POESÍA EN EL ATARDECER: UN REENCUENTRO CON EL
ECO QUE ENVUELVE A LA PALABRA
Con gratitud a Jesús Nava
En
el Centro Cultural Enrique Ruelas, aquí, en Pachuca, reencontré el eco
de mi voz y mi palabra después de más de cuarenta años de estar ausente de un entarimado
literario.
Dicho de manera breve, a este hecho se limita mi
participación del día de hoy, al presentarse mi libro Poesía en el atardecer.
Y qué bien que así sea. Me parece que el menos indicado para hablar del
contenido de un libro es su propio autor. Más todavía si de poesía se trata, es
decir, de la íntima expresión, encuentro y desencuentro de alguien consigo
mismo y con el otro, el otro que, al tener frente de sí la expresión poética,
elabora desde su alma, desde su propio interior, lo que entiendo por poesía.
La poesía es asombro, misterio y comunión, es la
comunión íntima del ser, la línea en blanco que dejan las palabras, la
metáfora, el trabajo de lo poético, su expresión, forma, escritura. Es
permanente búsqueda y encuentro con nosotros mismos y con el otro que no
conocemos y, sin embargo, dialogamos de tú a tú con él.
La poesía no es el lenguaje de los dioses. Es el
lenguaje tuyo y mío, es la esencia de uno y del otro que nos mira. Mirar fresco,
nítido, fugaz e intangible que envuelve la esencia de las piedras, el fuego del
instante que encierra el alma en la palabra.
El poema es la envoltura del alma, de la carne,
de los huesos. Es la envoltura del ser profundo que corre como el agua, diáfana,
transparente, cristalina, en un riachuelo dejado en el olvido. Agua que corre
en su pureza sin que nadie la ensucie ni detenga su camino. Nadie,
absolutamente nadie, ni el sendero en donde va, ni las piedras que acompañan su
camino. Nadie escucha la voz del agua que se asoma en el riachuelo. Su sonido
es íntimo y está en el alma de cada quien.
Cuando el poeta llora en silencio se mira la
sal de las palabras, se escucha el dolor de la intimidad del ser, del ser
poético que envuelve el alma, la mía, la del otro, la del tiempo. Ser poeta
encierra un compromiso, una forma de ser y caminar. La palabra es la envoltura del
poeta, es voz, eco que acaricia el asomo de la revelación del instante, ese
instante de luz y sombra que habita en la intimidad del ser de cada uno de
nosotros.
Ninguna palabra, como lo menciono en el libro
que se presenta “describe lo que somos y sentimos, solo insinúan, tal vez, su
contorno y su relieve, su eco, su aroma y su misterio. Es, posiblemente, la
línea en blanco que dejan las palabras donde nace la poesía. Es ahí donde se
ajusta su exacto contenido, porque en ella, quizá, ya lo único que existe es el
silencio sublime que deja el lenguaje en la intimidad de cada quien”. La
poesía, a fin de cuentas, nos dice don Carlos Castilla del Pino, “es lo que más
se acerca a la verbalización de lo íntimo. Pero también la poesía, a este
respecto, es insuficiente”.
Regreso al punto inicial. Permítaseme comentar
porqué expresé que fue en el Centro Cultural Enrique Ruelas y mediante
la lectura del libro que aquí se presenta, el instante mediante el cual “reencontré
el eco de mi voz y mi palabra después de más de cuarenta años de estar ausente de
un entarimado literario”.
Lo primero a expresar es que Poesía en el
atardecer es un texto que nació en las Tertulias de viernes literarios que
lleva a cabo el centro cultural antes referido. Centro cultural al cual asistí
para compartir un primer acercamiento sobre lo que entiendo por poesía, así
como la lectura de una serie de poemas de mi autoría, publicados ya, en Caloclica;
El desahuciado, el gato; y El silencio y la sombra.
Aquella lectura dio forma, en sus términos, al
libro que hoy se presenta y constituyó, para mí, más que la conformación de una
antología poética, la expresión de un poemario simbólico, de un testimonio
modesto, muy modesto, de gratitud y comunión, pues, mediante él regresé,
públicamente, subrayo, públicamente, al quehacer poético.
La poesía es una sombra que camina con la mía y,
por lo mismo, bien puedo decir que es parte de mi propia sombra. Desde que me
acuerdo he dialogado y escrito poesía en forma permanente, pero en público
suspendí esta actividad por un buen tiempo. Cuestión que, para ser sincero, no
me generó ni me genera ningún problema, pues soy de las personas que piensa
que, tal vez con un margen de error considerable, la poesía, en esencia, es
intimidad y comunión. Lectura íntima y comunión con uno mismo y con el alma del
lector en un contexto fraterno donde se escuche el silencio del agua que dejan
las palabras.
Ese contexto lo encontré, como detonante, en el
Centro Cultural Enrique Ruelas, lo cual se complementó con varios
factores. Uno de ellos es la generosidad con la cual me recibió Hans Giébe en
particular, la comunidad cultural del Estado de Hidalgo, en general, creativa,
crítica y autocrítica y, sin duda, un bastión muy importante en el ámbito
nacional y, por supuesto, la calidez de Luis Manuel García Aguirre, director
del citado Centro cultural, persona comprometida con la creación literaria, el
teatro, la música, danza y artes plásticas, entre otras vertientes de la
creación y del conocimiento humano.
Otro factor fue la insistencia de Enrique
González Rojo Arthur de que publicara mi poesía y escritos literarios que él
conocía desde aquellas tertulias literarias realizadas en su casa, allá por la
década de los setentas, hasta los últimos textos que yo mismo le llevé, entre
ellos, Caloclica, al cual le obsequió un hermoso prólogo que le
agradeceré siempre.
Recuerdo que un día le escribí unas líneas en
las cuales, en una de sus partes, le decía: “mi palabra, que lejos está de
buscar los reflectores y embriagarse con aplausos, ya nunca más caminará
huérfana por el resto de mis días. Caloclica no será, como lo había
pensado, mi última expresión en un poema”. Cuestión que hasta ahora se ha
cumplido.
El factor que redondea lo anterior fue el haber
asistido, aquí, en la bien llamada “bella airosa”, a escuchar poesía en un
lugar modesto, nada grande pero bien distribuido, bancos y sillas de todos los
colores, aunque eso sí bien ordenadas, jóvenes muy atentos para presentar su
obra de teatro, su intervención musical, su declamación, su canto o su poesía.
Poesía sin olanes de seda ni voces impostadas. Poesía a flor de piel y en hojas
sueltas, y dicha de pie en un pequeño entarimando, aunque limpio, desgastado.
Lugar cálido, con poetas, hombres y mujeres,
que venían de varios municipios del Estado de Hidalgo. Pocas personas sentadas
y muchas de pie, en el pasillo y recovecos, esperando su turno o bien
escuchando, como yo, la expresión más genuina y natural de la poesía. Ese lugar
es y será por mucho tiempo, el Centro Cultural Enrique Ruelas. En esos
momentos, me avergüenza decirlo, yo no sabía de su existencia ni de su gran
actividad cultural.
Sabía, sí, quien era el maestro Enrique Ruelas
Espinosa y su significado en la cultura nacional. Hidalguense todo él,
humanista, dramaturgo, poeta y un gran maestro admirado, apreciado y respetado
por alumnos y todo aquel que convivía con él. Formador de generaciones y
generaciones de actores, unos alumnos, otros entregados ya al arte escénico, a
la cultura en general. Maestro innovador por excelencia, vital, muy vital y
siempre mirando y encarando los problemas de su tiempo.
Yo qué daría, en estos momentos, por ver, con
su dirección, obras de teatro tan actuales en su tiempo como ahora, como muertos
sin sepultura de Jean Paul Sartre, sus entremeses cervantinos, su
teatro guiñol, o una obra de la campaña de alfabetización artística que él
dirigió en el Centro Teatral de México, formando delegaciones en todos los
Estados.
Don Enrique Ruelas Espinosa es una realidad
aparte. Conocedor como pocos del arte escénico mundial. Fue un hombre de gran
compromiso social. Regresó al teatro a su lugar de origen, al pueblo, sí, al
pueblo donde todas las obras, dramáticas, jocosas, épicas o satíricas, se dan
cita. Los protagonistas son el pueblo mismo, su cultura, su actuar cotidiano,
su estructura misma como telón de fondo. Aquí no hay butacas acojinadas,
pasillos alfombrados y barandales de caoba. Hay calles, plazuelas y personas.
Actores que surgen de una esquina o del público que al aire libre es parte
integrante de la escena. Obra, actores y espectadores, envueltos en uno solo.
La corriente rueliana está en todo el
país y más allá de sus fronteras. Aulas, escuelas, premios, bibliotecas,
centros de cultura, fundaciones y estatuas, llevan su nombre. Ya no hablemos de
las miles y miles de referencias, nacionales e internacionales, contenidas en
programas, eventos culturales y libros referentes a la historia del arte
escénico a través de siglos, épocas y edades. Rubro éste último, de sus
textos, en dos tomos, que comprenden las anotaciones del maestro para impartir
sus clases, y que fue presentado hace tres años, en 2018, por el rector actual
de la Universidad Nacional Autónoma de México. Institución en la cual el
maestro impartió clase por más de 45 años y fundó, junto con Fernando Wagner, y
Rodolfo Usigli, la Licenciatura Dramática y Teatro, en la anterior
Facultad de Filosofía y Bellas Artes, ahora Facultad de Filosofía y Letras de
la UNAM.
Es muy extensa la aportación del maestro Ruelas
Espinosa en la cultura mexicana. Guanajuato, por ejemplo, le reconoce la
creación del Festival Cervantino y su compromiso con la cultura en
general. Hombre sencillo que nació y se fue para estar con nosotros siempre, en
un mes de octubre, como este, día 20 y día 6 de octubre de 1913 y 1987,
respectivamente, para ser precisos. Días en los cuales el maestro Ruelas
Espinosa construyó y enfrentó su destino. Ese espacio azaroso donde los
caballos solares del tiempo, diría Goethe, en su Poesía y verdad, “se
precipitan con el carro ligero de nuestro destino y no nos queda más que
agarrar fuertemente las riendas y apartar las ruedas a izquierda y derecha de
esta piedra o de aquella caída. ¿Quién sabe adónde vamos? Si a duras penas
recuerda nadie de dónde viene…”.
Como dije, sabía quién era don Enrique Ruelas Espinosa,
pero, además, sabía también que ese hombre tan respetado era el padre de otro
igual, persona de un gran significado para mí: el doctor Enrique Ruelas Barajas.
Persona a la cual, por cierto, dediqué el poemario que aquí se presenta: Al siempre amigo Enrique Ruelas Barajas esta
lectura de poemas a voz baja y martajada, como el maíz y el trigo que nutre a
la hostia, al pan y a la tortilla.
Me alegra mucho recordar los antecedentes de Poesía
en el atardecer, del porqué es un texto simbólico muy importante para mí,
lo cual, si de suyo es muy grato, mi alegría crece aún más, al tener la
oportunidad de presentar este modesto poemario como parte del 34 Festival de las Artes Enrique Ruelas, como una más de sus actividades artísticas,
literarias, de teatro, música, danza, artes pláticas y poesía.
Rubro este último en el que, por cierto, se recuerda
la flama siempre presente de don Ignacio Rodríguez Galván, poeta y dramaturgo del
siglo XIX, que amó la grandeza y el dolor de este mi país desolado, árido,
frio, triste y dulce en sus raíces de barro y jade sepultado que late en las
entrañas todavía. “El águila que cae” lo dice todo, Guatimoc y sus palabras que
digo siempre como un rezo: “Ya mi siglo pasó. Mi pueblo todo /jamás elevará la
oscura frente /hundida ahora en asqueroso lodo”, y agrega, desde el barco que
“suavemente /se inclina y se remece”, desde “la brisa triste /cual hombre en
agonía”: “Adiós, oh patria mía, /adiós, tierra de amor”.
Concluyo este mi testimonio de gratitud, con la
lectura de estas líneas contenidas en Poesía en el atardecer:
Uno de pronto despierta solo,
escucha
caer su sombra como lluvia en el olvido,
como
voz enterrada, como murmullo perdido.
Los
recuerdos se envuelven con la luz que asoma,
los
pájaros lagrimean al ver mis ojos,
cantan
una canción que huele a flores,
a
espigas rotas, a sombra herida.
Solo,
mi soledad me dejó solo,
sin
una sombra de cobija, sin un refugio de morada.
Desnudo,
frente a mí, estoy más solo que nunca.
Mis
entrañas se tocan a sí mismas,
los
gusanos muerden mis penas y la cal el olor de mis quejidos.
El
viento aúlla sin encontrar mi nombre,
los
geranios al mirarme se marchitan,
la
mañana se va oliendo a música mojada,
el
riachuelo se evapora y muere como fantasma a la mitad del día.
Fui
amado, la vida brilló en mis ojos, tembló en mis manos.
Luché
y caí abatido. El carbón de mi pobreza fue mi tumba y mi tintero.
Estoy
a la orilla de mi sombra,
un
inmenso silencio me acompaña.
Terminaré en
seguida, no sin antes agradecer a todos ustedes la oportunidad de ser
escuchado, y felicitar a la editorial Vozabizal, al Centro Cultural
Enrique Ruelas, y al Centro de las Artes de la Secretaría de
Cultura del Estado de Hidalgo, por su gran labor cultural y educativa llevada a
cabo en el Estado, y por ser el mejor portavoz para dirigirse a mi país y más
allá de sus fronteras. Con ustedes mi gratitud siempre y, como punto final, las
siguientes líneas del poemario Poesía en el atardecer: “Veo mi cadáver entrar al cementerio,
mi sombra se quema junto a mí, toco mis cenizas con la punta de la lengua y con
ellas escribo mi nombre en el olvido”.
Genaro González Licea
Caloclica, CDMEX, octubre 22 de 2021.