miércoles, 28 de junio de 2017

EL DESAHUCIADO, EL GATO. PROLOGO DE HANS GIÉBE



¿Qué es la poesía?, sino esa temblorosa piel de luna posada en los labios del poeta. Qué es la poesía?, sino la definición de los sutil en un estertor de la carne, el tímido haz fotovoltaico que nace para correr la densa cortina invernal, la expansión de una onda cristalina invernal, la expansión de una onda cristalina sobre el iris, el último suspiro de la libélulas al amanecer. Para ser poeta y definir la poesía basta con abrirse el corazón para que el sol se atragante de luz. Hace no mucho, si el tiempo lo contáramos por estratos de memorias clasificadas en gozos y desdenes, en San Miguel de Allende, Guanajuato, un niño cargaba varios libros para hacer una entrega especial. Cabe decir que de esas páginas se desprendían las letras como luciérnagas para deslumbrar las pupilas de un infante. Espolvoreaban con diminutos relámpagos el rostro de ese pequeño niño poeta que interpretaba con el germen inquieto de su imaginación los más deliciosos frutos de una infancia recubierta de alegrías y soledades. Quizá sea eso, quizá la vida y la poesía no se traten más que de atesorar con recelo lo mejor de nuestra infancia.
            Genaro González Licea nos introduce a un lirismo melancólico que anda sobrevolando los estáticos lagos de la realidad, los paredones calcinados de ese mediodía de nuestro pasado. Se identifica plenamente con aquel bardo poseedor de una sola estrella muerta “ma seule etoile est mort”. Nerval, 1854), y reconstruye todos sus hermosos castillos a solas, con únicamente recuerdos rasgados siguiendo al pie de la letra uno de los aforismos de Jules Renard: “J’ai bâti de si beaux châteaux que les ruines m´en suffiraient”. Los recuerdos le bastan para inflamar al cielo con palabras y desde sus ruinas provocar aquellos sueños dejados en el extravío y a los que pocos nos atreveríamos a visitar con los párpados cerrados. Si le han de preguntar sobre las clasificaciones de la literatura, Genaro asiente con amabilidad, dando el espacio para que los demás desahoguen sus aseveraciones sistémicas. Él tan sólo escribe, y lo que escribe sin duda es una perla en la boca estriada de la poesía.
¿Con cuántas cenizas podríamos resumir la labor en la vida de los hombres? ¿Con cuántas alas de mariposa marchita? Para un escritor, sin duda, la síntesis de sí mismo hacia una posteridad estará en un montoncito de cenizas de sus mejores libros. En esta recopilación poética, González Licea nos remite a la sencillez, hasta que las definiciones abandonan a la flor y nos muestra el ser de la flor a través del verso, a una criatura de pétalos radiantes y en exacto resplandor, para que las palabras abdiquen de la flor y esta se convierta simplemente en luz. En nuestra época lo hemos manchado todo con clasificaciones burdas, a todos los indefensos les adherimos grilletes gramaticales, le sumamos argumentos a la fuerza del viento para convencernos de que, en efecto, es el viento el que roza las mejillas de los hombres en una tarde de abandono.
            En el Desahuciado, González Licea empieza con un verso que nos reivindica en el momento de la primera confrontación con el pasado. “Te conocí en un minuto de mayo”, es un verso directo y poderosamente cargado de nostalgia que va desprendiendo sus transparencias para mantenerse en el aire. “Fuimos el incendio de las uvas”, dice el jovial poeta en su texto numerado con el 3 y toda su cabalística. El incendio que todo vino posee incluso antes de ser vino se resguarda en las cautelosas estrofas del poeta. El incendio de la vida en plena fluorescencia del amor. Hay una yuxtaposición, un retrueque de la dualidad en versos como “cúbrete en mis ojos/ y dame la mirada que no tengo”. Hacia el poema 6, González Licea ha unido el hueso con la cal, y los pétalos muertos que arroja la vida contra el suelo los reabsorbe. Reanima lo no-nato en una atemporalidad de primavera eterna, como un titiritero soberano de los hilos que cuelgan de su propia imagen. En esa primera parte del poemario, aparecen fechas hirientes como el 2 de octubre, líneas que se clavan como anzuelos en la frágil boca de los peces para aturdirlos de nostalgia.
            En la Vida se marcha González Licea nos muestra al tiempo como a un gran actor, las dotes de histrión que tienen las manecillas nos las revela: “La vida no se detiene/ gira en nuestras manos y se marcha”. Es al tiempo a quien la virulencia de la desaparición se atribuye el asesinato sobre nuestros cuerpos de estraza y nuestras máscaras como volutas de humo y aluminio. El poeta en un esfuerzo constante nos confronta con nuestra pequeñez, con esa verdad que rehuimos a cualquier precio. Nos apoderamos de una imagen, de un hombre, de algunos objetos, de una mascota para no sentir la desesperación angustiante de ser simples entes flotando como esporas desterradas al olvido. La oscuridad, ese gran océano que envuelve cada frágil aliento encarado, la oscuridad está en constante acecho en las memorias. El poeta lo sabe, pero no huye, la confronta con entereza al invocar manjares poéticos que ha derramado en los surcos con fragmentos de estilizada hechura.
            El tiempo interviene como un gran dramaturgo en la obra del poeta. En el apartado “Deseos”, González Licea hace variaciones melancólicas con una fuerza increíble de sólo aceptar esa liviandad de los pasos, esa fragilidad del respiro:

Me gustaría rozar tu sombra
con la sombra de mis manos…”

“Me gustaría que antes de concluir mi vida,
mi cabeza descansase en tu vientre,
y ahí dormir…
como una flor solitaria arriba de una tumba.”

            En el poema siguiente, el amor abreva muy cerca de los páramos del olvido y deja tras de sí un leve recuerdo que se entumece por ya no poder invocarlo: “Ahora en las noches,/ en la intimidad del viento/ se hunde mi alma desahuciada,/ veo tu rostro/ y suspiras…” Cierra uno de sus textos con dos magníficos arietes: “densidades que perforan la piel/ y se anudan en mi silencio.” Y la máxima energía reaparece en Recuento: “Nos amamos igual que/ los amantes cuando aman./ Fuimos dos piedras/ arrojadas al mar,/ sin compasión ni esperanza del regreso.” Y continúa elevándose en la cumbre de la herida en la parte 3 del mismo poema: “Tú, diría Rilke,/ a quien por mí tan amarga te supo/ la vida al probar de la mía.
            En la parte 6 de Recuento, hay una resignación magistral ante el gran juez de los mudos, ante el observador que por centurias nos acecha en el más confortable mutismo. En el poema 12, el autor de este desahucio, empieza a desplegar como un bramido de tormenta la concisión de su estilo y una síntesis propia del aforismo. Las sentencias breves son una característica de Genaro González Licea, las pequeñas dosis de una sabiduría que aún no está fatigada del ir y venir de la pregunta, del signo arqueado que con dolor soportamos en las madrugadas y los anocheceres. Las palabras del poeta no son para pensarse, ni siguiera para sentirse; son para abandonarse y perderse sin temor alguno en la infatigable marea de la nada.
            En el poema 6 del Desahuciado, se recrudece lo sensible en varias expresiones de inusual contundencia: “mis cenizas, mi vacío,/ mis futuros pasos separados de los tuyos.” La laboriosa carga del poeta va creciendo, se aligera, porque ese crecimiento se dirige hacia un cielo despejado donde sólo las voces del bardo pueden penetrar. Se va desflorando conforme los ojos del lector van airando la hojarasca de este compendio de bellos escombros. Este trabajo literario, entre el Desahuciado y El gato, madura en cada página mientras se van adhiriendo las partículas de celulosa al índice del lector, exigirá más sensibilidad e inteligencia de quien sostenga el libro, pero sobre todo, exigirá un extravío honesto en un mar embravecido de letras que van hiriendo con delicia a quien las contempla. Hay peligro de un naufragio, pero ese peligro debe ser aceptado antes de probar los frutos inasibles de la poesía. Este es un libro que rebosa de griteríos ahogados dulcemente en la caverna, demasiado elevados en sus decibeles para percibirse con el oído sin previo entrenamiento. Es de una sensibilidad perfectamente ordenada palabra por palabra.
            González Licea nos obsequia, asimismo, una apología a la labor discreta del poeta, a la constante carga del verbo sobre los ojos inflamados de fantasías venideras y de inverosímiles paisajes etéreos. Rompe con el academicismo, pues recordemos, la poesía no es objeto de tramas institucionales, su libertad es tan salvaje que aun en nuestros días no se puede “enseñar” poesía. No existe algo así como una “licenciatura, especialidad o doctorado en poesía”, ni existirá tan irrisorio concepto jamás. Aparece, así de simple, en ciertas personas predestinadas con una marca no visible que la vida les ha puesto desde antes de su nacimiento. Se puede estudiar ortografía, lingüística, gramática, métrica, pero jamás poesía. Su vital energía escapa de nuestra comprensión. Recordemos la antigua máxima latina: poeta nacitur, non fit, que sigue aplicando y se seguirá aplicando hasta el final de los tiempos: El poeta nace, no se hace. La poesía sólo se manifiesta entre algunos para lograr aquellos versos tan llenos de magnificencia que nos introducen a una comprensión de la realidad que ninguna otra materia de la ciencia o la filosofía nos pudieran ofrecer. La manera de cómo el poema vulnera el bloque impenetrable de lo real es única y logra lo imposible al atravesar todo lo inerte. Eso es lo que sabemos sobre lo poético y su manifestación vía de la palabra, y nada más.
            En los poemas de Adiós, González Licea, el Gran Desahuciado, nos arrastra a la franqueza de un lenguaje que delimita en lo profundo de sí y en cada cosa, empezando por los nombres que las contienen. El desánimo, propio de los poetas, aparece: “¿Cómo no entristecer?/ Nada que valga la pena le dejo a la humanidad.” Este es un golpe duro a todo el que se encuentre en el supuesto de ser un humano. ¿Qué dejamos? ¿Qué legamos que tenga algo de valor, aunque sea meramente algo contemplativo para los demás? El sentimiento de abandono es constante, abrumador, de una insignificancia honesta, sincera, que desnudará y confrontará al más grande le los hombres.
            En la segunda parte, El gato, define por completo esta travesía por las estaciones y los cantos. Es una prosa que se encumbra en una añoranza rapsódica, repleta de canciones en migajas del pasado. Sin duda, los poemas previos a El gato, están allí a modo de recorrido propedéutico para que el lector se acostumbre a un éxodo personal, y para que no le sorprendan los giros de la enigmática narrativa que se aproxima. “Mi infancia es un gato…” dice  González Licea, haciendo de este pequeño felino ya reverenciado por los egipcios el ícono de una nostalgia delicada y punzante. El gato se vuelve un timón en estos párrafos, un motivo, un eje. El poeta se quita el velo y todo harapo, y se deja contemplar por los otros, los deja entrar a su infancia más distante, tocar las extrañas monedas de un tesoro que fueron acuñadas por el peso de una soledad pocas veces suscitada entre los hombres:

Mis recuerdos caen sobre las hojas, son ráfagas de luz, mosaicos de la vida que nunca vivirán; fueron aborto de infancia y destino.”

            A Genaro González Licea y a mí nos han llamado aforistas, hacedores de sentencias que impunemente arrojamos al mundo. Es un privilegio conocer su obra, su legado, llegar a compartir la mesa siempre rica de manjares literarios, y hay que destacar que ha ocurrido una improbabilidad poética el que la punta de dos alfileres hechos de aforismos coincidan en este época en que la industria del vacío se encuentra en su apogeo. Queremos comprimir un puñado de palabras en una pequeña verdad, en un caparazón de tamaño de una nuez, en un danzante soliloquio, quizá en algo mucho más angosto, como en el diminuto vientre de un peñón, para desde allí incendiar sin restricciones el afuera. Comprimimos las palabras hasta tensar el arco de una sentencia y orillarla muy pero muy cerca del silencio. Crear en una sola frase el sentido del todo y todo el sentido derramarlo en esa frase. Poetas, filósofos, aforistas, clasificaciones huecas para quienes por entero gusto nos hemos hecho súbditos de las esencias… en cualquier caso, adoradores del verbo.

—Hans Giébe
Pachuca, Hidalgo. Diciembre 2016.

miércoles, 21 de junio de 2017

VOZABISAL PUBLICA EL DESAHUCIADO/EL GATO




Con la sensibilidad que caracteriza a Hans Giébe, Vozabisal publicó mi libro de poemas El Desahuciado El Gato, dicho de otra manera, el gato desahuciado.
Hans cuidó la forma, el diseño, el peso justo de la imagen en armonía con las palabras, la ubicación exacta de las fotografías de Ingrid Libertad, que de suyo son poemas visuales que invitan a contemplarnos a nosotros mismos, desnudos, sin prejuicios, solos, solos ante nuestra propia imagen colgada en la imagen por ella transmitida.
El Desahuciado El Gato, le debe a Hans lo estético que a veces se olvida al presentar una obra. Le debe el justo medio que requiere el lector para no cansarse al leer un libro. Hans lo incorpora, le hace su casa acogedora, fraterna, para que acuda a ella cuantas veces quiera, salga y entre sin permiso.
Solo un poeta como él, me parece, puede acompañar el contenido de un libro y llevarlo, de la mano, al alma de los lectores.
Vozabisal, Hans Giébe, es la casa de los poetas, es la casa donde descansa El Desahuciado El Gato, yo mismo, por supuesto.

Mi gratitud y reconocimiento por ello:
Genaro González Licea.
Caloclica, Cd de México, 21 de junio de 2017.