domingo, 5 de septiembre de 2021

Genaro González Licea: Presentación del poemario "Lejos de dios" de Jorge Castillo Martínez

 




 Lejos de dios o “el rezo que le habla a aquello que no está”

 

La historia de los cinco sentidos

comenzó por el gusano.

Lejos de dios, Jorge Castillo Martínez

 

Mudo y mirando la pequeñez humana de la cual soy parte. Con un puño de cristales rasgando la garganta y tristemente maravillado de haber visto por un instante mi condición humana, fue la sensación que dejó en mí el poemario “Lejos de dios” de Jorge Castillo Martínez.

         Sus poemas reflexivos me llevaron a ver de tú a tú la soledad de mi existencia, la ausencia de mi “yo” sobre mis pasos. Sus metáforas, nada convencionales, cimbraron mi memoria hasta los huesos: “voy con el rocío a la tierra herida y al follaje sangrando cristalino”, lo dice sin titubear, después confiesa: “lloré al revés, sobre mis ojos, la sal como cristal del infinito”.

Agréguese a esta forma de escribir, esa forma tan vital, tan muy de su carácter, de construir la palabra dicha, la palabra que interroga y nos lleva hasta el vacío, ese vacío que posibilita iniciar un nuevo camino de ida y de regreso: “¿a dónde voy a ir, si hasta el viento, cuando va, regresa?”. La respuesta es un misterio como el tiempo, una actitud en los pasos de cada quien, una certeza de saber que nada somos: “y qué se vuelve el hombre cuando ya no siente nada?”, Jorge se pregunta y en seguida se contesta: “no lo sé, pues no soy nadie”.

      Anudado el pensamiento, sin el ánimo de escribir un poco sobre algunas revelaciones encontradas, una madrugada siguió a otra, y nada que decir sobre la obra del poeta, nada. ¿Yo no sé, a ciencia cierta, cuándo llegó este momento en el que estoy frente a un papel en blanco?

En efecto, el poemario de Jorge Castillo me permitió encontrar un “yo” extraviado en el vaivén tiempo. Me confrontó con mi propia existencia, pero, al mismo tiempo, me invitó a sentir el peso de mi propia soledad, la ausencia de mi ser en el vacío, la presencia, siempre latente, de la muerte.

Me permitió, para decirlo de una vez, sentir la herida seca que deja la conciencia y no precisamente de que he de morir un día, sino que uno muere en cada instante que respira y, por lo mismo, que la vida está envuelta en las manos de la muerte, y de esta envoltura nadie escapa, pues, cito a nuestro poeta una vez más, “todos venimos a cruzar la puerta del instante”. En síntesis, leerle me llevó a dialogar muy al fondo de mí, muy en las espinas que dejan en el alma sus palabras, y eso se agradece.

        Quizá sea ésta una de las tantas cualidades que encierra el poemario que aquí se presenta: confrontarnos a nosotros mismos sin mediación alguna, pero, además, sin dejarnos, como filósofo que es, en pleno desamparo. Ello es así, los invito a comprobarlo, ya que, al leerle uno recoge las espinas que dejan sus palabras y con ellas dialoga la existencia, las realidades por él creadas.

“Lejos de dios” de ninguna manera es un libro cualquiera, es la expresión poética de un filósofo en potencia, de un hombre que interroga y camina con un dolor a cuestas que no puede callar, con el dolor humano, el suyo, el del otro y de miles y miles más.

Es un poemario, discúlpese por hablar en forma genérica y no puntual, de alguien despojado de prejuicios, de protocolos que muchas veces imponen los dogmas, los templetes políticos o religiosos. El autor de “Lejos de dios”, está lejos, también, de pensar en términos del éxito o fracaso, de lo blanco o lo negó, del pensamiento sustentado en conjeturas y descalificaciones infectadas de soberbia.

Él sabe que en el fondo nada de lo que existe es de uno y, en cambio, que uno para ser uno se debe a todo. A esta virtud de ver las cosas, Jorge, nuestro filósofo y poeta, la llama madurez: llegar a madurar, nos dice, es darme cuenta que nada es mío y, en cambio, que yo me debo a todo. En una palabra, “Lejos de dios” es una expresión poética distinta a todas. Es un llamado a estar realmente con nuestra realidad y nuestro tiempo, con nosotros mismos y con el otro que sin él no somos.

Sus revelaciones alimentan a cualquiera. Sean éstas sobre la muerte, el silencio o la libertad que toca la sombra y la luz del viento, el sonar del agua, el alma que encierra el caminar del tiempo. Sobre el sol o sobre dios, ese “dios que se volvió hombre y lo matamos”. Ese dios escrito con minúscula. La “d” alta se la pone cada quien a su gusto y su manera.

Lo mismo sucede con su elogio de la lluvia, esa lluvia de mirada derretida “rasgándose las uñas con oscuros pensamientos”, o con su búsqueda de sí mismo en la soledad del infinito: “quién soy que por soñar desaparezco? Si digo la verdad me cortan ambas manos”, Jorge se pregunta, nos pregunta, y la respuesta la tiene cada quién.

En resumidas cuentas, para mí todo el poemario es una oración que nos lleva a la reflexión y nos permite transitar de una mejor manera este camino cubierto de neblina, piedras, arroyuelos y cascadas. “Lejos de dios” fue agua fresca en mí. Lluvia de esperanza que sabe bien que un día llegará al mar.

“Lejos de dios” es un poemario que será leído y releído, subrayado con verde o amarillo, o con el carbón mismo que tiene el alma. Señala verdades que callamos, revela ausencias del ser, reflexiones que difícilmente nos planteamos. Pero, al mismo tiempo, nos alimenta y nos conforta.

Nos dice, por ejemplo: “aunque la mayor parte del tiempo y de las vidas estamos inconscientes de la vida misma y, pudiera decirse, “lejos de dios”, hay momentos en que estamos de regreso, y entonces accedemos a La Flor de la Experiencia”, entiendo yo, a la conciencia del ser, a la esencia del conocimiento del ser, del conocimiento escrito, este sí, con mayúscula y en cursiva.

         Es inevitable leer una y otra vez “Lejos de dios”, más todavía en estos tiempos que uno corre desahuciado y sin sentido, temeroso de morir sin cubreboca, ausentes en nuestros propios pasos. Es recomendable escuchar la reflexión de Castillo Martínez en estos tiempos donde uno corre desgarrado buscando ser alguien y caer rendidos en los brazos de un consumo desquiciado. “Aquello que no vende no seduce”, nos dice el poeta que aquí nos une, e inmediatamente agrega: “quien nunca pide nada es prescindible” en esta vida de intercambio de pesos y centavos.

Sus palabras nos dejan en pleno desamparo a miles y miles de personas que no vendemos más que el alma, y somos, por lo mismo, prescindibles. Empero, como humanista que también es nuestro filósofo y poeta, nos invita a habitar la soledad de todos, la soledad del tiempo. Se pregunta y nos pregunta, por ejemplo: “¿en qué llagas de inerte ceniza cabría la luz que, después de romperse, crea nidos (…) para enseñar el vuelo a los gusanos?”. Mudos quedamos todos. Intuimos, sabemos o no queremos saber, retomo la voz del autor de “Lejos de dios”, que “los gusanos son aquellos seres nacidos en la voluntad de OÍR la luz que jamás podrán ver…, y aun así les queda compasión para dar de respirar a las raíces, que de otra forma no darían frutos de luz”.

Sí, nuestro autor es alguien que camina como el viento “solo y frío”. En sus hombros lleva el dolor de la palabra, la soledad, la ausencia, el vacío, la duda clavada en la existencia: “¿cómo saber cuándo estás vivo?”, ¿cómo saberlo?, ¿cómo? Es mucha la fuerza y la vitalidad de nuestro poeta. Su voz reclama, confronta, interroga, rasguña la conciencia. Parafraseo sus palabras: lloraba la piedra entre las hojas y las ramas, y nadie los sabía, ni tú, ni yo, ni nadie. Así es la soledad y el desamparo. “Nadie sabe que llora el sol del océano”.

Como dije, en el campo de las revelaciones de Jorge Castillo no caben dogmas ni prejuicios ni descalificaciones, ni miedos a vivir la adversidad propia de la vida. Su poesía tiene temple y carácter propio, es la enseñanza del recuento de un viaje sin retorno.

         Nada que agregar, igual que el poeta que aquí nos une, quedé devastado de tristeza y soledad, quedé mirando mi vacío: “otra vez me he roto en los espasmos de la nada. He vuelto herido de las otras dimensiones y ya no están aquí los viejos sabios que puedan contar mi historia”. Así es la historicidad del tiempo, así es la conciencia y el conocimiento del hombre y de las cosas. Así es la “historia del árbol (...) báculo amargo y monocéfalo con cuerdas de guitarra”.

Uno a fin de cuentas se convierte en piedra. Escucha su conciencia, la caída del sol y de la luna, “la noche fundida en obsidiana”, la libertad, incluso, de escuchar su propia muerte.

         Tengo la certeza que “Lejos de dios” es y será una enseñanza permanente para todos aquellos que se acerquen a él. Será leído una y otra vez en silencio, sin mediar palabra. Su voz duele, cala, desnuda, confronta.

No es fácil cuestionar algo que es parte de nosotros. Sus líneas en él contenidas son, letra a letra, una reflexión profunda que busca el conocimiento del ser y de las cosas. Nada es improvisado ni dicho con la intención de alagar oídos, mucho menos de aquellos seres humanos que festejan no estar solos.

La gente, nos dice Jorge Castillo Martínez, el filósofo, el poeta, “se ilusiona, se divierte, madura su amor propio. Y dentro de uno mismo es un saberse siempre solo”. Y concluye: y “estar solo en este mundo es estar muerto. Y lo estamos. Lo demás es la palabra”. Escúchese, el verbo que expresa la materia, el principio inagotable del principio, la voz que queda como piedra en lo blanco de las hojas de un libro que está ahí, lejos de dios y cerca de nosotros, y cualquiera puede constatarlo.

                                                                                         Genaro González Licea

Caloclica, CDMX, septiembre de 2021.