¿Qué es la poesía?, sino esa temblorosa
piel de luna posada en los labios del poeta. Qué es la poesía?, sino la
definición de los sutil en un estertor de la carne, el tímido haz fotovoltaico
que nace para correr la densa cortina invernal, la expansión de una onda
cristalina invernal, la expansión de una onda cristalina sobre el iris, el
último suspiro de la libélulas al amanecer. Para ser poeta y definir la poesía
basta con abrirse el corazón para que el sol se atragante de luz. Hace no
mucho, si el tiempo lo contáramos por estratos de memorias clasificadas en
gozos y desdenes, en San Miguel de Allende, Guanajuato, un niño cargaba varios
libros para hacer una entrega especial. Cabe decir que de esas páginas se
desprendían las letras como luciérnagas para deslumbrar las pupilas de un
infante. Espolvoreaban con diminutos relámpagos el rostro de ese pequeño niño
poeta que interpretaba con el germen inquieto de su imaginación los más
deliciosos frutos de una infancia recubierta de alegrías y soledades. Quizá sea
eso, quizá la vida y la poesía no se traten más que de atesorar con recelo lo
mejor de nuestra infancia.
Genaro
González Licea nos introduce a un lirismo melancólico que anda sobrevolando los
estáticos lagos de la realidad, los paredones calcinados de ese mediodía de
nuestro pasado. Se identifica plenamente con aquel bardo poseedor de una sola
estrella muerta “ma seule etoile est mort”.
Nerval, 1854), y reconstruye todos sus hermosos castillos a solas, con
únicamente recuerdos rasgados siguiendo al pie de la letra uno de los aforismos
de Jules Renard: “J’ai bâti de si beaux
châteaux que les ruines m´en suffiraient”. Los recuerdos le bastan para
inflamar al cielo con palabras y desde sus ruinas provocar aquellos sueños
dejados en el extravío y a los que pocos nos atreveríamos a visitar con los
párpados cerrados. Si le han de preguntar sobre las clasificaciones de la
literatura, Genaro asiente con amabilidad, dando el espacio para que los demás
desahoguen sus aseveraciones sistémicas. Él tan sólo escribe, y lo que escribe
sin duda es una perla en la boca estriada de la poesía.
¿Con cuántas cenizas podríamos resumir la
labor en la vida de los hombres? ¿Con cuántas alas de mariposa marchita? Para
un escritor, sin duda, la síntesis de sí mismo hacia una posteridad estará en
un montoncito de cenizas de sus mejores libros. En esta recopilación poética,
González Licea nos remite a la sencillez, hasta que las definiciones abandonan
a la flor y nos muestra el ser de la flor a través del verso, a una criatura de
pétalos radiantes y en exacto resplandor, para que las palabras abdiquen de la
flor y esta se convierta simplemente en luz. En nuestra época lo hemos manchado
todo con clasificaciones burdas, a todos los indefensos les adherimos grilletes
gramaticales, le sumamos argumentos a la fuerza del viento para convencernos de
que, en efecto, es el viento el que roza las mejillas de los hombres en una
tarde de abandono.
En
el Desahuciado, González Licea
empieza con un verso que nos reivindica en el momento de la primera
confrontación con el pasado. “Te conocí
en un minuto de mayo”, es un verso directo y poderosamente cargado de
nostalgia que va desprendiendo sus transparencias para mantenerse en el aire. “Fuimos el incendio de las uvas”, dice el
jovial poeta en su texto numerado con el 3 y toda su cabalística. El incendio
que todo vino posee incluso antes de ser vino se resguarda en las cautelosas
estrofas del poeta. El incendio de la vida en plena fluorescencia del amor. Hay
una yuxtaposición, un retrueque de la dualidad en versos como “cúbrete en mis ojos/ y dame la mirada que no
tengo”. Hacia el poema 6, González Licea ha unido el hueso con la cal, y
los pétalos muertos que arroja la vida contra el suelo los reabsorbe. Reanima
lo no-nato en una atemporalidad de primavera eterna, como un titiritero
soberano de los hilos que cuelgan de su propia imagen. En esa primera parte del
poemario, aparecen fechas hirientes como el 2 de octubre, líneas que se clavan
como anzuelos en la frágil boca de los peces para aturdirlos de nostalgia.
En
la Vida se marcha González Licea nos
muestra al tiempo como a un gran actor, las dotes de histrión que tienen las
manecillas nos las revela: “La vida no se
detiene/ gira en nuestras manos y se marcha”. Es al tiempo a quien la
virulencia de la desaparición se atribuye el asesinato sobre nuestros cuerpos
de estraza y nuestras máscaras como volutas de humo y aluminio. El poeta en un
esfuerzo constante nos confronta con nuestra pequeñez, con esa verdad que
rehuimos a cualquier precio. Nos apoderamos de una imagen, de un hombre, de
algunos objetos, de una mascota para no sentir la desesperación angustiante de
ser simples entes flotando como esporas desterradas al olvido. La oscuridad,
ese gran océano que envuelve cada frágil aliento encarado, la oscuridad está en
constante acecho en las memorias. El poeta lo sabe, pero no huye, la confronta
con entereza al invocar manjares poéticos que ha derramado en los surcos con
fragmentos de estilizada hechura.
El
tiempo interviene como un gran dramaturgo en la obra del poeta. En el apartado
“Deseos”, González Licea hace
variaciones melancólicas con una fuerza increíble de sólo aceptar esa liviandad
de los pasos, esa fragilidad del respiro:
“Me
gustaría rozar tu sombra
con la sombra
de mis manos…”
“Me gustaría
que antes de concluir mi vida,
mi cabeza descansase
en tu vientre,
y ahí dormir…
como una flor
solitaria arriba de una tumba.”
En
el poema siguiente, el amor abreva muy cerca de los páramos del olvido y deja
tras de sí un leve recuerdo que se entumece por ya no poder invocarlo: “Ahora en las noches,/ en la intimidad del
viento/ se hunde mi alma desahuciada,/ veo tu rostro/ y suspiras…” Cierra
uno de sus textos con dos magníficos arietes: “densidades que perforan la piel/ y se anudan en mi silencio.” Y la
máxima energía reaparece en Recuento:
“Nos amamos igual que/ los amantes cuando
aman./ Fuimos dos piedras/ arrojadas al mar,/ sin compasión ni esperanza del
regreso.” Y continúa elevándose en la cumbre de la herida en la parte 3 del
mismo poema: “Tú, diría Rilke,/ a quien
por mí tan amarga te supo/ la vida al probar de la mía.”
En
la parte 6 de Recuento, hay una
resignación magistral ante el gran juez de los mudos, ante el observador que
por centurias nos acecha en el más confortable mutismo. En el poema 12, el
autor de este desahucio, empieza a desplegar como un bramido de tormenta la
concisión de su estilo y una síntesis propia del aforismo. Las sentencias
breves son una característica de Genaro González Licea, las pequeñas dosis de
una sabiduría que aún no está fatigada del ir y venir de la pregunta, del signo
arqueado que con dolor soportamos en las madrugadas y los anocheceres. Las
palabras del poeta no son para pensarse, ni siguiera para sentirse; son para
abandonarse y perderse sin temor alguno en la infatigable marea de la nada.
En
el poema 6 del Desahuciado, se
recrudece lo sensible en varias expresiones de inusual contundencia: “mis cenizas, mi vacío,/ mis futuros pasos
separados de los tuyos.” La laboriosa carga del poeta va creciendo, se
aligera, porque ese crecimiento se dirige hacia un cielo despejado donde sólo
las voces del bardo pueden penetrar. Se va desflorando conforme los ojos del
lector van airando la hojarasca de este compendio de bellos escombros. Este
trabajo literario, entre el Desahuciado
y El gato, madura en cada página
mientras se van adhiriendo las partículas de celulosa al índice del lector,
exigirá más sensibilidad e inteligencia de quien sostenga el libro, pero sobre
todo, exigirá un extravío honesto en un mar embravecido de letras que van
hiriendo con delicia a quien las contempla. Hay peligro de un naufragio, pero
ese peligro debe ser aceptado antes de probar los frutos inasibles de la
poesía. Este es un libro que rebosa de griteríos ahogados dulcemente en la
caverna, demasiado elevados en sus decibeles para percibirse con el oído sin
previo entrenamiento. Es de una sensibilidad perfectamente ordenada palabra por
palabra.
González
Licea nos obsequia, asimismo, una apología a la labor discreta del poeta, a la
constante carga del verbo sobre los ojos inflamados de fantasías venideras y de
inverosímiles paisajes etéreos. Rompe con el academicismo, pues recordemos, la
poesía no es objeto de tramas institucionales, su libertad es tan salvaje que
aun en nuestros días no se puede “enseñar” poesía. No existe algo así como una
“licenciatura, especialidad o doctorado en poesía”, ni existirá tan irrisorio
concepto jamás. Aparece, así de simple, en ciertas personas predestinadas con
una marca no visible que la vida les ha puesto desde antes de su nacimiento. Se
puede estudiar ortografía, lingüística, gramática, métrica, pero jamás poesía.
Su vital energía escapa de nuestra comprensión. Recordemos la antigua máxima
latina: poeta nacitur, non fit, que
sigue aplicando y se seguirá aplicando hasta el final de los tiempos: El poeta
nace, no se hace. La poesía sólo se manifiesta entre algunos para lograr
aquellos versos tan llenos de magnificencia que nos introducen a una
comprensión de la realidad que ninguna otra materia de la ciencia o la
filosofía nos pudieran ofrecer. La manera de cómo el poema vulnera el bloque
impenetrable de lo real es única y logra lo imposible al atravesar todo lo
inerte. Eso es lo que sabemos sobre lo poético y su manifestación vía de la
palabra, y nada más.
En
los poemas de Adiós, González Licea,
el Gran Desahuciado, nos arrastra a la franqueza de un lenguaje que delimita en
lo profundo de sí y en cada cosa, empezando por los nombres que las contienen. El
desánimo, propio de los poetas, aparece: “¿Cómo
no entristecer?/ Nada que valga la pena le dejo a la humanidad.” Este es un
golpe duro a todo el que se encuentre en el supuesto de ser un humano. ¿Qué
dejamos? ¿Qué legamos que tenga algo de valor, aunque sea meramente algo
contemplativo para los demás? El sentimiento de abandono es constante,
abrumador, de una insignificancia honesta, sincera, que desnudará y confrontará
al más grande le los hombres.
En
la segunda parte, El gato, define por
completo esta travesía por las estaciones y los cantos. Es una prosa que se
encumbra en una añoranza rapsódica, repleta de canciones en migajas del pasado.
Sin duda, los poemas previos a El gato,
están allí a modo de recorrido propedéutico para que el lector se acostumbre a
un éxodo personal, y para que no le sorprendan los giros de la enigmática
narrativa que se aproxima. “Mi infancia
es un gato…” dice González Licea,
haciendo de este pequeño felino ya reverenciado por los egipcios el ícono de
una nostalgia delicada y punzante. El
gato se vuelve un timón en estos párrafos, un motivo, un eje. El poeta se
quita el velo y todo harapo, y se deja contemplar por los otros, los deja
entrar a su infancia más distante, tocar las extrañas monedas de un tesoro que
fueron acuñadas por el peso de una soledad pocas veces suscitada entre los
hombres:
“Mis
recuerdos caen sobre las hojas, son ráfagas de luz, mosaicos de la vida que
nunca vivirán; fueron aborto de infancia y destino.”
A
Genaro González Licea y a mí nos han llamado aforistas, hacedores de sentencias que impunemente arrojamos al
mundo. Es un privilegio conocer su obra, su legado, llegar a compartir la mesa
siempre rica de manjares literarios, y hay que destacar que ha ocurrido una
improbabilidad poética el que la punta de dos alfileres hechos de aforismos
coincidan en este época en que la industria del vacío se encuentra en su
apogeo. Queremos comprimir un puñado de palabras en una pequeña verdad, en un
caparazón de tamaño de una nuez, en un danzante soliloquio, quizá en algo mucho más angosto, como en el diminuto
vientre de un peñón, para desde allí incendiar sin restricciones el afuera.
Comprimimos las palabras hasta tensar el arco de una sentencia y orillarla muy
pero muy cerca del silencio. Crear en una sola frase el sentido del todo y todo
el sentido derramarlo en esa frase. Poetas, filósofos, aforistas,
clasificaciones huecas para quienes por entero gusto nos hemos hecho súbditos
de las esencias… en cualquier caso, adoradores del verbo.
—Hans Giébe
Pachuca, Hidalgo.
Diciembre 2016.