Mis dedos
levantando la fotografía
ponen ante mis ojos
un mar que carga a las espaldas todo el cielo
como Atlas sudoroso que intentase
cargar el infinito.
Enrique González Rojo Arthur
El viento me pertenece un poco
Imágenes
entrelazadas con palabras en los ojos, y una gran creatividad artística que
grita al sentir su libertad, son, me parece, dos de las tantas expresiones que
bien pueden describir el alma de Jesús Nava, sensibilidad artística
incuestionable, forjada a la intemperie, como el caracol sorteando el vendaval.
Su fotografía expresa la fuerza
creativa de un manantial que extiende sus ramas por bosques y llanuras hasta
empapar el mar, es la fuerza solitaria del agua que abraza a un sol
entristecido, amoroso, huérfano de egoísmos y alegre de pisar esta tierra que
renace de sus ruinas.
Fuerza y coraje de caer y
levantarse, son imágenes constantes que encuentra en su camino. Imágenes del
hombre que camina de aquí para allá y a todas horas, sin importar duelos o
tristezas, senderos empedrados o zanjas con huesos y cruces olvidadas.
Su fortaleza y sencillez es la de un
árbol, Jesús Nava es la mirada artística de un árbol, mirada milenaria que nos
ve pasar y, al mismo tiempo, nos recuerda la belleza de un mundo que no vimos:
zapatos rotos de tanto caminar, rieles muertos con el tiempo, nubes oxidadas
sin llorar, charcos enfermos de estar presos, lodosos ya de tanto despertar con
larvas que nacen con la luna y libélulas sonrientes que se van.
Sus imágenes son luciérnagas que no vimos al
pasar, ciegos que somos ya, de tanto mirar lo que no existe. Son imágenes que
se incrustan en los ojos, en el eco de tantos y tantos versos, entre ellos, por
ejemplo, estos que él mismo me recuerda y ya no sé
si fui yo el que los escribió o fue él mismo sin saberlo, están en Caloclica,
la casa del camino: “la vida es una travesía /donde una y otra vez caigo y me
levanto. /Es un olor a tierra sepultada, /a surcos rasgados por el tiempo /y
mis pies como cuchillos /se clavan en el aire”.
Otros más,
también de Caloclica, pueden ser aquellos que recordó al capturar la voz
del agua, su murmullo, su júbilo y dolor al buscar en los cauces su camino y,
después, la calma: “una voz de piedra se hunde /conmigo más allá del río. /Las
horas pisan mi sombra, /veo el rostro de la muerte tan claro como el mío. /Una
sonrisa se despega de mis ojos / y se diluye en la quietud del agua”.
La sensibilidad de Jesús Nava es enorme, tanto
como su independencia y libertad. Hay en él un viejo recuerdo tirado en la
memoria, imágenes muy suyas que me llevan a sentir el dolor de la poesía, la
metáfora triste que se queda arrinconada en versos que no existen. Versos que
Jesús los llena de esperanza al llevarlos a la pupila, a ese mar, diría
González Rojo Arthur, “que carga a las espaldas todo el cielo”, a ese, en fin,
cuadro fotográfico de un ser vivo que los mira, los palpa, los hace suyos,
dialoga con ellos y con su “yo” que está en el otro, en el ser del inconsciente
que los mira.
De esta magnitud es la grandeza de nuestro
artista, el cual, como todos, tiene en la cultura un espacio que es muy suyo y
de nadie más. Sus imágenes, sus fotografías, sus escritos y creatividad
inagotable, son y serán el aula de miles de personas, como yo, que requieren un
sonido, un canto, una voz, una expresión visual que les muestre la belleza de
un mundo que a los ojos y los pies pasó inadvertido. De ahí mi gratitud y este
humilde reconocimiento:
En
mis pies envejece ya el camino,
mi
alma tambalea y se dirige a cualquier parte,
en
mí ya no importa morir con los dientes astillados,
a
pleno sol, o en lo negro de la luna.
Es
inmenso mi vivir en desamparo,
abarca
lo que soy y lo que nunca he sido,
a
los árboles más secos y a las nubes que se van.
Mi
alma está encharcada en su propia sepultura,
su
espacio está en la tierra,
es
mío, nada más que mío, y de nadie más.
Como dije, reconozco sin titubeos la
creatividad artística de Jesús Nava, su sensibilidad, para mí, se escribe con
un punto y aparte, y el lo sabe. Ha luchado, como todos, por defender y
construir su voz, su libertad y estilo propio, ante la turbulencia interna y
externa que vivimos. Déjame esta voz que tengo, diría don Luis Cernuda, “lo
mismo que a la pampa le dejan/ sus matorrales de deseo, /sus ríos secos
colgando de las piedras”, y el poeta concluye fijando con clavos la dignidad de
sus adentros: “no quiero saber de la gloria envidiosa/ con rabo y cuernos de
ceniza”.
Esa lucha de Jesús Nava al construir
y defender su voz contenida en él y plasmada en su obra, es todo un ejemplo y
enseñanza para mí. La gloría (o el fracaso, si se quiere), tiene,
efectivamente, “rabo y cuernos de ceniza”, es algo exógeno y azaroso que no
depende, en esencia, de él, del artista, sino de su obra. El artista, se diría,
centra su fuerza en expresar su visión de mundo en su obra y en nadie más. En
ella plasma miedos y temores, sombras y luces, tristezas y fantasmas que ve y
siente al caminar, al “senderear” por la vida como el mismo diría.
Su obra, como la de todo artista, escritor,
poeta, es su llanto en carne viva, su agradecimiento íntimo, muy íntimo de él
para su propia obra, es su grito para no explorar como mar embravecido hundido entre
sus venas, es silencio, escondido o al descubierto, mordido entre los dientes, brisa
llorosa del viento en madrugada, brisa sola, muda, suspirando hacia adentro de
los adentros más profundos que braman con su voz engarrotada, pero viva y lista
para perderse junto al sendero del calor del día. Lista para seguir, seguir,
seguir y evitar ser atrapada como fantasma de coral enterrado entre la arena,
como un sapo llagado entre la sal.
Gracias a su obra el artista, nuestro artista,
los escritores, pintores y poetas, no explota o enloquece. Su obra es un trago
de agua para sortear tempestades y contratiempos, que le permite salir después,
raspado o ileso, a seguir mirando y sintiendo la turbulencia del alma en el
camino. Los miedos, temores, tristezas, esperanzas y desesperanzas, son tan
humanos como los pasos de cualquier persona que son, al mismo tiempo, nuestros
pasos. Al final, todo, sin excepción alguna, queda plasmado, directa o
indirectamente, en lo que somos, en lo que hacemos, en la obra que construimos
y dejamos. Para el artista, entonces, no existe el éxito o fracaso, ¿cuándo uno
y cuándo otro?, ninguno de los dos depende de él, dependen del otro, del otro
que nos mira, incluso, se diría, dependen del tiempo.
Lo que depende del artista, por tanto, es
plasmar, en su obra, lo más auténticamente posible el sentir de su mirar, de su
“senderear” interno y externo. La obra poética, escultórica, fotográfica o
pictórica, vive, en realidad, por sí misma. Cuestión que me lleva a recordar las
siguientes líneas que don Carlos Castilla del Pino plasmó en el prólogo del
libro Poemas de la seguía, de Juan Sánchez de Miguel, 1979, Ediciones Demófilo,
Córdoba, España:
“La
obra poética, como en general toda creación, vive por sí misma, con
independencia del propio creador. Es ya, una vez que ha sido hecha, obra de los
demás, que se recrean en ella. Por eso no importa tanto lo que el poeta puedo
querer comunicarnos cuanto lo que los demás descubrimos en él, sin que quizá
fuera por él descubierto”.
Esta expresión del artista la veo
claramente en don Jesús Nava, de ahí su dimensión y fuerza. Su obra, su
creación, al plasmar lo que él estima sustancial de sí mismo y de su “senderear”
de vida que, al mismo tiempo es de todos, vive y vivirá por sí misma y, por
tanto, es al otro, al que mira, al que toca descubrirla.
Del libro:
Diciembre tres, ceniza e infinito de Genaro González Licea