martes, 25 de febrero de 2014

Horacio Esquivel Duarte, pintor zacatecano de expresión abstracta e intensidad en los colores


Genaro González Licea 

 

Horacio Esquivel no es un pintor modesto ni de escasos recursos. Cuenta con esa personalidad artística que sólo se define en un espacio de libertad, en la expresión sin ataduras de los relieves y perspectivas de la vida y la naturaleza, en el lienzo, en la intimidad del trazo que despierta el color dormido, ausente a la vista de la sensibilidad común de las personas. 

Es un pintor maduro que, contrario a lo que comúnmente acontece, aquilató su sensibilidad a través del tiempo. Persona madura ya, expresó en su obra artística su creatividad interior. Bocetos, acuarelas, oleos y su fotografía inconfundible lo comprueba. Con naturalidad y sin esfuerzo alguno las perspectivas y los relieves afloran de su pincel, en su composición artística.

Me recuerda a Murillo. Se dice de él, Enrique Valdivieso para ser preciso, que fue hasta la madurez cuando su técnica fluyó “en el dibujo junto con una inmensa soltura en el manejo del pincel. Con estos perfeccionados recursos comenzó a plasmar bellas y armónicas figuras, de amable aspecto, que trascienden una vibrante y afectiva expresión espiritual”.

En realidad yo diría que en Horacio la madurez artística ha sido su permanente compañera. Sus trazos articulados en el lienzo o en sus composiciones plásticas así lo indican. Es un acto de comunión, diálogo y lucha interna del artista que busca e intenta expresar su verdad verdadera.

En él su mundo y creación artística, basto y complejo, surgió en el momento justo que debía de nacer, ni antes ni después. Se dio al articularse, en su interior único e irrepetible, su turbulencia compleja de forma y actitud de vida, historicidad y circunstancia. Fue en ese momento cuando un yo interior tomó el pincel para expresar su verdadero rostro en sombras grisáceas y colores densos. Calidad y pureza de una sensibilidad propia de aquel que sólo le ata su propia libertad.

Los barcos, el desnudo morado, fantasmas en la mina, mina de edén, Zacatecas. Pueblo minero, por citar algunas obras, es más que elocuente. Agréguese, por supuesto, su excelente trabajo fotográfico que da cuenta de atardeceres, caminos, oleajes, el peso de la soledad del mar, rostros tejidos en el abandono, recreación de espacios, firmamentos, cántaros, lunas y soles. Todos ellos con un toque autónomo de creatividad y expresión estética. Vivacidad, brillo e intensidad de los colores, asoma, como firma, en su obra.

Sin embargo, hay algo más en su obra. En sus colores intensos a cualquier tipo de luz, en la luminosidad y resplandor de su creación artística, recoge el impresionante silencio de las sierras y llanos zacatecanos, de los campesinos que de su silencio viven. Colores serranos de maíz y pino, de tierra, piedra, agua y montaña. Rostros naturales de luz desnuda que muere y nace al atardecer. Se enrosca en la nada, en la soledad de un árbol, una sombra, un jarrón, un sombrero o un rebozo que cubre los colores de cañadas, ríos, matorrales e incluso del firmamento mismo y de las propias raíces de la tierra.

La sensibilidad de Horacio Esquivel está muy por encima de lo cotidiano. Cuenta con un lenguaje artístico propio de esos pintores que han adquirido una personalidad que les permite transitar, con libertad, múltiples horizontes de creación pictórica. La actividad creadora, diría Samuel Ramos, en su Filosofía de la vida artística, “no puede realizarse sino en un ambiente de libertad, que es, por consecuencia, una imperiosa condición para la existencia de la personalidad artística”.

Admiro su amor a la naturaleza y su sinceridad para expresarla. Cualidades que para mí le proporcionan una peculiaridad estética a su arte y a la expresión de lo bello de ese arte. Le proporciona un toque mágico, único, inconfundible. Su sinceridad en la reconstrucción del objeto cobra evidencia en sí misma. En la perfección de sus trazos.

Es así como refuta a la naturaleza en aquella idea común referente a que los únicos trazos perfectos son aquellos que la propia naturaleza da, pues, la excepción se da cuando, como en el caso, él mismo se torna naturaleza. Dicho nuevamente en palabras de Samuel Ramos, “si hay una especie de actividad del espíritu en la que se puede decir que el objeto es creación del sujeto, esa actividad es el arte. Por eso no cabe admitir que el arte sea una mera imitación de la naturaleza”.

A todo esto, por supuesto, agréguese su trabajo, perseverancia y continua perfección técnica. Talleres en casa y fuera de ella. Admirable actitud de quien desde hace mucho sabe que no todo es sensibilidad en el arte. La técnica es un medio que permite materializar la actividad creadora. Trabajar, trabajar y trabajar, para llevar esa inspiración a la forma perfecta, diría Stefan Zweig, en los creadores. Pero, además, remarca, “la forma verdadera de la creación artística no es, pues, inspiración o trabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación más paciencia, deleite creador más tormento creador”.

De ninguna manera soy la persona indicada para calificar la obra del artista. Empero, permítaseme decir que la pintura de Horacio que más que de él es ahora mía, de mis ojos, de mi alma en el lienzo reflejada. Es una pintura que observé por horas. Su especial densidad, transparencia, sequedad petrificada, quietud y soledad de un objeto abandonado en la inmensidad del mar, del tiempo, del espacio, del infinito mismo.

Es un lienzo donde la libertad de la pincelada nace desde lo más escondido del interior del alma, para dormir por siempre, como muerto en tumba, en una intimidad tan nuestra, tan propia, que solamente uno sabe su existencia y, a veces, ni uno sabe.

Efectivamente, me refiero a El ancla. El ancla que sobrevive al tiempo, que desde una perspectiva parece que se hunde y, desde otra, parece que flota entre el azul del mar inmenso y la carne arenosa del espacio y del infinito. Es el ancla que todos tenemos en nuestro interior.

Es una pintura que marca la plena expresión de un estilo propio, presente ya en los pescados, los barcos, el pez petrificado y mi pintura al óleo. Es un principio de estilo sin retorno. Expresión abstracta de ver el mundo, la vida, la muerte, la intimidad humana.

El ancla, es una pintura de aparente sencillez. La envuelve, como mortaja, la inmovilidad del mar o tal vez del universo, espacio seco, petrificado, denso como el silencio que deja el olvido. Sin embargo, al mismo tiempo, una tenue luminosidad acompaña su quietud, de la misma manera que pequeños azueles acompañan el oxidado color que deja el abandono del abandonado. Sí, para mi El ancla describe la quietud y la muerte. El objeto que ligeramente descansa en un espacio indeterminado.

El ancla ¿descansa o se hunde, o simplemente está ahí, estática, frente a nosotros?, ¿el barco se fue o solamente ella está en el abandono del objeto abandonado? La respuesta no la sé. Tal vez la sienta con mucha nitidez un día. Lo cierto por ahora, es que el ancla solitaria integrada al vacío es una fuente de reflexión, es una imagen de silencio que nos remite a la soledad de nosotros mismos.

Solamente uno en su interior más íntimo sabe lo que encierra el ancla. Es algo que nos pertenece, hiere y entristece verla. Tal vez porque nos recuerda lo que un día dejamos o nos dejó. El ancla es una expresión enigmática que encierra un deseo casi humano de agarrase a algo. Es una sensación que nos lleva a un lugar donde nos hemos perdido, algo que ya no es nuestro y aún así nos pertenece. Un recuerdo, tal vez, que nos lleva a nuestro inconsciente, a nuestro andar pasajero y frágil en esta tierra. Ancla firme y sólida en la arena movediza del infinito mar del infinito.

El silencio se impone y da paso a la obra de Horacio Esquivel Duarte. Sensibilidad que desde la luminosidad zacatecana acompañará, por siempre, la historia de la expresión del arte.