sábado, 4 de mayo de 2019

Genaro González Licea, presentación del libro Al este de la luna de Diana Lucinda González de Cosío



Al este de la luna o el asombro del instante en el haiku
de Diana Lucinda González de Cosío

Ante esta selva de asfalto y clonación mental que vivimos. Ante esta cultura del cortar y pegar, y la permanente sensación de vivir en un mundo virtual que nos arrastra al vacío, encuentro un remanso de poemas cortos, un manantial de letras frescas que destilan en la pureza del agua, de la soledad hecha de piedra, del subsuelo donde fluyen los instantes de su origen que nadie sabe explicar más que el viento y el silencio que ahí estuvieron. Aromas verdes, azules, amarillos de tantos soles dormidos en el tiempo, de tantos sueños empapados con ese rocío que solo habita al este de la luna.
Encuentro, en fin, la integridad del instante espiritual del ser humano con la naturaleza, o dicho de otra manera, una visión de mundo que me lleva, con suma delicadeza, a la contemplación de la naturaleza en armonía con la vivacidad del alma.
Efectivamente, me refiero a esa visión de mundo que Diana Lucinda González de Cosío, plasma al este de la luna, libro de haikus donde la sensibilidad de nuestra poeta acaricia el instante, único, indivisible e irrepetible, con el propio devenir del tiempo, con la naturaleza, también irrepetible, del viento, del fluir del viento.
Esa conjugación del instante González de Cosío la expresa en la contemplación del paisaje, del viaje permanente que vivimos hasta encontrarnos más allá de la soledad del vacío, suceda esto cuando viene el barrunte (el olor lejano que nunca se ha ido) y el jardín de antaño reverdezca, o en Malinalco donde hay un árbol de copal, sólo una libélula y la neblina, la fosca de invierno; o más todavía, en Akumal, La Habana o la India, donde al horizonte/la bruma en la bahía/ciñe el espacio.
En todos estos lugares, en todos los haikus de este hermoso libro, está el eco pulcramente logrado, finamente pulido y conjugado, de la contemplación y el encuentro del instante, de la sensación del instante para ser precisos, del “aquí y ahora” del que hablaba, entre otros Basho.
Sorprende, me sorprende, la naturalidad con la que se expresa la conjugación entre las sensaciones del alma con el alma misma, y del alma al tocar el olor del viento, la naturaleza, el mar exterior en que vivimos, el permanente viaje en el que vamos. Un ejemplo de ello nuestra poeta lo asoma así: Rudo verano/los pájaros y flores/gozan la sombra./Disfruto el silencio/de mi respiración.
         Agréguese a lo anterior, la forma tan bella de exponer el haiku, impecablemente cuidado y trabajado palabra por palabra, línea por línea. La forma del haiku sería todo un tema que me disculpo no abordar aquí, pues para mí su usual construcción de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, no es sino la llave para acercarnos con sumo respeto a una cultura milenaria, a una forma de ser, a una filosofía y expresión espiritual donde la contemplación es el resultado de un equilibrio espiritual con los elementos propios de la naturaleza y de esa cultura que le vio nacer.
         En lo personal, después de leer a Diana Lucinda, confirmo la idea de que el arte del haiku es esa pincelada de silencio, de comunión, entre el misterio de la esencia espiritual de uno mismo y de las cosas, y la sensación del instante en que esa esencia es concebida. En ella no hay gritos ni palabras encendidas. Hay sencillez, armonía y silencio, mucho silencio, contemplando la desnudez de la neblina, del invierno, del otoño, de las hojas, de la vida. Doy un ejemplo: Tras una mirada/transcurrida la noche/queda la brasa. Otro más: Aún no hay viento. Sólo las piedras se mueven/ entre mis pasos. Y uno más para despejar la más mínima duda: Aire densificado/casi viento/casi agua/casi vientre/casi origen.
Su voz late, respira, suspira. Su aliento interior se hace presente una y otra vez para recordarnos el paso de las estaciones del año, el olor de las flores, el silencio que deja el camino. Ella lo dice así: Arrastra el viento/a una flor marchita,/hasta perderla.
Estoy francamente asombrado de esa gran sensibilidad y capacidad contemplativa de González de Cosío, de su manejo de los silencios y los vacíos, como parte integrante del haiku, de su incuestionable sutileza para esbozar los sentimientos y las ideas, lo cual permite respirar a los lectores, y llevarnos, como flotando, a que uno, por sí mismo, concluya la idea o reflexión, o bien, que partiendo de lo ya dicho, de la piedra de toque puesta ya, uno genere su propia contemplación. Escuchémosla una vez más: día nublado./Hoy no siento los pies/en tierra firme. Qué agregar, que decir. Solo uno sabe la raíz de sus emociones.
Es de agregar que esta virtud que le reconozco ampliamente a nuestra poeta, es lo que, me parece, nos acerca y hermana mucho más al haiku, a su complejidad y sentido profundo, cultural y filosófico que tiene. Ello es así, porque, hasta donde entiendo, el haiku es realmente intraducible, complejo en sus raíces y emociones culturales. Entender las cosas de distinta manera, nos llevaría, me parece, al riesgo de ver al poema que nos ocupa, como tres líneas breves, deshilvanadas y hasta cierto punto colmadas de simplicidad, cosa que sería un gravísimo error.
Son interminables las cosas que se pueden decir sobre este hermoso libro de Diana Lucinda González de Cosío, custodiado tanto por un espléndido prólogo de Cristina Rascón, como por la puntual y sensible introducción de Ilán Semo.
Por mi parte, permítanme agregar dos cosas más sobre este maravilloso libro de haikus. La primera de ellas es remarcar la envidiable forma de plasmar sus emociones con relación a la fuente original de la vida, sea esta la tierra, el agua, la luz, la sombra o el silencio. La conciencia de la vida y de la muerte, y del vacío que siempre permanece. Esas piedras angulares, esos orígenes superiores, orígenes madre, Diana Lucinda los hace florecer en nueve haikus ubicados en un apartado que llamó: ¿Eres tú, madre?
En ellos nuestra poeta contempla el origen, la madre, la madre del tiempo y la naturaleza, como la raíz de una planta en flor que mira al atardecer. Es la profundidad del silencio que sube a la neblina en plena madurez, para ver, después, la caída de la tarde. Escuchemos su voz: Sigo unas huellas/ya después de trazadas/¿Eres tú, madre? Sin embargo, me parece que también nos muestra el interior mismo de nuestra poeta, la cual, por un instante, reencontró sus raíces y sintió el peso del fluir del tiempo. La vida es fugaz, efímera, un tallo, una flor que se abre y se marchita. Es una estación a la cual todos habremos de llegar. Diana Lucida, para mí, también miró de cara a la vida, al lado de la muerte y del vacío.
La segunda cuestión que me interesa comentar sobre Diana Lucinda González de Cosío, y con ello concluyo, es su muy propio y natural espíritu viajero. Nuestra poeta es una viajera natural, viajaría, incluso, sin necesidad de salir de un calabozo. Tiene ese deseo de volar y caminar tanto en su propio interior, como en otras tierras. Espíritu que lo muestra en todos sus poemas, por ejemplo en este: Pecho amarillo/te he visto inclinado/como sin alas/sintiendo que hoy te vas/más yo soy el que viaja.

         Son viajes internos que se agigantan al conocer otros caminos. Diana Lucida González de Cosío es la poeta viajera. Marcha, como Basho, “bajo un cielo incierto”, e igual que él, es como “una hoja que arrastra el viento sin saber adónde”. El siguiente haiku es de Basho, pero bien puedo haberlo escrito nuestra poeta: lluvia de invierno:/me llamarán, ahora,/el viajero”


Genaro González Licea, Diana Lucinda González de Cosío (autora del libro), Manolo Mugica y Felipe Galván Rodríguez, en la presentación del libro: “Al este de la luna” de González de Cosío. Museo del Estanquillo. Colección Carlos Monsiváis, 4 de mayo de 2019.

Fotografía de Askari Biyiwe.