sábado, 23 de octubre de 2021

Genaro González Licea presenta Poesía en el atardecer, en el "34 Festival de las Artes Enrique Ruelas 2021"

 


POESÍA EN EL ATARDECER: UN REENCUENTRO CON EL ECO QUE ENVUELVE A LA PALABRA

  

Con gratitud a Jesús Nava

 

En el Centro Cultural Enrique Ruelas, aquí, en Pachuca, reencontré el eco de mi voz y mi palabra después de más de cuarenta años de estar ausente de un entarimado literario.

Dicho de manera breve, a este hecho se limita mi participación del día de hoy, al presentarse mi libro Poesía en el atardecer. Y qué bien que así sea. Me parece que el menos indicado para hablar del contenido de un libro es su propio autor. Más todavía si de poesía se trata, es decir, de la íntima expresión, encuentro y desencuentro de alguien consigo mismo y con el otro, el otro que, al tener frente de sí la expresión poética, elabora desde su alma, desde su propio interior, lo que entiendo por poesía.

La poesía es asombro, misterio y comunión, es la comunión íntima del ser, la línea en blanco que dejan las palabras, la metáfora, el trabajo de lo poético, su expresión, forma, escritura. Es permanente búsqueda y encuentro con nosotros mismos y con el otro que no conocemos y, sin embargo, dialogamos de tú a tú con él.

La poesía no es el lenguaje de los dioses. Es el lenguaje tuyo y mío, es la esencia de uno y del otro que nos mira. Mirar fresco, nítido, fugaz e intangible que envuelve la esencia de las piedras, el fuego del instante que encierra el alma en la palabra.

El poema es la envoltura del alma, de la carne, de los huesos. Es la envoltura del ser profundo que corre como el agua, diáfana, transparente, cristalina, en un riachuelo dejado en el olvido. Agua que corre en su pureza sin que nadie la ensucie ni detenga su camino. Nadie, absolutamente nadie, ni el sendero en donde va, ni las piedras que acompañan su camino. Nadie escucha la voz del agua que se asoma en el riachuelo. Su sonido es íntimo y está en el alma de cada quien.

Cuando el poeta llora en silencio se mira la sal de las palabras, se escucha el dolor de la intimidad del ser, del ser poético que envuelve el alma, la mía, la del otro, la del tiempo. Ser poeta encierra un compromiso, una forma de ser y caminar. La palabra es la envoltura del poeta, es voz, eco que acaricia el asomo de la revelación del instante, ese instante de luz y sombra que habita en la intimidad del ser de cada uno de nosotros.

Ninguna palabra, como lo menciono en el libro que se presenta “describe lo que somos y sentimos, solo insinúan, tal vez, su contorno y su relieve, su eco, su aroma y su misterio. Es, posiblemente, la línea en blanco que dejan las palabras donde nace la poesía. Es ahí donde se ajusta su exacto contenido, porque en ella, quizá, ya lo único que existe es el silencio sublime que deja el lenguaje en la intimidad de cada quien”. La poesía, a fin de cuentas, nos dice don Carlos Castilla del Pino, “es lo que más se acerca a la verbalización de lo íntimo. Pero también la poesía, a este respecto, es insuficiente”.

Regreso al punto inicial. Permítaseme comentar porqué expresé que fue en el Centro Cultural Enrique Ruelas y mediante la lectura del libro que aquí se presenta, el instante mediante el cual “reencontré el eco de mi voz y mi palabra después de más de cuarenta años de estar ausente de un entarimado literario”.

Lo primero a expresar es que Poesía en el atardecer es un texto que nació en las Tertulias de viernes literarios que lleva a cabo el centro cultural antes referido. Centro cultural al cual asistí para compartir un primer acercamiento sobre lo que entiendo por poesía, así como la lectura de una serie de poemas de mi autoría, publicados ya, en Caloclica; El desahuciado, el gato; y El silencio y la sombra.

Aquella lectura dio forma, en sus términos, al libro que hoy se presenta y constituyó, para mí, más que la conformación de una antología poética, la expresión de un poemario simbólico, de un testimonio modesto, muy modesto, de gratitud y comunión, pues, mediante él regresé, públicamente, subrayo, públicamente, al quehacer poético.

La poesía es una sombra que camina con la mía y, por lo mismo, bien puedo decir que es parte de mi propia sombra. Desde que me acuerdo he dialogado y escrito poesía en forma permanente, pero en público suspendí esta actividad por un buen tiempo. Cuestión que, para ser sincero, no me generó ni me genera ningún problema, pues soy de las personas que piensa que, tal vez con un margen de error considerable, la poesía, en esencia, es intimidad y comunión. Lectura íntima y comunión con uno mismo y con el alma del lector en un contexto fraterno donde se escuche el silencio del agua que dejan las palabras.

Ese contexto lo encontré, como detonante, en el Centro Cultural Enrique Ruelas, lo cual se complementó con varios factores. Uno de ellos es la generosidad con la cual me recibió Hans Giébe en particular, la comunidad cultural del Estado de Hidalgo, en general, creativa, crítica y autocrítica y, sin duda, un bastión muy importante en el ámbito nacional y, por supuesto, la calidez de Luis Manuel García Aguirre, director del citado Centro cultural, persona comprometida con la creación literaria, el teatro, la música, danza y artes plásticas, entre otras vertientes de la creación y del conocimiento humano.

Otro factor fue la insistencia de Enrique González Rojo Arthur de que publicara mi poesía y escritos literarios que él conocía desde aquellas tertulias literarias realizadas en su casa, allá por la década de los setentas, hasta los últimos textos que yo mismo le llevé, entre ellos, Caloclica, al cual le obsequió un hermoso prólogo que le agradeceré siempre.

Recuerdo que un día le escribí unas líneas en las cuales, en una de sus partes, le decía: “mi palabra, que lejos está de buscar los reflectores y embriagarse con aplausos, ya nunca más caminará huérfana por el resto de mis días. Caloclica no será, como lo había pensado, mi última expresión en un poema”. Cuestión que hasta ahora se ha cumplido.

El factor que redondea lo anterior fue el haber asistido, aquí, en la bien llamada “bella airosa”, a escuchar poesía en un lugar modesto, nada grande pero bien distribuido, bancos y sillas de todos los colores, aunque eso sí bien ordenadas, jóvenes muy atentos para presentar su obra de teatro, su intervención musical, su declamación, su canto o su poesía. Poesía sin olanes de seda ni voces impostadas. Poesía a flor de piel y en hojas sueltas, y dicha de pie en un pequeño entarimando, aunque limpio, desgastado.

Lugar cálido, con poetas, hombres y mujeres, que venían de varios municipios del Estado de Hidalgo. Pocas personas sentadas y muchas de pie, en el pasillo y recovecos, esperando su turno o bien escuchando, como yo, la expresión más genuina y natural de la poesía. Ese lugar es y será por mucho tiempo, el Centro Cultural Enrique Ruelas. En esos momentos, me avergüenza decirlo, yo no sabía de su existencia ni de su gran actividad cultural.

Sabía, sí, quien era el maestro Enrique Ruelas Espinosa y su significado en la cultura nacional. Hidalguense todo él, humanista, dramaturgo, poeta y un gran maestro admirado, apreciado y respetado por alumnos y todo aquel que convivía con él. Formador de generaciones y generaciones de actores, unos alumnos, otros entregados ya al arte escénico, a la cultura en general. Maestro innovador por excelencia, vital, muy vital y siempre mirando y encarando los problemas de su tiempo.

Yo qué daría, en estos momentos, por ver, con su dirección, obras de teatro tan actuales en su tiempo como ahora, como muertos sin sepultura de Jean Paul Sartre, sus entremeses cervantinos, su teatro guiñol, o una obra de la campaña de alfabetización artística que él dirigió en el Centro Teatral de México, formando delegaciones en todos los Estados.

Don Enrique Ruelas Espinosa es una realidad aparte. Conocedor como pocos del arte escénico mundial. Fue un hombre de gran compromiso social. Regresó al teatro a su lugar de origen, al pueblo, sí, al pueblo donde todas las obras, dramáticas, jocosas, épicas o satíricas, se dan cita. Los protagonistas son el pueblo mismo, su cultura, su actuar cotidiano, su estructura misma como telón de fondo. Aquí no hay butacas acojinadas, pasillos alfombrados y barandales de caoba. Hay calles, plazuelas y personas. Actores que surgen de una esquina o del público que al aire libre es parte integrante de la escena. Obra, actores y espectadores, envueltos en uno solo.

La corriente rueliana está en todo el país y más allá de sus fronteras. Aulas, escuelas, premios, bibliotecas, centros de cultura, fundaciones y estatuas, llevan su nombre. Ya no hablemos de las miles y miles de referencias, nacionales e internacionales, contenidas en programas, eventos culturales y libros referentes a la historia del arte escénico a través de siglos, épocas y edades. Rubro éste último, de sus textos, en dos tomos, que comprenden las anotaciones del maestro para impartir sus clases, y que fue presentado hace tres años, en 2018, por el rector actual de la Universidad Nacional Autónoma de México. Institución en la cual el maestro impartió clase por más de 45 años y fundó, junto con Fernando Wagner, y Rodolfo Usigli, la Licenciatura Dramática y Teatro, en la anterior Facultad de Filosofía y Bellas Artes, ahora Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Es muy extensa la aportación del maestro Ruelas Espinosa en la cultura mexicana. Guanajuato, por ejemplo, le reconoce la creación del Festival Cervantino y su compromiso con la cultura en general. Hombre sencillo que nació y se fue para estar con nosotros siempre, en un mes de octubre, como este, día 20 y día 6 de octubre de 1913 y 1987, respectivamente, para ser precisos. Días en los cuales el maestro Ruelas Espinosa construyó y enfrentó su destino. Ese espacio azaroso donde los caballos solares del tiempo, diría Goethe, en su Poesía y verdad, “se precipitan con el carro ligero de nuestro destino y no nos queda más que agarrar fuertemente las riendas y apartar las ruedas a izquierda y derecha de esta piedra o de aquella caída. ¿Quién sabe adónde vamos? Si a duras penas recuerda nadie de dónde viene…”.

Como dije, sabía quién era don Enrique Ruelas Espinosa, pero, además, sabía también que ese hombre tan respetado era el padre de otro igual, persona de un gran significado para mí: el doctor Enrique Ruelas Barajas. Persona a la cual, por cierto, dediqué el poemario que aquí se presenta: Al siempre amigo Enrique Ruelas Barajas esta lectura de poemas a voz baja y martajada, como el maíz y el trigo que nutre a la hostia, al pan y a la tortilla.

Me alegra mucho recordar los antecedentes de Poesía en el atardecer, del porqué es un texto simbólico muy importante para mí, lo cual, si de suyo es muy grato, mi alegría crece aún más, al tener la oportunidad de presentar este modesto poemario como parte del 34 Festival de las Artes Enrique Ruelas, como una más de sus actividades artísticas, literarias, de teatro, música, danza, artes pláticas y poesía.

Rubro este último en el que, por cierto, se recuerda la flama siempre presente de don Ignacio Rodríguez Galván, poeta y dramaturgo del siglo XIX, que amó la grandeza y el dolor de este mi país desolado, árido, frio, triste y dulce en sus raíces de barro y jade sepultado que late en las entrañas todavía. “El águila que cae” lo dice todo, Guatimoc y sus palabras que digo siempre como un rezo: “Ya mi siglo pasó. Mi pueblo todo /jamás elevará la oscura frente /hundida ahora en asqueroso lodo”, y agrega, desde el barco que “suavemente /se inclina y se remece”, desde “la brisa triste /cual hombre en agonía”: “Adiós, oh patria mía, /adiós, tierra de amor”.

Concluyo este mi testimonio de gratitud, con la lectura de estas líneas contenidas en Poesía en el atardecer:

 

Uno de pronto despierta solo,

escucha caer su sombra como lluvia en el olvido,

como voz enterrada, como murmullo perdido.

 

Los recuerdos se envuelven con la luz que asoma,

los pájaros lagrimean al ver mis ojos,

cantan una canción que huele a flores,

a espigas rotas, a sombra herida.

 

Solo, mi soledad me dejó solo,

sin una sombra de cobija, sin un refugio de morada.

 

Desnudo, frente a mí, estoy más solo que nunca.

Mis entrañas se tocan a sí mismas,

los gusanos muerden mis penas y la cal el olor de mis quejidos.

 

El viento aúlla sin encontrar mi nombre,

los geranios al mirarme se marchitan,

la mañana se va oliendo a música mojada,

el riachuelo se evapora y muere como fantasma a la mitad del día.

 

Fui amado, la vida brilló en mis ojos, tembló en mis manos.

Luché y caí abatido. El carbón de mi pobreza fue mi tumba y mi tintero.

 

Estoy a la orilla de mi sombra,

un inmenso silencio me acompaña.

 

Terminaré en seguida, no sin antes agradecer a todos ustedes la oportunidad de ser escuchado, y felicitar a la editorial Vozabizal, al Centro Cultural Enrique Ruelas, y al Centro de las Artes de la Secretaría de Cultura del Estado de Hidalgo, por su gran labor cultural y educativa llevada a cabo en el Estado, y por ser el mejor portavoz para dirigirse a mi país y más allá de sus fronteras. Con ustedes mi gratitud siempre y, como punto final, las siguientes líneas del poemario Poesía en el atardecer: “Veo mi cadáver entrar al cementerio, mi sombra se quema junto a mí, toco mis cenizas con la punta de la lengua y con ellas escribo mi nombre en el olvido”.

Genaro González Licea

Caloclica, CDMEX, octubre 22 de 2021.

 

Han Giébe, Genaro González Licea y Luis Manuel García Aguirre
Fotografía: Jesús Nava


Fotografía: Jesús Nava




martes, 5 de octubre de 2021

Genaro González Licea: Enrique González Rojo Arthur en la memoria del tiempo.

 

Fotografía de la página de
Enrique González Rojo Arthur en Facebook 



ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO ARTHUR

EN LA MEMORIA DEL TIEMPO.

  

“Una poesía filosófica tendría que ser excepcional para que no resultase una mera prosa en verso”, señala Eduardo Nicol al abordar el tema de poesía y filosofía. Su expresión encierra un razonamiento riguroso, propia de un filósofo acostumbrado a interrogar el comportamiento humano y exponer su resultado sin atadura. Sin embargo, como buen filósofo no se inclina por los razonamientos cerrados y mantiene la posibilidad de encontrar o elaborar una poesía filosófica siempre y cuando ésta sea excepcional, escúchese, distinta a los patrones comúnmente establecidos, o bien, a patrones de ninguna manera anclados en lo ordinario.

         En la vida cotidiana esta excepción a la cual se refiere Eduardo Nicol, la percibí en el trabajo filosófico y poético de Enrique González Rojo Arthur, en su trabajo de creación, o “salto mortal o cabriola metafísica de la nada al universo”, como diría él. En Enrique encontré el justo eslabón entre ambas expresiones del ser, y ese hecho, sin entrar a su estudio, sino simplemente ponerlo en la mesa y recordarlo en un día como hoy, 5 de octubre, fecha de su nacimiento, es el objeto de las siguientes líneas.

El esfuerzo de unir estas dos expresiones del conocimiento del ser, es, a mi entender, una de tantas enseñanzas de nuestro poeta. Tarea compleja, nada sencilla ni para estudiarla y mucho menos para exponerla a los ojos de los mortales, como los míos, por supuesto, como, quizá, para los del filósofo o poeta que lo intente.

La obra de ambos pensadores está ahí, cualquier persona puede acudir a consultarla. Mi impresión es que ambos perciben con gran claridad que, citó a Nicol, “tal vez el nudo de la cuestión estuviera en la y. Algún conocimiento elemental poseemos de las dos, puesto que no podemos confundirlas”, ello en virtud de que, agrega, “la y es una conjunción copulativa, cuyo oficio (dice el diccionario) es unir palabras (o sea cosas) en concepto afirmativo. Sin embargo, la asociación es también disociación”.

Poesía y filosofía condensan, cada una, en sí misma, su esencia. Sobre el particular, menciona Eduardo Nicol: “cada una es lo que es, y ambas quedan separadas por la misma y que las reúne”. Posteriormente complementa: “para quienes no estén al tanto del asunto, es conveniente advertir que lo dicho en el párrafo anterior recoge las ideas con que Platón, en el Sofista, inauguró la dialéctica como ciencia rigurosa”.

Sin cuestionar lo dicho por el maestro Nicol, empero, permítaseme agregar a lo antes citado que, por su parte, González Rojo inauguró la poesía filosófica, la unión de la semilla cotidiana que revive la filosofía y la poesía en la esperanza envuelta en la palabra, en la creación de un canto poético que interroga con una gramática iracunda.

Ello es así, toda vez que, hasta donde percibo, lleva a cabo un esfuerzo poético excepcional donde la y tiende a diluirse, dejando claro que la creación literaria, la poesía en especial, carece de estándares y patrones convencionales, pues al interpretar el cosmos y su devenir se basta a sí misma, más todavía cuando es despojada de mitos y prejuicios e instalada, en contrapartida, en la conciencia de la materialidad de las cosas, “del ser material que constituye el afuera”. Ese afuera conocido como tiempo, ya sea físico, convencional, psíquico o histórico. En suma, el tiempo como atributo del ser material y la conciencia como eje central donde está “el bastón de mando”.

De esta labor de poesía filosófica, González Rojo, en realidad, da cuenta en toda su obra, sin embargo, en forma muy particular dicho tema revistió un interés sin precedentes en los últimos meses de su vida, ejemplo de ello están sus últimos cuatro libros de poesía titulados: Poema filosófico I, II, III, y IV, este último con un paréntesis de continuará. Por lo dicho, bien se puede decir que nuestro humanista, filósofo y poeta, dio su último suspiro con el tema en el tintero.

¿Qué llevó a Enrique González Rojo Arthur a escribir sus últimos libros sobre el tema de poesía filosófica?, ¿qué instante o atisbo de luz, como él diría, vio para unir sin titubeos los temas en cuestión? No lo sé, empero, el tema está plasmado y la semilla fermenta día a día.

Es en este universo material y concreto en el cual transita nuestro poeta. Es en este universo, en este “desierto de desiertos” que es “uno y el mismo para todos”, donde se genera su reflexión. Es un universo donde la materia se multiplica por mil al infinito, es el espacio donde se da cita la creación y la esencia de las cosas, en él, nos refiere Enrique, “no hay lugar donde lo existente, limitado y mal hecho (…) halle la manera de acceder a los palacios de la perfección y entablar relaciones con los ángeles u otras criaturas sin defecto concebidas”.

Es en este universo que amamos y desamamos, vivimos y morimos, nos picamos los ojos, creamos culpas y redenciones, construimos y destruimos, sí, es en este universo donde deambula nuestro poeta. Universo que “no ha sido creado ni por ningún Dios ni por ningún hombre”, pues en él “todo influye en todo” y, por lo mismo, “la realidad no surge de los telares de la creencia ni se genera en el tronido sinfónico de los dedos del milagro”.

Mas en el cosmos la creación no es nada fácil. El poeta al que se refieren estas líneas lo sabe bien, toda vez que, como el mismo expresa, “la verdad se escamotea”, “la nada borronea cuanto existe”, “implica ciertos negocios turbios con la nada”, razón por la cual, el que el todo pueda influir en el todo mismo “resulta verdadero si se investigan y descubren las infinitas causas que zurcen, con el ligamen del misterio y la niebla, unas cosas con otras, porque no hay sino un cosmos. Inabarcable, sí, y que se aleja, desde luego, expandiéndose, de nuestro conocimiento. Pero encerrado en la discreta continuidad de lo infinito”.

Escuchemos la voz de González Rojo al insistir: “la nada jamás será preñada por el ser. En la nada no hay algo –ni un puntito escondido en la insignificancia– capaz de dejar de ser lo que siempre ha de ser: nada, sólo nada. Como esta última tiene como cualidad esencial ser imposible, el universo es imperecedero. Y también infinito, con devenires de nunca acabar, y límites inmolados por la artillería pesada de lo eterno. El cosmos ha existido, existe y existirá por los siglos de los siglos”.

Y agrega: “El ser humano no nace del pacto, la alianza, el matrimonio secreto, invisible, intrauterino, de dos realidades contrapuestas, como lo blanco y lo negro que se sienten traicionados por los pretenciosos desplantes de lo gris. La carne no es la casa de alquiler de un alma que en esencia jamás se contamina de la impureza de los adobes que forman su habitáculo”.

A renglón seguido nos recuerda, “nos guste o no (cuando el pulso pida la palabra para decir su último parlamento de latidos, cuando la sangre mude su carrera por el andar despacio, pian pianito, diminuendo que acaba por detenerse en la coagulación de la existencia) el espíritu, el alma, se apagarán repentinamente como el cirio que, con el soplo interior de su último aliento, se queda para siempre sin su llama y deja tras de sí –después de padecer los estertores del chisporroteo– su cadáver de cera”.

Nada detiene el devenir, ni los golpes de pecho, ni los rezos o alabanzas, pues, como él mismo nos señala: “como el día y la noche, todo se halla marchando en el gerundio nuestro de cada día, de nunca acabar, de correr fagocitando porvenires. Todo. Desde la dimensión indescriptible del cosmos –en que palabras como gigantesco, enorme, titánico– son como pobres botellas con delirio de grandeza que pretenden absorber el mar, hasta el ínfimo corpúsculo –del que sólo de oídas sabe el ojo– enamorado de la nada”.

Con lo expuesto, a mi parecer, es posible acercarnos de una mejor manera a lo que González Rojo llama la “ausencia del ser”, lo que expone sobre los griegos, Séneca, Hegel, Marx y sus discípulos, o bien su muy interesante diálogo con Lucrecio.

Sobre este último en una de sus partes se dice: 

“Tu poema filosófico –me dice Lucrecio– debería de llamarse Novum De rerum natura” (De la naturaleza de las cosas).

“Yo asiento sin dubitación alguna, sin la santurronería del dogmático pirronismo y a continuación reflexiono que las personas con su fuerza de trabajo, sus instrumentos productivos y una causa final gestada en su cabeza, creamos una cosa, un útil, un satisfactor. Si entonces nos preguntamos muy filosóficamente por su esencia, no podemos responder, como lo hacían Santo Tomás de Aquino y su maestro Alberto Magno, que aquélla es lo que hace de una cosa que sea lo que es y no otra –definición de esencia que se ahoga en la atmósfera enrarecida de la abstracción–, sino aquello para lo que fue creada”.

Y concluye: “dime, Lucrecio, qué piensas de todo lo anterior, cuando lo que ambos pretendemos es poner un hasta aquí al canto de sirena de los prejuicios”.

Poesía filosófica es todo un tema tejido en el transcurso de los años por Enrique González Rojo Arthur, sus últimos libros sobre el tema ameritan, sin duda, una lectura cuidadosa y profunda. Lo dicho aquí sobre el particular solamente es, como dije, un mencionar el tema y ponerlo en la mesa para conmemorar su nacimiento.

En la memoria del tiempo, en el andar de los días, la presencia de González Rojo siempre saldrá a nuestro paso.

Genaro González Licea

Caloclica, CDMEX, octubre 5 de 2021.

 

Genaro González Licea
Fotografía sin datar





domingo, 5 de septiembre de 2021

Genaro González Licea: Presentación del poemario "Lejos de dios" de Jorge Castillo Martínez

 




 Lejos de dios o “el rezo que le habla a aquello que no está”

 

La historia de los cinco sentidos

comenzó por el gusano.

Lejos de dios, Jorge Castillo Martínez

 

Mudo y mirando la pequeñez humana de la cual soy parte. Con un puño de cristales rasgando la garganta y tristemente maravillado de haber visto por un instante mi condición humana, fue la sensación que dejó en mí el poemario “Lejos de dios” de Jorge Castillo Martínez.

         Sus poemas reflexivos me llevaron a ver de tú a tú la soledad de mi existencia, la ausencia de mi “yo” sobre mis pasos. Sus metáforas, nada convencionales, cimbraron mi memoria hasta los huesos: “voy con el rocío a la tierra herida y al follaje sangrando cristalino”, lo dice sin titubear, después confiesa: “lloré al revés, sobre mis ojos, la sal como cristal del infinito”.

Agréguese a esta forma de escribir, esa forma tan vital, tan muy de su carácter, de construir la palabra dicha, la palabra que interroga y nos lleva hasta el vacío, ese vacío que posibilita iniciar un nuevo camino de ida y de regreso: “¿a dónde voy a ir, si hasta el viento, cuando va, regresa?”. La respuesta es un misterio como el tiempo, una actitud en los pasos de cada quien, una certeza de saber que nada somos: “y qué se vuelve el hombre cuando ya no siente nada?”, Jorge se pregunta y en seguida se contesta: “no lo sé, pues no soy nadie”.

      Anudado el pensamiento, sin el ánimo de escribir un poco sobre algunas revelaciones encontradas, una madrugada siguió a otra, y nada que decir sobre la obra del poeta, nada. ¿Yo no sé, a ciencia cierta, cuándo llegó este momento en el que estoy frente a un papel en blanco?

En efecto, el poemario de Jorge Castillo me permitió encontrar un “yo” extraviado en el vaivén tiempo. Me confrontó con mi propia existencia, pero, al mismo tiempo, me invitó a sentir el peso de mi propia soledad, la ausencia de mi ser en el vacío, la presencia, siempre latente, de la muerte.

Me permitió, para decirlo de una vez, sentir la herida seca que deja la conciencia y no precisamente de que he de morir un día, sino que uno muere en cada instante que respira y, por lo mismo, que la vida está envuelta en las manos de la muerte, y de esta envoltura nadie escapa, pues, cito a nuestro poeta una vez más, “todos venimos a cruzar la puerta del instante”. En síntesis, leerle me llevó a dialogar muy al fondo de mí, muy en las espinas que dejan en el alma sus palabras, y eso se agradece.

        Quizá sea ésta una de las tantas cualidades que encierra el poemario que aquí se presenta: confrontarnos a nosotros mismos sin mediación alguna, pero, además, sin dejarnos, como filósofo que es, en pleno desamparo. Ello es así, los invito a comprobarlo, ya que, al leerle uno recoge las espinas que dejan sus palabras y con ellas dialoga la existencia, las realidades por él creadas.

“Lejos de dios” de ninguna manera es un libro cualquiera, es la expresión poética de un filósofo en potencia, de un hombre que interroga y camina con un dolor a cuestas que no puede callar, con el dolor humano, el suyo, el del otro y de miles y miles más.

Es un poemario, discúlpese por hablar en forma genérica y no puntual, de alguien despojado de prejuicios, de protocolos que muchas veces imponen los dogmas, los templetes políticos o religiosos. El autor de “Lejos de dios”, está lejos, también, de pensar en términos del éxito o fracaso, de lo blanco o lo negó, del pensamiento sustentado en conjeturas y descalificaciones infectadas de soberbia.

Él sabe que en el fondo nada de lo que existe es de uno y, en cambio, que uno para ser uno se debe a todo. A esta virtud de ver las cosas, Jorge, nuestro filósofo y poeta, la llama madurez: llegar a madurar, nos dice, es darme cuenta que nada es mío y, en cambio, que yo me debo a todo. En una palabra, “Lejos de dios” es una expresión poética distinta a todas. Es un llamado a estar realmente con nuestra realidad y nuestro tiempo, con nosotros mismos y con el otro que sin él no somos.

Sus revelaciones alimentan a cualquiera. Sean éstas sobre la muerte, el silencio o la libertad que toca la sombra y la luz del viento, el sonar del agua, el alma que encierra el caminar del tiempo. Sobre el sol o sobre dios, ese “dios que se volvió hombre y lo matamos”. Ese dios escrito con minúscula. La “d” alta se la pone cada quien a su gusto y su manera.

Lo mismo sucede con su elogio de la lluvia, esa lluvia de mirada derretida “rasgándose las uñas con oscuros pensamientos”, o con su búsqueda de sí mismo en la soledad del infinito: “quién soy que por soñar desaparezco? Si digo la verdad me cortan ambas manos”, Jorge se pregunta, nos pregunta, y la respuesta la tiene cada quién.

En resumidas cuentas, para mí todo el poemario es una oración que nos lleva a la reflexión y nos permite transitar de una mejor manera este camino cubierto de neblina, piedras, arroyuelos y cascadas. “Lejos de dios” fue agua fresca en mí. Lluvia de esperanza que sabe bien que un día llegará al mar.

“Lejos de dios” es un poemario que será leído y releído, subrayado con verde o amarillo, o con el carbón mismo que tiene el alma. Señala verdades que callamos, revela ausencias del ser, reflexiones que difícilmente nos planteamos. Pero, al mismo tiempo, nos alimenta y nos conforta.

Nos dice, por ejemplo: “aunque la mayor parte del tiempo y de las vidas estamos inconscientes de la vida misma y, pudiera decirse, “lejos de dios”, hay momentos en que estamos de regreso, y entonces accedemos a La Flor de la Experiencia”, entiendo yo, a la conciencia del ser, a la esencia del conocimiento del ser, del conocimiento escrito, este sí, con mayúscula y en cursiva.

         Es inevitable leer una y otra vez “Lejos de dios”, más todavía en estos tiempos que uno corre desahuciado y sin sentido, temeroso de morir sin cubreboca, ausentes en nuestros propios pasos. Es recomendable escuchar la reflexión de Castillo Martínez en estos tiempos donde uno corre desgarrado buscando ser alguien y caer rendidos en los brazos de un consumo desquiciado. “Aquello que no vende no seduce”, nos dice el poeta que aquí nos une, e inmediatamente agrega: “quien nunca pide nada es prescindible” en esta vida de intercambio de pesos y centavos.

Sus palabras nos dejan en pleno desamparo a miles y miles de personas que no vendemos más que el alma, y somos, por lo mismo, prescindibles. Empero, como humanista que también es nuestro filósofo y poeta, nos invita a habitar la soledad de todos, la soledad del tiempo. Se pregunta y nos pregunta, por ejemplo: “¿en qué llagas de inerte ceniza cabría la luz que, después de romperse, crea nidos (…) para enseñar el vuelo a los gusanos?”. Mudos quedamos todos. Intuimos, sabemos o no queremos saber, retomo la voz del autor de “Lejos de dios”, que “los gusanos son aquellos seres nacidos en la voluntad de OÍR la luz que jamás podrán ver…, y aun así les queda compasión para dar de respirar a las raíces, que de otra forma no darían frutos de luz”.

Sí, nuestro autor es alguien que camina como el viento “solo y frío”. En sus hombros lleva el dolor de la palabra, la soledad, la ausencia, el vacío, la duda clavada en la existencia: “¿cómo saber cuándo estás vivo?”, ¿cómo saberlo?, ¿cómo? Es mucha la fuerza y la vitalidad de nuestro poeta. Su voz reclama, confronta, interroga, rasguña la conciencia. Parafraseo sus palabras: lloraba la piedra entre las hojas y las ramas, y nadie los sabía, ni tú, ni yo, ni nadie. Así es la soledad y el desamparo. “Nadie sabe que llora el sol del océano”.

Como dije, en el campo de las revelaciones de Jorge Castillo no caben dogmas ni prejuicios ni descalificaciones, ni miedos a vivir la adversidad propia de la vida. Su poesía tiene temple y carácter propio, es la enseñanza del recuento de un viaje sin retorno.

         Nada que agregar, igual que el poeta que aquí nos une, quedé devastado de tristeza y soledad, quedé mirando mi vacío: “otra vez me he roto en los espasmos de la nada. He vuelto herido de las otras dimensiones y ya no están aquí los viejos sabios que puedan contar mi historia”. Así es la historicidad del tiempo, así es la conciencia y el conocimiento del hombre y de las cosas. Así es la “historia del árbol (...) báculo amargo y monocéfalo con cuerdas de guitarra”.

Uno a fin de cuentas se convierte en piedra. Escucha su conciencia, la caída del sol y de la luna, “la noche fundida en obsidiana”, la libertad, incluso, de escuchar su propia muerte.

         Tengo la certeza que “Lejos de dios” es y será una enseñanza permanente para todos aquellos que se acerquen a él. Será leído una y otra vez en silencio, sin mediar palabra. Su voz duele, cala, desnuda, confronta.

No es fácil cuestionar algo que es parte de nosotros. Sus líneas en él contenidas son, letra a letra, una reflexión profunda que busca el conocimiento del ser y de las cosas. Nada es improvisado ni dicho con la intención de alagar oídos, mucho menos de aquellos seres humanos que festejan no estar solos.

La gente, nos dice Jorge Castillo Martínez, el filósofo, el poeta, “se ilusiona, se divierte, madura su amor propio. Y dentro de uno mismo es un saberse siempre solo”. Y concluye: y “estar solo en este mundo es estar muerto. Y lo estamos. Lo demás es la palabra”. Escúchese, el verbo que expresa la materia, el principio inagotable del principio, la voz que queda como piedra en lo blanco de las hojas de un libro que está ahí, lejos de dios y cerca de nosotros, y cualquiera puede constatarlo.

                                                                                         Genaro González Licea

Caloclica, CDMX, septiembre de 2021.

 

 

lunes, 28 de junio de 2021

Presentación del poemario "Tumbas en el olvido" de Genaro González Licea, en Huasca de Ocampo.

 


 

Tumbas en el olvido, o la búsqueda de la sombra emocional de lo que somos.

  

Mi gratitud a la

Dirección de Cultura de Huasca de Ocampo,

a don Arturo Copca y al poeta Hans Giébe,

por la oportunidad de presentar Tumbas en el olvido,

en el pueblo mágico de Huasca.  


 

Hay otro en mí, en nosotros tal vez, que busco, que buscamos olvidar. Es como una sombra que nos sigue y seguirá hasta la muerte. Tumbas en el olvido es un intento de reencontrarla, de reconciliarnos con ella, con esa sombra que camina sin saberlo a nuestro lado y, al mismo tiempo, recuperarnos a nosotros mismos, a nuestras raíces, a nuestro camino enterrado y desenterrado sin saberlo.

Ese otro en mí, personal y social, es un todo complejo: íntimo, público y privado. Es un ser migrante, desterrado quizá, una cultura escondida, un espectro de sentimientos muy de cada quien dejados en un aparente olvido.

         Son sentimientos que en realidad no se han ido, ni los hemos olvidado, son una parte nuestra a descubrir, a reencontrar: odios, rencores, envidias, culpas, afectos, dolores y angustias. Expresiones humanas todas ellas, tan humanas como el conocimiento consciente, racional, con el cual comulgamos y caminamos día a día.

         Tumbas en el olvido es un grito que intenta recuperar esa sombra emocional dejada en el olvido y que damos por perdida, o diluida si se quiere, aunque, muy en el fondo sabemos bien que las emociones del alma, igual que las cicatrices del cuerpo, no se borran del todo nunca.

         Palpar los sentimientos que aparentemente abandonamos implica, entre otras cosas, tener la fuerza, la valentía de ir al encuentro y reencuentro de nosotros mismos, de nuestro rostro emocional sin máscaras ni corazas. Búsqueda que encierra un dolor de alumbramiento, pero, también, una amorosa expresión de luz, una comunión muy al fondo de nosotros mismos.

         Tumbas en el olvido busca recuperar lo que creemos haber perdido y, por supuesto, es una búsqueda que duele. Recordemos que en ese olvido hay cosas que por nada del mundo queremos recordar, y otras que ni siquiera nos atrevemos a decir por el riesgo de quedar desnudos en la intimidad de nosotros mismos.

         Hay, seguramente, muchas maneras literarias de acercarse a esta comunión de sentimientos olvidados, yo me acerco con el sufrimiento y el dolor humano, tanto colectivo como el mío propio.

         Pienso que de esta manera cada quién encontrará sus propias tumbas, sus propios olvidos, escondidos y fosilizados tal vez, pero ahí, con nosotros siempre. Qué mejor que sea la poesía la que allane este camino, ello, porque según entiendo, la poesía es una expresión perdida que se encuentra en el alma de las cosas, de nosotros que habitamos este mundo.

         Tumbas en el olvido es un permanente descenso interno en nosotros mismos. Hundimiento desnudo, doloroso por tantas cosas olvidadas, huérfanas, posiblemente moribundas, pero vivas, vivas en el alma de cada quien.

         Es un recorrido mágico en los andamios del alma, en los caminos llenos de piedras y llanos, de tristezas, luces y sombras, y donde, posiblemente, surja en nosotros el hallazgo, la visión, el instante que envolverá de vida a la palabra. Ese hallazgo en la conciencia que nos muestra que no hay fondo, que jamás tocaremos el fondo del fondo.

Lo que existe es un permanente devenir del tiempo, un mundo por descubrir, un camino donde los pasos son los pasos que me siguen, los que seguimos y los que caminan a mi lado. Lo que hay es una forma de ser, una cultura que hemos olvidado.

         Tumbas en el olvido es un intento de acercarnos a nosotros mismos desde la integridad de lo que somos, desde un azul interno, subterráneo, migrante, desde un azul olvido.

Parte del recorrido de Tumbas en el olvido


Hans Giébe y Genaro González Licea, 
en la presentación de "Tumbas en el olvido", desde la Quintaesencia: 
lugar que al abrir sus ventanas le sonríe al mundo. 
Fotografía sin datar. 



Las tumbas en el olvido son íntimos secretos

donde no hay más rostro que el rostro que no somos.

…..

Así son, lo sé,

porque un día así las vi

con estos ojos que ahí se me secaron.

…..

Ese día llegué más allá del fondo de mí mismo,

me vi sin mí por un instante,

me vi sin conocerme,

era yo y el otro y el otro que nunca he sido,

y a la vez ninguno era el rostro de mi rostro,

la cara de mi cara,

la de este que soy ahora

y muerde su quebranto en su abandono.

…..

Todo era un azul olvido,

un fluir clandestino de tiempo asesinado,

un sonido abrazado a un yo desconocido.

 

Azul, azul olvido es el grito de las tumbas de mi olvido,

la carne seca envuelta en el presagio de mis manos,

la pureza de mis tristes quejidos de azul envejecido,

los lamentos enterrados

en la sombra de un yo que se ha perdido,

y sin embargo,

el eco de mi voz lo reconoce.

…..

Descendí al fondo del fondo de mí mismo.

Ahí dormían mis prejuicios enlamados,

mis egos hechos nudo,

mi cobardía de no mirarme despojado de mí,

de callar el latido de las fosas clandestinas

hundidas en mi piel avergonzada,

el eco de su grito que crece con la hiel de mi agonía.

…..

Lloro como un relámpago en la sombra

de un grito abandonado.

Toco la nada que siempre se juntó conmigo,

no encuentro el fondo

ni sé el lugar donde estoy arrinconado.

…..

No hay fondo a donde estoy, no hay fondo.

Hay deseos envueltos en la brisa perdida en la llanura.

Ojos que siendo míos me miran sin ser míos.

Silencios donde mis huesos se duelen en silencio,

donde el vacío me arrincona en el vacío

y la nada se aleja a morir entre la nada,

entre el azul olvido de la muerte de mi muerte,

y el aullido de un sueño que tal vez despierte un día.

…..

Nada es pasado en mí,

todo es tierra de noche y día,

una cultura de obsidiana que arde sobre el río,

un rezo de dioses llorando su destierro,

un cadáver olvidado junto al mío.

Unas ámpulas comiéndose mi herida,

lamiendo el olor de mi pasado,

la pus de mis culpas sentenciadas,

mi carne que escurre callada mirando hacia el océano.

…..

Yo construí esas tumbas,

son parte de mi sombra destrozada,

de mi alma envejecida como luz decapitada,

de mis miedos fugitivos al ver mi corazón agusanado.

Son las huellas de mis pasos

que agonizan en mis grietas escondidas,

muy al fondo de mí,

de mis palabras ahorcadas que dije y que no dije.

Piedras torturadas

que sollozan en mis párpados de lirios calcinados.

…..

Aquí, hundido donde estoy sin saber dónde,

lo crudo de la muerte se ata a la garganta,

y abraza la desnudez de mi cadáver

ungido con mi muerte.

…..

Cada uno tiene sus abismos,

cada quien conoce sus fantasmas,

sus fosas clandestinas,

sus tumbas tiradas al olvido.

…..

Ya no hay fondo donde estoy, ya no hay fondo.

Hay tumbas en el olvido sollozando en silencio arrodilladas.

Precipicios sepultados en recuerdos que no existen.

Llagas que viven en mí y sueñan su dolor conmigo.

 

He llegado a pensar

que lo único realmente nuestro

es la libertad de soñar

lo que no somos. 

     

Genaro González Licea, 

Caloclica, Ciudad de México,

junio de 2021.


Entrega de reconocimiento del H. Ayuntamiento 
del Municipio de Huasca de Ocampo, y de la Dirección de Cultura, 
al escritor de "Tumbas en el olvido".
Fotografía sin datar