Al este de la
luna o el asombro del
instante en el haiku
de Diana Lucinda González de Cosío
Ante esta
selva de asfalto y clonación mental que vivimos. Ante esta cultura del cortar y
pegar, y la permanente sensación de vivir en un mundo virtual que nos arrastra
al vacío, encuentro un remanso de poemas cortos, un manantial de letras frescas
que destilan en la pureza del agua, de la soledad hecha de piedra, del subsuelo
donde fluyen los instantes de su origen que nadie sabe explicar más que el
viento y el silencio que ahí estuvieron. Aromas verdes, azules, amarillos de
tantos soles dormidos en el tiempo, de tantos sueños empapados con ese rocío
que solo habita al este de la luna.
Encuentro, en fin, la integridad del instante espiritual del ser
humano con la naturaleza, o dicho de otra manera, una visión de mundo que me
lleva, con suma delicadeza, a la contemplación de la naturaleza en armonía con
la vivacidad del alma.
Efectivamente, me refiero a esa visión de mundo que Diana
Lucinda González de Cosío, plasma al este
de la luna, libro de haikus donde la sensibilidad de nuestra poeta acaricia
el instante, único, indivisible e irrepetible, con el propio devenir del
tiempo, con la naturaleza, también irrepetible, del viento, del fluir del
viento.
Esa conjugación del instante González de Cosío la expresa en la
contemplación del paisaje, del viaje permanente que vivimos hasta encontrarnos
más allá de la soledad del vacío, suceda esto cuando viene el barrunte (el olor lejano que nunca se ha ido) y el jardín de antaño reverdezca, o en
Malinalco donde hay un árbol de copal, sólo
una libélula y la neblina, la fosca
de invierno; o más todavía, en Akumal, La Habana o la India, donde al horizonte/la bruma en la bahía/ciñe el
espacio.
En todos estos lugares, en todos los haikus de este hermoso
libro, está el eco pulcramente logrado, finamente pulido y conjugado, de la contemplación
y el encuentro del instante, de la sensación del instante para ser precisos,
del “aquí y ahora” del que hablaba, entre otros Basho.
Sorprende, me sorprende, la naturalidad con la que se expresa la
conjugación entre las sensaciones del alma con el alma misma, y del alma al
tocar el olor del viento, la naturaleza, el mar exterior en que vivimos, el
permanente viaje en el que vamos. Un ejemplo de ello nuestra poeta lo asoma
así: Rudo verano/los pájaros y flores/gozan
la sombra./Disfruto el silencio/de mi respiración.
Agréguese a lo anterior, la forma tan
bella de exponer el haiku, impecablemente cuidado y trabajado palabra por
palabra, línea por línea. La forma del haiku sería todo un tema que me disculpo
no abordar aquí, pues para mí su usual construcción de tres versos de cinco,
siete y cinco sílabas, no es sino la llave para acercarnos con sumo respeto a
una cultura milenaria, a una forma de ser, a una filosofía y expresión
espiritual donde la contemplación es el resultado de un equilibrio espiritual
con los elementos propios de la naturaleza y de esa cultura que le vio nacer.
En lo personal, después de leer a Diana
Lucinda, confirmo la idea de que el arte del haiku es esa pincelada de
silencio, de comunión, entre el misterio de la esencia espiritual de uno mismo
y de las cosas, y la sensación del instante en que esa esencia es concebida. En
ella no hay gritos ni palabras encendidas. Hay sencillez, armonía y silencio,
mucho silencio, contemplando la desnudez de la neblina, del invierno, del
otoño, de las hojas, de la vida. Doy un ejemplo: Tras una mirada/transcurrida la noche/queda la brasa. Otro más: Aún no hay viento. Sólo las piedras se
mueven/ entre mis pasos. Y uno más para despejar la más mínima duda: Aire densificado/casi viento/casi agua/casi
vientre/casi origen.
Su voz late, respira, suspira. Su aliento interior se hace
presente una y otra vez para recordarnos el paso de las estaciones del año, el
olor de las flores, el silencio que deja el camino. Ella lo dice así: Arrastra el viento/a una flor
marchita,/hasta perderla.
Estoy francamente asombrado de esa gran sensibilidad y capacidad
contemplativa de González de Cosío, de su manejo de los silencios y los vacíos,
como parte integrante del haiku, de su incuestionable sutileza para esbozar los
sentimientos y las ideas, lo cual permite respirar a los lectores, y llevarnos,
como flotando, a que uno, por sí mismo, concluya la idea o reflexión, o bien,
que partiendo de lo ya dicho, de la piedra de toque puesta ya, uno genere su
propia contemplación. Escuchémosla una vez más: día nublado./Hoy no siento los pies/en tierra firme. Qué agregar,
que decir. Solo uno sabe la raíz de sus emociones.
Es de agregar que esta virtud que le reconozco ampliamente a
nuestra poeta, es lo que, me parece, nos acerca y hermana mucho más al haiku, a
su complejidad y sentido profundo, cultural y filosófico que tiene. Ello es
así, porque, hasta donde entiendo, el haiku es realmente intraducible, complejo
en sus raíces y emociones culturales. Entender las cosas de distinta manera,
nos llevaría, me parece, al riesgo de ver al poema que nos ocupa, como tres
líneas breves, deshilvanadas y hasta cierto punto colmadas de simplicidad, cosa
que sería un gravísimo error.
Son interminables las cosas que se pueden decir sobre este
hermoso libro de Diana Lucinda González de Cosío, custodiado tanto por un
espléndido prólogo de Cristina
Rascón, como por la puntual y sensible introducción
de Ilán Semo.
Por mi parte, permítanme agregar dos cosas más sobre este
maravilloso libro de haikus. La primera de ellas es remarcar la envidiable
forma de plasmar sus emociones con relación a la fuente original de la vida,
sea esta la tierra, el agua, la luz, la sombra o el silencio. La conciencia de
la vida y de la muerte, y del vacío que siempre permanece. Esas piedras
angulares, esos orígenes superiores, orígenes madre, Diana Lucinda los hace
florecer en nueve haikus ubicados en un apartado que llamó: ¿Eres tú, madre?
En ellos nuestra poeta contempla el origen, la madre, la madre
del tiempo y la naturaleza, como la raíz de una planta en flor que mira al
atardecer. Es la profundidad del silencio que sube a la neblina en plena
madurez, para ver, después, la caída de la tarde. Escuchemos su voz: Sigo unas huellas/ya después de
trazadas/¿Eres tú, madre? Sin embargo, me parece que también nos muestra el
interior mismo de nuestra poeta, la cual, por un instante, reencontró sus
raíces y sintió el peso del fluir del tiempo. La vida es fugaz, efímera, un
tallo, una flor que se abre y se marchita. Es una estación a la cual todos
habremos de llegar. Diana Lucida, para mí, también miró de cara a la vida, al
lado de la muerte y del vacío.
La segunda cuestión que me interesa comentar sobre Diana Lucinda
González de Cosío, y con ello concluyo, es su muy propio y natural espíritu
viajero. Nuestra poeta es una viajera natural, viajaría, incluso, sin necesidad
de salir de un calabozo. Tiene ese deseo de volar y caminar tanto en su propio
interior, como en otras tierras. Espíritu que lo muestra en todos sus poemas,
por ejemplo en este: Pecho amarillo/te he
visto inclinado/como sin alas/sintiendo que hoy te vas/más yo soy el que viaja.
Son viajes internos que se agigantan al
conocer otros caminos. Diana Lucida González de Cosío es la poeta viajera. Marcha,
como Basho, “bajo un cielo incierto”, e igual que él, es como “una hoja que arrastra
el viento sin saber adónde”. El siguiente haiku es de Basho, pero bien puedo haberlo
escrito nuestra poeta: lluvia de
invierno:/me llamarán, ahora,/“el
viajero”.
Genaro González Licea, Diana Lucinda González de Cosío (autora del libro),
Manolo Mugica y Felipe Galván Rodríguez, en la presentación del libro: “Al este de la luna” de González de Cosío. Museo del Estanquillo. Colección Carlos Monsiváis,
4 de mayo de 2019.
Fotografía de Askari Biyiwe.