La historia de los cinco sentidos
comenzó por el gusano.
Lejos de dios, Jorge Castillo Martínez
Mudo y mirando la pequeñez humana de la cual soy parte.
Con un puño de cristales rasgando la garganta y tristemente maravillado de
haber visto por un instante mi condición humana, fue la sensación que dejó en
mí el poemario “Lejos de dios” de Jorge Castillo Martínez.
Sus
poemas reflexivos me llevaron a ver de tú a tú la soledad de mi existencia, la
ausencia de mi “yo” sobre mis pasos. Sus metáforas, nada convencionales, cimbraron
mi memoria hasta los huesos: “voy con el rocío a la tierra
herida y al follaje sangrando cristalino”, lo dice sin titubear, después
confiesa: “lloré al revés, sobre mis ojos, la sal como cristal del infinito”.
Agréguese a esta forma de escribir, esa
forma tan vital, tan muy de su carácter, de construir la palabra dicha, la palabra que interroga y nos lleva hasta el vacío, ese
vacío que posibilita iniciar un nuevo camino de ida y de regreso: “¿a dónde voy
a ir, si hasta el viento, cuando va, regresa?”. La respuesta es un misterio
como el tiempo, una actitud en los pasos de cada quien, una certeza de saber que
nada somos: “y qué se vuelve el hombre cuando ya no siente nada?”, Jorge se
pregunta y en seguida se contesta: “no lo sé, pues no soy nadie”.
Anudado
el pensamiento, sin el ánimo de escribir un poco sobre algunas revelaciones
encontradas, una madrugada siguió a otra, y nada que decir sobre la obra del poeta,
nada. ¿Yo no sé, a ciencia cierta, cuándo llegó este momento en el que estoy
frente a un papel en blanco?
En efecto, el poemario
de Jorge Castillo me permitió encontrar un “yo” extraviado en el vaivén tiempo.
Me confrontó con mi propia existencia, pero, al mismo tiempo, me invitó a sentir
el peso de mi propia soledad, la ausencia de mi ser en el vacío, la presencia,
siempre latente, de la muerte.
Me permitió, para
decirlo de una vez, sentir la herida seca que deja la conciencia y no
precisamente de que he de morir un día, sino que uno muere en cada instante
que respira y, por lo mismo, que la vida está envuelta en las manos de la
muerte, y de esta envoltura nadie escapa, pues, cito a nuestro poeta una vez
más, “todos venimos a cruzar la puerta del instante”. En síntesis, leerle me llevó
a dialogar muy al fondo de mí, muy en las espinas que dejan en el alma sus
palabras, y eso se agradece.
Quizá
sea ésta una de las tantas cualidades que encierra el poemario que aquí se
presenta: confrontarnos a nosotros mismos sin mediación alguna, pero, además,
sin dejarnos, como filósofo que es, en pleno desamparo. Ello es así, los invito
a comprobarlo, ya que, al leerle uno recoge las espinas que dejan sus palabras y
con ellas dialoga la existencia, las realidades por él creadas.
“Lejos de dios” de
ninguna manera es un libro cualquiera, es la expresión poética de un filósofo
en potencia, de un hombre que interroga y camina con un dolor a cuestas que no
puede callar, con el dolor humano, el suyo, el del otro y de miles y miles más.
Es un poemario, discúlpese
por hablar en forma genérica y no puntual, de alguien despojado de prejuicios, de
protocolos que muchas veces imponen los dogmas, los templetes políticos o
religiosos. El autor de “Lejos de dios”, está lejos, también, de pensar en términos
del éxito o fracaso, de lo blanco o lo negó, del pensamiento sustentado en conjeturas
y descalificaciones infectadas de soberbia.
Él sabe que en el fondo
nada de lo que existe es de uno y, en cambio, que uno para ser uno se debe a
todo. A esta virtud de ver las cosas, Jorge, nuestro filósofo y poeta, la llama
madurez: llegar a madurar, nos dice, es darme cuenta que nada es mío y, en
cambio, que yo me debo a todo. En una palabra, “Lejos de dios” es una expresión
poética distinta a todas. Es un llamado a estar realmente con nuestra realidad y
nuestro tiempo, con nosotros mismos y con el otro que sin él no somos.
Sus revelaciones
alimentan a cualquiera. Sean éstas sobre la muerte, el silencio o la libertad
que toca la sombra y la luz del viento, el sonar del agua, el alma que encierra
el caminar del tiempo. Sobre el sol o sobre dios, ese “dios que se volvió hombre
y lo matamos”. Ese dios escrito con minúscula. La “d” alta se la pone cada
quien a su gusto y su manera.
Lo mismo sucede con su elogio
de la lluvia, esa lluvia de mirada derretida “rasgándose las uñas con
oscuros pensamientos”, o con su búsqueda de sí mismo en la soledad del
infinito: “quién soy que por soñar desaparezco? Si
digo la verdad me cortan ambas manos”, Jorge se pregunta, nos pregunta, y la
respuesta la tiene cada quién.
En resumidas cuentas, para
mí todo el poemario es una oración que nos lleva a la reflexión y nos permite
transitar de una mejor manera este camino cubierto de neblina, piedras, arroyuelos
y cascadas. “Lejos de dios” fue agua fresca en mí. Lluvia de esperanza que sabe
bien que un día llegará al mar.
“Lejos de dios” es un
poemario que será leído y releído, subrayado con verde o amarillo, o con el
carbón mismo que tiene el alma. Señala verdades que callamos, revela ausencias
del ser, reflexiones que difícilmente nos planteamos. Pero, al mismo tiempo,
nos alimenta y nos conforta.
Nos dice, por ejemplo: “aunque
la mayor parte del tiempo y de las vidas estamos inconscientes de la vida misma
y, pudiera decirse, “lejos de dios”, hay momentos en que estamos de regreso, y
entonces accedemos a La Flor de la Experiencia”, entiendo yo, a la conciencia
del ser, a la esencia del conocimiento del ser, del conocimiento escrito, este
sí, con mayúscula y en cursiva.
Es inevitable
leer una y otra vez “Lejos de dios”, más todavía en estos tiempos que uno corre
desahuciado y sin sentido, temeroso de morir sin cubreboca, ausentes en
nuestros propios pasos. Es recomendable escuchar la reflexión de Castillo
Martínez en estos tiempos donde uno corre desgarrado buscando ser alguien y
caer rendidos en los brazos de un consumo desquiciado. “Aquello que no vende no
seduce”, nos dice el poeta que aquí nos une, e inmediatamente agrega: “quien
nunca pide nada es prescindible” en esta vida de intercambio de pesos y
centavos.
Sus palabras nos dejan
en pleno desamparo a miles y miles de personas que no vendemos más que el alma,
y somos, por lo mismo, prescindibles. Empero, como humanista que también es
nuestro filósofo y poeta, nos invita a habitar la soledad de todos, la soledad del
tiempo. Se pregunta y nos pregunta, por ejemplo: “¿en qué llagas de inerte
ceniza cabría la luz que, después de romperse, crea nidos (…) para enseñar el
vuelo a los gusanos?”. Mudos quedamos todos. Intuimos, sabemos o no queremos
saber, retomo la voz del autor de “Lejos de dios”, que “los
gusanos son aquellos seres nacidos en la voluntad de OÍR la luz que jamás
podrán ver…, y aun así les queda compasión para dar de respirar a las raíces, que
de otra forma no darían frutos de luz”.
Sí, nuestro autor es
alguien que camina como el viento “solo y frío”. En sus hombros lleva el dolor
de la palabra, la soledad, la ausencia, el vacío, la duda clavada en la
existencia: “¿cómo saber cuándo estás vivo?”, ¿cómo saberlo?, ¿cómo? Es mucha
la fuerza y la vitalidad de nuestro poeta. Su voz reclama, confronta,
interroga, rasguña la conciencia. Parafraseo sus palabras: lloraba la piedra
entre las hojas y las ramas, y nadie los sabía, ni tú, ni yo, ni nadie. Así es
la soledad y el desamparo. “Nadie sabe que llora el sol del océano”.
Como dije, en el campo
de las revelaciones de Jorge Castillo no caben dogmas ni prejuicios ni descalificaciones,
ni miedos a vivir la adversidad propia de la vida. Su poesía tiene temple y carácter
propio, es la enseñanza del recuento de un viaje sin retorno.
Nada que agregar, igual que el poeta que aquí nos une, quedé
devastado de tristeza y soledad, quedé mirando mi vacío: “otra vez me he roto en
los espasmos de la nada. He vuelto herido de las otras dimensiones y ya no
están aquí los viejos sabios que puedan contar mi historia”. Así es la historicidad
del tiempo, así es la conciencia y el conocimiento del hombre y de las cosas. Así
es la “historia del árbol (...) báculo amargo y monocéfalo con cuerdas de
guitarra”.
Uno a fin de cuentas se
convierte en piedra. Escucha su conciencia, la caída del sol y de la luna, “la
noche fundida en obsidiana”, la libertad, incluso, de escuchar su propia
muerte.
Tengo la
certeza que “Lejos de dios” es y será una enseñanza permanente para todos
aquellos que se acerquen a él. Será leído una y otra vez en silencio, sin mediar
palabra. Su voz duele, cala, desnuda, confronta.
No es fácil cuestionar
algo que es parte de nosotros. Sus líneas en él contenidas son, letra a letra,
una reflexión profunda que busca el conocimiento del ser y de las cosas. Nada
es improvisado ni dicho con la intención de alagar oídos, mucho menos de
aquellos seres humanos que festejan no estar solos.
La gente, nos dice Jorge
Castillo Martínez, el filósofo, el poeta, “se ilusiona, se divierte, madura su
amor propio. Y dentro de uno mismo es un saberse siempre solo”. Y concluye: y “estar
solo en este mundo es estar muerto. Y lo estamos. Lo demás es la palabra”.
Escúchese, el verbo que expresa la materia, el principio inagotable del
principio, la voz que queda como piedra en lo blanco de las hojas de un libro
que está ahí, lejos de dios y cerca de nosotros, y cualquiera puede constatarlo.
Genaro González Licea
Caloclica, CDMX, septiembre de
2021.