Fotografía de Ingrid G. González Díaz
DESESPERANZA Y POESÍA
En torno a la Caloclica
de Genaro González Licea
Ignoro
por qué mi amigo Genaro González Licea se siente solo, solo y su alma, bebiendo
a sorbos el acíbar del pesimismo, y pensando y deseando la muerte. No lo sé;
pero los sentimientos y estados de ánimo, por intensos que sean, interesan poco
o nada cuando se trata de analizar una obra poética. Lo importante es examinar
qué hace el escritor con estas vivencias, qué trato les da, cómo las eleva o no
al ínclito nivel de la poesía. Visto desde esta perspectiva, no tengo empacho
en declarar que Genaro es un excelente poeta. Y subrayar asimismo que, cuando
las emociones personales son tocadas por la varita de la creatio lírica, dejan su individualismo y pasan a competernos a
todos, que advertimos en ese tratamiento la representación general de análogos
sentimientos que embargan o pueden hacerlo a cualquier ser humano.
Caloclica, casa del camino, es el lugar simbólico
donde se escribe esta poesía. El dolor hace acto de presencia desde que sale el
sol. Se trata de un “día grisáceo que
amanece mordiéndome la cara”. Se adivina que hay una ventana o que el poeta
sale a la intemperie ya que, con la misma desazón, Genaro se conduele de que “los geranios al mirarme se marchitan”.
Cuánto sufrimiento ha de haber en el portaliras para que eso suceda. Y el colmo
es que hay un sapo “que vigila en el
estanque la caída de mi último suspiro”.
Nuestro
poeta no está cerrado, desde luego, a la belleza. Pero el infortunio y hasta un
extraño masoquismo acompañan a su sensibilidad: “amo lo hermoso de una flor con sus pétalos caídos, pero también el olor
de un tumor podrido”. Los geranios, el sapo, la flor de pétalos desmayados
están junto a él: la infelicidad se halla a la mano, en su vecindad. Pero también
“un aullido a lo lejos despelleja la
muerte en la ventana”.
Es
necesario retrotraernos al lugar desde donde surgen estos lóbregos cánticos y
trenos terribles y a su no menos desesperado poeta. Caloclica no es la torre o la cumbre desde la cual el poeta suelta
el enjambre metafórico que engendra su cacumen, más bien es un lugar hórrido,
en plena concordancia con su huésped: “túnel
de paredes tristes y florecillas que cuelgan de la nada”, “lugar donde el pasado languidece”. Pero
también es un sitio abierto a todos los rumbos y problemas del ser humano ya
que en él “se entrecruzan los cuatro
puntos cardinales”.
Pero
si dejamos de describir y pensar en el locus
donde se ubica nuestro poeta y volvemos los ojos al propio Genaro, nos
sorprende, antes que nada, la relación de González Licea con las palabras, las
que si, en un principio, parecían acudir a este desdichado ser humano como
consuelo y amortiguador, después languidecen hasta su aniquilamiento y las
consecuencias que ello acarrea. En una parte dice: “las palabras zurcían la tristeza de mi soledad más sola, desolada”
y más adelante contrapuntea: “mis
palabras antes que yo murieron, realmente me enterraron vivo”. Mas detrás
de esas palabras nefandas, vinieron o había otras que asumen la trágica mensajería
del sufrimiento. Oigamos algunas. Primero estas donde los protagonistas
respectivos son el desconsuelo y el desahucio: “mordí mi desconsuelo en la palma de mi mano”, “desahuciado mastiqué mi sangre gangrenada”.
Las
palabras, por dúctiles y elocuentes que sean, son incapaces de representar del
todo una salida para Genaro. Tiene
tanta valentía para decirlas y decírselas, que se podría pensar que “la
patología del ser” (Martínez Ocaranza) que le embarga, no va sólo a expresarse
en la retórica o en aquello que se halla a espaldas del lenguaje o sea en la
persona misma del poeta. A esto responde el siguiente verso: “mis entrañas se tocan a sí mismas”. Por
eso hay versos que más que sorprendernos por la peculiar manera de presentarse
ante sus lectores, nos remiten automáticamente a la realidad de la que son el
significado. Dice, por ejemplo, el poeta: “dormí
a la orilla de mi ser vacío”, lo cual nos devela que el poeta no sólo sufre
un desdoblamiento, sino que su “otro Yo”, junto al cual duerme, es y no es él.
Y añade algo tan desgarrador como “cansada
de esperarme mi propia soledad se fue sin mí”. No puedo imaginarme por qué
la soledad que acompañaba a Genaro, y que era asumida como indispensable y
valiosa –tal vez en una evaluación masoquista– de pronto lo deja más solo que
nunca: solo sin su compañera habitual: la soledad. Si ahora se haya solo hasta
de su soledad, probablemente han surgido nuevas compañías, pero indeseables,
como si la “confortable soledad habitual” hubiese sido trocada por la presencia
angustiosa de criaturas deleznables. Y es este el momento en que nuestro poeta
llega a la máxima confesión: “me falta
muy poco para morir, cuando eso sea dejaré una sonrisa en la sombra de un
girasol caído”.
La
primera lectura que he llevado a cabo del libro Caloclica es un tanto superficial y no abarca la riqueza y la
profundidad de este opúsculo. Como en todos los grandes libros de poesía, con
este poemario ocurre que es susceptible de una enorme variedad de lecturas,
interpretaciones, puntos de vista. No puedo dejar de afirmar mi asombro y al
mismo tiempo entusiasmo al descubrir que mi amigo Gonzalez Licea es un gran
poeta. Los sentimientos de soledad, angustia y presencia de la muerte son
transfigurados, como ya dije, en elocuentes muestras de gran poesía. Aunque el
pesimismo y la tristeza imperan en el mundo lírico de Genaro, y aunque no
encuentro en ellos el menor atisbo de lo lúdico y la alegría, en el verso sobre
la muerte que acabo de transcribir, no deja de llamar la atención que, cuando
el poeta nos habla de su muerte, de su desaparición total o, lo que tanto vale,
de su retorno a la naturaleza nos diga que al final “dejaré una sonrisa en la sombra de un girasol caído”. Se trata de
un pequeño, pero muy elocuente, atisbo de felicidad. El gran poeta no pudo
finalmente prescindir de una de las aspiraciones fundamentales del ser humano.
Enrique González Rojo Arthur
Prólogo
al libro Caloclica
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Foto de Ingrid L. González Díaz