo, a la desolación y a la nostalgia. A veces, lo confiesa, “a pedazos se pierde la paciencia. Se derrumban los sueños con balbuceos irreverentes en duro torbellino, y resabios violentos de la sangre”. El cansancio interior se hace presente, le abruma la voz del exterior, la turbulencia del viento cotidiano que parece no reposar nunca. Suele entonces caer un cansancio entre sus hombros, un cansancio que él describe como “un cansancio traicionero que impide todo andar, cualquier paso congruente o la palabra exacta con sus letras”.

         Nuestro autor respira hondo, su voz interior se detiene por momentos, el otro yo por un instante se subleva, le mira de reojo e intenta llevarlo a un hueco sin salida: “El otro yo que soy me desconoce. Perdido y sin confines de mí mismo, penetra el desamparo sin saber dónde estoy”. Su ánimo se desnuda a la intemperie, más un poeta como él, cuya “vida siempre ha girado en torno a la poesía”, acude a ella con esa humildad cuyo nombre es su nombre, y le acaricia con esta su voz entrecortada: “pausado, llega mi corazón a ti, vestigio del naufragio en la playa nocturna de los tiempos”. Su fervor le redime, le reconforta y, entonces, abre como llaga su palabra: “cómo se parece la nostalgia a tu recuerdo, intenta refugiarse en la más delicada sensación de estar vivo”.

El pasado se hace presente, la poesía le llevó al recuerdo y a la nostalgia, “esa música interior”, ese “llamado a mirar de otra manera la caricia de lo que fue posible, llenarse de frescura para asomarse al mundo y decir, nuevamente, aquí estoy vivo”. La poesía, otra vez la poesía al centro de su revelación. La poesía, ese venero que origina al verbo, a la palabra que “nace en el desamparo del ser”, y el poema: “aliciente incierto, bálsamo breve de intensidad variable; canto, llanto, sustento, reposo momentáneo en la incógnita eterna del ser y su destino”.

El poeta se levanta, su amor se ve fortalecido: “cierva de toda fe, sierva de ti prendida la mañana enardece los trinos”, “atrás la noche refulgente”, “a contrapunto la luz se desparrama con su languidez redonda”, la luz como expresión de amor, igual que la brisa, “va lamiendo los seres y las cosas”. Niña, mi amiga, le dice a la luz y a la poesía: “hoy te vistes de rojo y vamos a la fiesta. No sé si el limonero nos dará sueños verdes, y podamos cortarlos jugando a ser luceros. Niña, mi amiga, hoy te llamo “Te quiero” con el suspiro al viento que hace temblar tus labios, y no me acuerdo de otro limonero”.

Y sigue, y busca, y no encuentra más que el desamparo de la vida, la soledad tirada en sus entrañas. Levanta su voz entonces y estremece al silencio con su llanto: “ay vivir,/ y caminar a tientas,/ y levantar la imagen,/ y continuar y herirme y perpetuarse./ Ya ni la soledad es desconsuelo,/ ya ni el quejido mismo,/ ya ni el temblor ajeno ante los siglos./ Mi amor,/ cómo puedo siquiera amarte, amor”.

El abandono toca el alma del poeta, la desolación, la nostalgia y la tristeza la vive en carne propia, siente ahora el peso de sus días cansados, los años idos, los días por llegar: “vida, final, principio y muerte: música siempre, respuesta ante la nada”.

Sin embargo, la poesía, la palabra, la “madre hermosa de todos, la palabra creadora”, le permite estar y salir de lo profundo, explicar el caos, su silencio y su tristeza, la vejez, la muerte. Entre tanta vejez, nos dice, “el polvo se acumula por mis manos y la ilusión se pierde y se quebranta”, más no claudica, a pesar de que su cuerpo, “carne exigente que me riñe y me habita”, se sienta fatigado. Idea esta que reafirma en su poemario más reciente, “Quietud y movimiento (poemas del silencio 2020–2022)” al referir: “llegará la vejez, sentirás amargura, el lamentable transitar de tus días como tú los hiciste”. Respira hondamente y continúa: “hoy siento más que ayer el ácido sabor de las muertes ajenas”, la muerte, la inevitable muerte.

A nuestro poeta, nada ni nadie le detiene: “me vuelvo sobre mí con todo y tiempo/ en mi reposo de hábito y despojo/ donde un canto ha nacido y está muerto”, cae y se levanta y sigue su camino: “voy y vengo. Encamino mis pasos y me desencamino (…), me descanso a mí mismo y estoy aquí, de nuevo, detenido de un sueño, entre el silencio”. Al final de la vereda, nos dice sin temor y sin nostalgia, “una tierra de nada ni de nadie. El alma desolada, como premio”.

         Los temores se despejan, el miedo a la muerte se destierra, le preocupa, sí, el afectar al otro el andar de nuestros pasos: “no es temor a la muerte, sino el arduo equilibrio, sostener el esfuerzo de la sobrevivencia, mantener el pie firme sin afectar a otros, entonar la armonía de la existencia”. La muerte, esa sombra que “avanza lentamente, aunque su paso es casi imperceptible al ir marcando su huella inexorable”. La muerte, “el impulso febril de los pasados que se agolpan en suma hasta dar con el brote del renuevo, si eso es aún posible. La muerte o no, hay que empezar de nuevo”.

Y en este empezar de nuevo uno vuelve al origen de la obra poética de Arturo, y nuevos hallazgos encuentra en su palabra, su voz es un venero de múltiples voces que crecen con el tiempo. Sin embargo, en la parte subterránea de todas ellas, como esencia de su venero interior, está, me parece, el silencio y la tristeza como fuerza esencial de su palabra, como centro de su revelación poética en toda su obra construida, ambas son parte intrínseca de él, de su ser personal y cotidiano de mirar el mundo.

         En nuestro poeta al fondo del silencio hay más silencios, luces sonoras hirviendo en su palabra, lloridos silenciosos del origen del ser, del principio del principio donde nace el alma, la pureza musical de la vida, la muerte y lo vivido. El silencio en él es sombra permanente que siempre nos espera, es el vacío donde nada es nada, ni luz ni sombra, solo silencio de un silencio en silencio silenciado. No es casual que Arturo nos diga con su tono suave y pausado, pero firme: cuando el silencio habla “callan el hombre y todo lo creado”, la razón, agrega, se debe a que “el silencio es lo que viene por nacer. Fuente de la razón y del sentir, es el continuo de la vida; lo que yace detrás del movimiento”.

Sí, para Arturo el silencio es la existencia que no existe, el venero original donde forja su palabra, la palabra, su ser, el ser de la montaña, del mar y el infinito. “El silencio es esto todo desconocido y formidable. El misterio, el secreto y el prodigio”. El silencio es el ser, “la nota concordante de la música, la esencia del poema y la tristeza, la más intensa de las emociones, hogar de lo inmortal y lo sagrado. Yo no conozco nada más elocuente que el silencio”.

         El silencio, para él, es infinito y vacío, viento y sombra, piedra, agua y firmamento. Es la esencia de su propio ser, la tierra que serena el “caminar del mundo”, el andar del poeta, del alma que en silencio habla y entiende y recuerda y olvida, es la presencia que habla en su presagio, el murmullo del humo que busca su vacío, el canto mudo que en los pasos envejece, ausencia de pasos que en silencio se evaporan, es él y toda su obra concebida.

         La tristeza, por su parte, es para el poeta la interminable luz del ser, con ella enfrenta y encausa el ruido interno y externo del silencio. Es su fuerza para ver y soportar un mundo destrozado, el dolor que en el alma se deshace, la palabra que en el llanto se consume. Es un atisbo de luz que brota en cada verso del poeta, igual que un suspiro invernal que abraza su propio desamparo. La tristeza en él es el manto del yo que acaricia la ausencia de algo que se ha ido, algo que quizá murió en silencio. Es la voz que intensifica “todas las ausencias y se apodera de los pensamientos”, del hastío que dejó el amanecer, los sueños que en la brisa de la infancia se quedaron.

         La tristeza, escribe Arturo, “me une con mi niñez temprana./ El desolado camino de mi infancia/ hasta olvidar dónde llegó,/ si concluyó algún día/ en los golpes de angustia adolescentes/ o en la pasión mezclada de silencios/ que incendió mis poemas desde siempre./ No sé si la alegría/ de ahora envejeciendo,/ se concierta al entonces/ de tristeza inocente,/ o si es también condición de sonrisa,/ amor no concluido plenamente,/ y hondonada en la calle solitaria/ donde alguien intenta caminar con mis pasos”.

         Para el poeta la tristeza son los huesos y su carne, la piel adherida a la sombra que deja en su camino, el misterio que suspira cuando llueve, una estrella que busca y no encuentra el firmamento. Es la fuerza con que espera “evitar la asfixia. Urge al menos el llanto, la ternura, evitar el naufragio ante la nada”, es el alimento de su voz con la cual le habla al mundo cotidiano, vaivén de encuentros y desencuentros, y la desolación de un tiempo destrozado, es, lo cito una vez más, una forma “de escapar de trecho en trecho, de modo natural, como el otoño, que sucede al verano, o ya en el franco invierno de un estarse acabando en incógnita abierta, quizá sin primavera sucedánea”.

         Arturo Guzmán Romano, para mí, es el poeta del silencio y la tristeza. Con ellas teje su palabra, son la fuente de su andar sobre la tierra, ríos, montañas, llagas y desiertos. Con ellas mira la esperanza y la desesperanza, el ir y venir del viento, las hojas que transitan por la vida, el susurro del correr del agua. En él “nada más elocuente que el silencio”, pues en su fuerza “descansa el ser”, pero también, nada más fuerte que el “refugio cariñoso, cobijo acogedor ante lo irremediable” de la tristeza.

Silencio y tristeza conforman la piedra triangular del poeta, “son quietud y movimiento, entre estar y no estar. Golondrinas internas del ir y regresar hasta perderse, olvidado lo que ya se sabía con dolor y con miedo; intensidad, fugaces alegrías o la dulce tristeza que acompaña las eternas incógnitas del alma”. El silencio como misterio de la creación le “sonoriza el alma”, “la música del sueño que construye sus cantos por la noche en himno hacia los días”. La tristeza, por su parte, le da la “fuerza para encontrar otros senderos, la reconciliación imprescindible con lo poco y lo mucho que tenemos”.

La tristeza, para él, es algo así como el “rincón para momentos angustiosos,/ refuerzo que sostiene a la esperanza;/ espacio que permite un equilibrio/ en donde atemperar esos golpes oscuros/ capaces de alcanzar el derrumbe de todo,/ la destrucción del alma y del espíritu”. Ello es así, toda vez que, como el mismo poeta argumenta: “al penetrar profundo,/ la tristeza renueva al sentimiento,/ impulsa a percibir otras honduras/ donde es posible despertar la conciencia,/ la perspectiva inagotable/ de esencias más intensas,/ poder para recrear los universos,/ o percibir las luces de una estrella./ Brillos incomparables de nuevas sensaciones”.

De esta manera, insisto, de acuerdo a lo que yo veo, para Arturo Guzmán el silencio y la tristeza son su ser encarnado en la palabra, el fondo de su obra literaria. “Son los golpes sonoros del corazón sintiendo: escucha esa canción y sus silencios”. En la tristeza flota “en su bruma sin aspirar a nada. Languidecen los sueños, sin motivo; se esfuman las caricias del poema. Y en el silencio ya no queda nada. La mirada se extiende hasta lo lejos, sin encontrar la tuya”, la mía, la de él, la de nadie, solo el vacío. Tristeza y vacío “alternan en un afán de olvidos imposible. Es un no estar en sí que no se entiende, enturbiando las luces de la tarde o del día (…) Es un franco vacío entre el adiós y el nunca, sin principio ni fin”.

Concluyo este asomo a la voz poética de Arturo, reconociendo en él su fuerza y valor poético, su andar generoso y destellante en el mágico camino que encierra la palabra, la poesía, amorosa expresión, libre y desnuda, incluso de sí misma. La poesía es libre y soberana, como libre y soberana es la obra poética de Arturo, su aroma literario que “se evade entre palabras”, sereno, pausado, directo, demasiado directo se diría, y muy sencillo, tan sencillo que sin trabas podemos escuchar la voz del agua, su eco, su murmullo, el alma de un poeta de verdad.

Dejo aquí su voz en un poema que es, me parece, uno de muchos ejemplos de su canto:

 

Hoy tengo esta tristeza

de calle solitaria,

amigos que no he visto,

amores que se han ido o no llegaron…

 

Es la vida que corre paralela

sin que la pueda contener.

Se me va, pero mucha se queda

y no la encuentro.

 

Ahora que caminas a mi lado, tristeza,

préstame un poco de tu eterna existencia.

Hoy con la mía no puedo,

pues no sé dónde está.

 

Así es la voz de Arturo Guzmán Romano. Su poesía, canto suave y destilado de amor y esperanza, sencillo y muy sincero, permanecerá en el tiempo. En él no habrá olvido ni distancia que lapide su poesía, habrá poesía envuelta en tiempo.

 

Genaro González Licea

Caloclica, CDMX, febrero de 2023