domingo, 15 de diciembre de 2019

Genaro González Licea en el homenaje a Enrique González Rojo Arthur en el Palacio de Bellas Artes



Mi gratitud a todas y cada una de las personas que han hecho posible este merecidísimo homenaje al gran poeta y filósofo Enrique González Rojo Arthur, quien ha tolerado mis terquedades desde hace más de cuarenta años. 

Pues bien, sabedor que a nuestro poeta homenajeado le “repugna el panfleto, la vociferación al margen de la lira” y, por supuesto, el lenguaje de holanes y metafísico perfume, permítanme dar lectura a unas cuantas líneas que preparé para la ocasión.

fotografía sin datar

EL DEVENIR DEL TIEMPO EN LA POESÍA DE
ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO ARTHUR

Cuando caiga en la calle,
en la esquina de Furor y Emboscada,
se escuchará de mis labios:
mis hijos, se llegó el momento de su viejo.
Extiéndanme en el piso.
Para morir deben ponerme aquí bajo las sienes
la más mullida de las piedras
y arroparme con mis propios estertores.
Tomen mi báculo.
Guárdenlo en el mismo sitio
en que, dobladas y planchadas,
esconderán mis sonrisas
mi terquedad de siempre
y mis debilidades.
Rodeen después mi cuerpo.
Apresen mis manos.
De vez en cuando interroguen a mi pulso.
con las mandíbulas abiertas
los segundos homicidas
ciérrenme los ojos
y vean cómo lentamente
se me va despellejando el nombre.
Poema: Pronóstico de Enrique González Rojo Arthur

El devenir del tiempo y sus múltiples efectos en el ser y en la conciencia, es, me parece, la esencia, la flama, el latido y la semilla, que recorre la obra poética de Enrique González Rojo Arthur: “no es posible derramar dos veces el mismo lloro. Los ojos peregrinan, con el tiempo bajo el brazo”. Tampoco “vivir dos veces en la misma carne” y, mucho menos, “besar dos veces la misma boca”. “No es posible entrar dos veces en el mismo río” es el nombre del poema, que bien puede ser el nombre de todos sus poemas. 
Sí, para mí el devenir del tiempo es la constante que siempre acompaña a González Rojo. “El protagonista esencial de todos mis poemas /de todos”, nos remarca, “no es el ir desde un entusiasmo hasta un punto cualquiera y sus suburbios; no es el comprar con un pasaje la aniquilación vertiginosa del espacio /sino que es el devenir, /el paulatino derrumbamiento no sólo de la arena del reloj, /sino del reloj de arena. /El ser que es, desde siempre, un siendo. /El viajar en la carroza de lo efímero”.

El misterio que encierra el tiempo, el verbo como instante que estalla en la palabra, es un sublime manantial que día y noche le acompaña y, por lo mismo, el tiempo en él, igual que la nada, el infinito, y el vaivén del viento, en gran parte le pertenecen. Sin embargo, como gran humanista que es, les aseguro que a todos, en cada amanecer, nos envía “por correo de regalo alguna brisa”.

La obra poética y filosófica de Enrique González Rojo está construida en piedra. Lo mismo se puede decir de su actuar político, de su vocación docente y humanista y, por supuesto, de su gran compromiso con las personas que en la vida cotidiana buscan el pan de su existencia: obreros, campesinos, indígenas y, en general, con toda persona discriminada en esta sociedad donde el dinero es un lenguaje de prestigio, y la plusvalía “prohíbe caminar de puntitas para no despertar el canto de los gallos”.

Nuestro poeta escribe con esa fuerza que le da su propia historia, su integridad moral e intelectual de siempre, su congruencia de pensamiento y acto, su espíritu de libertad insobornable. Escribe desde los andamios cotidianos de la vida, desde la trinchera y con el puño en alto.

Su voz es un testimonio de voces clandestinas, de voces olvidadas que luchan sin ceder al ras del suelo. Es la voz y grito de la tinta, donde, permítanme citarlo, “cada gente /hace un mínimo cráneo con su mano /para poner en él /su incipiente conciencia proletaria”. Es el hechizo del silencio, donde sólo pueden “descubrirse /los puños en voz alta. /La manifestación que se diría /guardaba ya minutos de silencio /por las futuras víctimas. Recuerdo /Tlatelolco. Recuerdo /mis amigos y alumnos y recuerdo /el permanente mitin de sus tumbas”.

Ciertamente, González Rojo Arthur es un símbolo de lucha a quema ropa, cotidiana y permanente, de miles y miles de personas que se hablan de tú a tú con el arado, con las raíces de barro que nos unen, con las manos que sin dobleces nos hermanan. En este sentido, bien podemos decir que este merecidísimo reconocimiento es, por supuesto, a su amplia e intensa obra filosófica y literaria en general, pero, al mismo tiempo, es un reconocimiento al trabajo poético, social y cultural, que, desde una trinchera independiente, recorre los nervios de esta tierra, que es mi tierra.

Por estas y otras razones, puedo decir que nuestro escritor aquí homenajeado es, por una parte, altamente querido y respetado y, por otra, un incómodo poeta para aquellos sectores o comportamientos sociales donde nunca pasa nada.

Lógica reacción cuando en el escritor, como es el caso, no solamente hay creación literaria y conciencia social, sino también, todo un proyecto de vida, una militancia personal en las luchas democráticas y en las aguas incluyentes de los ríos. Lo cual se valora doblemente en estos tiempos, donde, se diría, la disidencia se ha perdido en las leyes del mercado, y la comodidad se ha dormido en las entrañas del olvido.

Se ha olvidado, quizá, elaborar un mínimo programa de vida, por ejemplo, el mismo Enrique nos diría: “concebir en la cuna nuestro primer proyecto /subversivo. /No dormir en la almohada (donde anidan los más tibios /ademanes maternos), /sino acurrucarnos en nuestro propio puño”, o bien, tomar decisiones y caminos, cosa que es “tan sencillo como esto”, cito nuevamente a Enrique, “vivir indignamente entre algodones /(que llegan al oído /para tapiar al yo, para dejarlo /sin nexos con el mundo), con la cuota de besos de la madre, /los hijos y la esposa, /con los pulmones llenos de incienso /de la gloría oficial, /o vivir dignamente en la tortura, /en la persecución, en la zozobra, /con la tinta azul cólera en la pluma”.

En él, como vemos, no impera ni el confort personal ni la pasividad del tiempo, ni las trampas del poder ni “la gloria envidiosa con su rabo y cuerno de ceniza”, como diría Luis Cernuda. Impera, filosófica y poéticamente, cuestiones que en él “no van por derroteros separados”, una lucha a brazo partido en contra de los moralismos y los mitos sin sustento que amasan la cultura de la culpa y el arrodillamiento de conciencias. “El entierro del ángel custodio” no es un pecado, es una piedra de toque para ver el mundo. Cito dos partes del poema: “Cuando cumplí dos lustros /dejé de musitar esas palabras /que se hallan de rodillas, /como primera piedra de algún templo; /comprendí que la fe no es otra cosa /que clavar en la tierra un espejismo, /para que nunca pueda evaporarse /al calor de los pies que traen consigo /la esperanza insolada”. Y agrega: “A partir de ese instante /no pude ya creer en otro mundo: /adentro de mi cráneo, los milagros /de Jesucristo fueron también crucificados; /y no entendí hasta entonces /que no hay en las obleas más deidades /que el envinado dios de la cajeta /o que el agua potable /es el agua bendita ciertamente”.

Llego, de esta manera, a un punto de la poética de Enrique González Rojo que aquí me interesa mencionar: su batalla por desatar los nudos internos que nos atan. Cada que leo y releo su poesía, me asombra la importancia y la forma poética de abordar los nudos internos que habitan en el ser humano: las culpas, los odios, los rencores. La represión emocional que nos domina. Su tema, todo indica, es este: sin libertad personal es mucho más difícil propiciar una libertad social. Nos recuerda así, que la conciencia más que individual es colectiva.

Aseveración que se confirma en su obra entera, por citar algunos textos, en “el libro de los pronombres”; “salir del laberinto”; “trincheras del espíritu”; “para deletrear el infinito”; “la larga marcha”; “por los siglos de los siglos”; y “El tercer Ulises o en cierto gris sentido y otros poemas”, entre esos otros poemas, por cierto, se encuentra “el hereje”, poema sin desperdicio alguno, escrito por Enrique en homenaje a Wilhelm Reich, y en el cual con un lenguaje sencillo y punzante, humorístico e irónico se diría también, aborda el aspecto sexual y el tema de la libertad de la persona, como pivote básico y primario que mueve y motiva al individuo como individuo que es, y como individuo en sociedad.

Cito tres partes del poema: “En un tiempo fui parte /de la fracción erótica/ del Partido Comunista. /Era un partido dentro del partido /como un ciego que se esconde en una gruta, /un águila en el águila del viento /o unos labios cerrados en mitad del camposanto. (…) Tras una fatigosa discusión, /se insistió en que debía retractarme /y que en el árbol de la noche triste de mi arrepentimiento /se ahorcaran mis palabras. (…) Yo hablaba /de que el enemigo principal/ era el sexo reprimido. (…) Sin perder los ideales, sin perderlos, /me sentí como Adán /cuando, expulsado, no pudo retener del paraíso /sino tan sólo el cuerpo /de su amada”.

Paralelamente a lo anterior, pero dentro de la misma lucha de motivar la libertad personal, está su construcción poética con la cual busca enfrentar esos “algodones que obstruyen la vivacidad del yo”. Construcción que nos lleva a la esencia de las cosas, a la reflexión de lo que somos, a la desmitificación de una visión de mundo que nos ata y esclaviza. De estos poemas, estimo que los contenidos en el texto “las huestes de Heráclito o astillas de infinito”, son los que mejor dan cuenta de ello.

Permítanme citar solamente algunos de sus rubros, los poemas me los llevo de tarea. Entre ellos está “la creencia y el bautismo”; “pasajes bíblicos y sentimentales”; “diez miradas a la fe”; “nueve poemas sobre el pecado”; “los diez mandamientos”, “un cielo con los pies de barro”; “penitencia y liberación”.

En los versos contenidos en cada uno de estos rubros, a prueba de lectura, impera el exhorto a que todos y cada uno de nosotros propicie la crítica y autocrítica, la búsqueda, el encuentro y desencuentro de nosotros mismos. En particular les dice a los poetas: “El poeta no crece cuando calla (…) Es grande/ cuando desde su pluma /(punto en que se acurruca el universo) /se pone a deletrear sus terquedades, /se encarama en los zancos de sus ojos, /tiene con el mundo un intercambio de palabras mayores, /entrevista al ser, /marca el número telefónico de la nada, /hace la radiografía del absoluto, /es cronista /de la lucha cuerpo a cuerpo /de Dios y la materia”.

Por su parte, a los lectores, les dice claramente: “mis poemas/ —aquí, lector, donde te brindo/ metáforas para armar y desarmar— /son únicamente, lo confieso, /las sagradas escrituras/ de la nada”.

Y a todos en general, nos deja las siguientes palabras de terapia, precisamente, para curar la superstición: “resulta apropiado, /además de los jarabes, /las cápsulas y las fricciones, /indicadas por el médico, /leer tres veces al día, /antes de cada comida, (uno de los poemas /de las Huestes de Heráclito /sin dejar, sobre todo, /de ingerir la pastilla /de su punto final”.

Su poesía es una cátedra al alcance de todos, es palabra envuelta en libertad y puesta en movimiento. Es una creación literaria muy propia, muy de él y de nadie más. Hay que decirlo: con su herejía y búsqueda de lugares inéditos, con su gusto y necesidad de pensar con imaginación, ha renovado el lenguaje poético, ha creado, con su propio tono, “una gramática iracunda”.

En ella, la metáfora e imagen poética nos toma por asalto, nos sorprende su fusión mágica con la realidad cotidiana que es de todos y, más aún, nos sorprende la transformación poética que sufren, el hallazgo al que nos llevan. Unos ejemplos, de los tantos y tantos que hay en su obra, serían: “a la sombra del milagro”; “me hallo en un corazón /sin salida”; “Zapatero /a tus poemas”; “no sustraerás de la bolsa ajena tu pecado”; “en las fosas nasales empezaron a germinar florecillas silvestres”; y, ”digámoslo: Penélope no se queda en casa. /No permanece aquí para cuidar la hortaliza. /Para lavar la cara sucia de los pepinos, /peinar a los elotes, plancharle a las lechugas /los puños y los cuellos”.

En su “gramática iracunda”, da terapia a las palabras “sumisas y medrosas, apacibles y apoltronadas en su conformismo. Verbos hincados de rodillas. Adjetivos de cerviz doblegada. Oraciones que nunca han ido a gritar al Zócalo hasta sentir todas sus letras enronquecidas”. Su gramática es muy propia, muy de su creación poética e insobornable convicción y forma de ser en este mundo. Su gramática no tiene nada que ver con “las gramáticas de las costumbres, sensatas y tranquilas, sin rugidos ni estridencias”. Como señala el mismo Enrique: “el que esto escribe ha preferido olfatear otros rumbos e internarse en diferentes caminos. Me repugna el panfleto, la vociferación al margen de la lira; pero me atrae la barricada y sueño firmar con sangre un convenio de pólvora con mis hermanos. Mi gramática es una gramática iracunda que no las trae todas consigo, que saborea su mal sabor de boca y se halla dedicada a masticar su rechinar de dientes”.

El compromiso que asume la poesía de Enrique González Rojo es más que evidente. Su obra poética es de una creatividad y compromiso permanente, es nueva y novedosa cada que uno acude a ella. Es una gran lección que, como toda gran lección, nos marca, nos hunde y nos sacude al sentir los gestos de dolor que encierran las palabras.

Su forma de decir las cosas, su “gramática iracunda”, nos dejan desnudos y enroscados en nuestras propias entrañas, en nuestro propio subconsciente de recuerdos y olvidos. Su lenguaje poético lastima, sacude e interioriza en las grietas o fracturas que tenemos, son espinas que se clavan en la conciencia y en los poros de un sinfín de culpas que cargamos. Su metáfora nos asoma a nosotros mismos, nos permite vernos tal como somos, sin máscaras ni dobleces, y reencontrar las llagas internas que ocultamos. Nos remite ir al fondo de un abismo donde escondemos varias cosas que no queremos o podemos decir. 

Sí, hay que decirlo, su poesía nos instala en esa reflexión que duele, que confronta la pequeñez de lo que somos. Al leerle, por lo mismo, sugiero ponerse guantes y armarse de valor hasta los dientes y, de esta manera, seguir al pie de letra el principio por él mismo dictado: “a medida que avanzo /les van saliendo púas /a mis versos. /Ven lector, toma tus guantes”.

Leer a González Rojo es iniciar un encuentro, reencuentro y desencuentro con uno mismo y con el otro, es tallarse los ojos hasta llorar el alma. Mirar el nudo ciego de los mitos y creencias que nos atan, la cultura de la violencia con la cual nos llenan las pupilas, el crimen de la clonación mental para hacer de todos uno solo, irreflexivo, autómata, sumiso en la voz y en la palabra. Su poema: “apuntes para la biografía de mi musa o mi humilde aportación al bicentenario”, es más que elocuente. En él se dice a sí mismo, nos dice a todos: “¿Qué haces /cuando tu patria, deshilachada y doliente, /crucificada en sí misma, /clama por sus poetas; /cuando los medios, /secuestrados por la parte más negra de la noche, /arrojan por horas y más horas carretadas de basura /hacia la gente?”. La musa de cada quien, su musa, exaltada le grita y nos grita: “es el momento /de que los poetas ganen la calle, /se metan en los ojos de la gente, /sacudan toda mano apoltronada /en su propia indolencia; /la hora de llevar al cadalso /la indiferencia narcisista /que los ata / de manos y de pies a su soberbia”.

Leerle, es tener la posibilidad de construir nuestra propia voz y vida en el camino, escuchar cómo late y fluye el tiempo en nuestros pasos, cómo ocurre la credulidad, dicha ésta por su propia tinta en las confidencias de un árbol: “¡Qué derrumbe!/ ¡Qué aguacero de dioses!/ ¡Qué lodazal formado/ con el agua iracunda/ del Diluvio!/ ¡Qué cielo/ con los pies de barro!”.

Su obra poética es tan inmensa como su tarea de deletrear el infinito. Cualquier persona o escritor, sabe reconocer en él su integridad humana y el peso de su obra que es toda ella hereje, optimista, esperanzadora y libertaria. En lo particular solo intenté asomarme un poco al devenir del tiempo, y retomar, con imprudencia, algunas cosas, como esta que nos recuerda que, cito una parte de su poema “los olvidos”: “La mente se desanda, /camina a contrapelo del gerundio, /reconstruye la carne desde el molde /de las huellas, /busca el olor a vida/ en la carroña de la remembranza”.

Genaro González Licea
Caloclica, Ciudad de México, diciembre de 2019.


Genaro González Licea
fotografía sin datar 




jueves, 10 de octubre de 2019

Genaro González Licea, aquí despierto…


Genaro González Licea 
fotografía sin datar


Aquí despierto dormido en un sueño que se ha ido.
Las varas son dagas que me buscan sepultado.
Yo estoy lejos de mí y cerca de mi yo vacío.
No me busques más,
estoy en una flor que ríe en los ojos que la miran.
Soy el migrante polen
que busca en sí mismo su cuerpo sepultado,
su sombra enterrada que cambia de color al recordarme,
a veces es de un triste azul,
otras de un amor turquesa tendido sobre el agua.

 Del libro
Tumbas en el olvido de Genaro González Licea 






lunes, 7 de octubre de 2019

Genaro González Licea, vi mi cuerpo…


Genaro González Licea 
Fotografía sin datar  



Vi mi cuerpo sin haberlo sepultado,
la fatalidad de morir mientras respiro,
la sombra de un estanque
alimentando mi barro sepultado.

Del libro
Tumbas en el olvido de Genaro González Licea




viernes, 4 de octubre de 2019

Genaro González Licea, vivo…



Genaro González Licea
Dibujo de Askari Biyiwe
Poeta de la imagen y el sentir de la palabra



 Vivo una esperanza rasgada
con el duelo del aroma de un cuchillo.

Del libro
Tumbas en el olvido de Genaro González Licea




miércoles, 2 de octubre de 2019

Genaro González Licea, estoy solo…

Genaro González Licea
fotografía sin datar




Estoy solo frente a mí.
Día a día mi vida se va
como un riachuelo de luz adormecida.


Del libro

Tumbas en el olvido de Genaro González Licea 






lunes, 30 de septiembre de 2019

Genaro González Licea presenta su poemario El silencio y la sombra en Jerez, Zacatecas.


Evento organizado por: 
Ayuntamiento de Jerez, Zacatecas; Teatro Hinojosa; 
Instituto Jerezano de Cultura, Arturo Pérez Torres; 
y don Horacio Esquivel Duarte, promotor incansable del arte y la cultura.  



Presentar El silencio y la sombra en Jerez, Zacatecas, tierra de poetas, es un privilegio que no estimo merecer. Es un sueño, para mí, compartir la mesa con jerezanos tan reconocidos en el ámbito académico, cultural y poético, como Sigifredo Esquivel Marín, Andrés Briseño Hernández y Lucía Paola Esquivel Mercado, poeta de altos vuelos toda ella.
Hay tanta lucidez en cada uno de ellos, tanta generosidad en sus palabras, que tal vez, lo mejor para todos, para mí en particular, sea agradecerles muy de veras, y retirarme a meditar un poco, pues yo no sé si pueda responder a sus comentarios tan bien estructurados, o a las expectativas que genera un evento como éste.
Por supuesto que no lo haré. Sería una falta de respeto a los organizadores de este evento literario, al Ayuntamiento de Jerez y autoridades de este emblemático Teatro Hinojosa; al Instituto Jerezano de Cultura, Arturo Pérez Torres; a don Horacio Esquivel Duarte, promotor incansable de las diversas expresiones del arte y la cultura, y que ha hecho todo lo posible para que yo esté aquí; a ustedes que han tenido la amabilidad de acompañarnos en esta comunión literaria, poética, filosófica y fraterna, extremadamente fraterna.

Además, una persona que pisa el suelo de Jerez por alguna razón se siente jerezano, y un jerezano, hasta donde sé, aguanta tanto la tempestad, como el resplandor que da la tranquilidad del día. Dicho de otra manera: se moja y se seca trabajando. 


Fotografía sin datar


Estar en la tierra de Ramón López Velarde y omitir un comentario de agradecimiento a su legado literario, es como acudir sediento a un manantial y no dar un sorbo de agua. Por lo mismo, abusando de su generosidad, permítanme referirme a él, previamente a dar lectura a algunos poemas de este libro que hoy se presenta.
Horas antes de tomar camino a estas tierras, Enrique González Rojo Arthur, quién, por cierto, les envía un gran saludo, me comentó: “amo la poesía de López Velarde, me parece que es un hombre que encontró el lado oscuro de su tiempo, y lo sacó a flote. A pesar de la diferencia de edades, mi abuelo, Enrique González Martínez, y él, eran muy amigos”.
Ahí está el trabajo conjunto que llevaron a cabo en la revista Pegaso; la dedicatoria de González Martínez de su poema oración a las estrellas, a López Velarde: porque sois lejanía, silencio y luz, mi espíritu os envía una cordial salutación, hermanas mudas, resplandecientes y lejanas, y el poema, hoy como nunca…, que éste último, López Velarde, dedicó al primero: mi espíritu es un paño de ánimas, un paño de ánimas de iglesia siempre menesterosa; es un paño de lágrimas goteando de cera, hollado y roto por la grey astrosa. Está también, la sentencia que de ambos poetas expresó Julio Torrí: López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como fue de ayer, Manuel José Othón.
Efectivamente, hablar de López Velarde, es hablar de un poeta de altos vuelos y de alguien que tiene un gran significado en la literatura mexicana. Unos lo ubican en el modernismo, otros al inicio de la modernidad, otros más en el inicio de la poesía contemporánea. Hay quienes se detienen en sus alejandrinos, otros en sus sonetos, y una gran mayoría, en la cual yo estoy, en su poesía sencilla y cotidiana, compleja, melodiosa y simbólica a la vez. Ejemplo de ello, entre muchos, bien puede citarse: la suave patria; no me condenes...; o elogio a Fuensanta: tus ojos tristes, de mirar incierto, recuérdanme dos lámparas prendidas en la penumbra de un altar desierto.
En lo personal, la poesía de López Velarde me maravilla y me sorprende día a día. Mi agradecimiento, para él, es mucho. Brevemente narraré, y con ello termino este punto, una lección de vida que me obsequió para siempre nuestro poeta jerezano, y que tiene mucho que ver con el silencio y la sombra que aquí nos une.
López Velarde, en el prólogo a la segunda edición de su libro la sangre devota, el cual dedicó a los espíritus de Gutiérrez Nájera y Othón, señala: en la portada de la edición anterior, Herrán copió una figura femenina y la iglesia de Churubusco. Paréceme de justicia, por dentro de la recta continuidad espiritual de que he hablado, mencionar aquí a Angélica Díaz de León, para que viva lo que mis versos puedan defenderse de la capa de polvo del tiempo.
La lección para mí es de humildad, generosidad, congruencia, y amoroso humanismo como forma de ser y actuar en la vida, pero, además, de una visión perfecta, filosófica sería la palabra exacta, de percibir la vivacidad de la vida y el silencio del vacío de la muerte.
Un poema, uno mismo, vive en tanto el otro le recuerde. El olvido, que es el tema que asoma López Velarde, es la perfección de la muerte. Una persona no muere con el último suspiro, muere cuando el otro lo ha dejado de recordar, lo ha dejado en el olvido. El olvido, entonces, es la muerte perfecta de la que tanto hablamos, es el silencio, la soledad, el vacío, la nada. Es el instante cuando uno, sus actos o sus versos, son parte del viento, indefensos de la capa de polvo del tiempo.
El olvido, lo dije en otra parte, “hace polvo lo que somos, lo que hicimos. Nos hace realmente inexistentes, nos devuelve al origen del silencio y del olvido”. Morir es ya no recordarnos. Esta conciencia de morir de veras, es un tema recurrente en lo que escribo, es una lección que me dio López Velarde y fui confirmando con el tiempo. Cito, una vez más, dos fragmentos de nuestro poeta, contenidos en su poema rumbo al olvido:

¡Oh pobres almas nuestras
que perdieron el nido
y que van arrastradas
en la fatal corriente del olvido!
Sigamos sumergiéndonos… Mas antes
que la sorda corriente
nos precipite a lo desconocido,
hagamos un esfuerzo de agonía
para salir a flote
y ver, la última vez, nuestras cabezas
sobre las aguas turbias del olvido.

Sé que su generosidad tiene un límite y me parece que yo lo he rebasado. Discúlpenme por ello, pero también lo hice porque, de verdad lo digo, yo no tengo una idea clara de lo que encierra mi propio libro y, por lo mismo, no me atrevería a comentarlo, hacerlo sería, además de inconsistente, un evidente contrasentido.
Generalidades, tal vez, puedo señalar algunas, entre ellas, decir por ejemplo que el tema que asoma el silencio y la sombra, es el de la indigencia humana, del tiempo y de las cosas. La indigencia como una comunión de todo y de todos. López Velarde, por cierto, le cantó a la indigencia al sentir la voz de los mendigos, de los menesterosos, de su propia voz, humilde, amorosa y genuinamente humana:

Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma
de todos los voraces ayunos pordioseros;
mi alma y mi carne trémulas imploran a la espuma
del mar y al simulacro azul de los luceros.

Uno, igual que la vida, es un espacio mágico de silencios y sombras, de búsqueda y deseo de encontrar algo que nunca encontraremos. Somos permanente búsqueda y ausencia, encuentro y desencuentro. Seguimos siendo búsqueda, nos diría Hans Giébe en uno de sus aforismos de soliloquios, porque seguimos siendo ausencia.
Uno, igual que la vida, y el tiempo que envuelve las cosas de la vida, es una permanente sensación de siempre estar vacío, una herida muy profunda que no sana, una soledad que rasga las entrañas, ausencia de luz y sombra que ahuyenta el deseo de un fresco manantial que ya no existe.
El silencio y la sombra es un libro que me permitió no claudicar en pleno río, un silencio mágico que me permitió vivir como el aire que duerme en la esperanza del mar y las montañas, del llano y del tiempo que envuelve lo azul del infinito. En sus líneas aprendí que la indigencia es un venero de dolor que nunca cesa, una sed permanente de colores pegada al tiempo, a la vida, al hueco de mis pasos.

Sin embargo, en él también vi mi muerte, mi olvido y mis cenizas. “Me acepté a mí mismo, y dormí en mi propia sombra sepultada”. Entendí, entonces, cada palabra, cada latido de palabra, que don Guillermo I. Ortiz Mayagoitia escribió al ver mi sombra, mi dolor y mi silencio: Hay dolores que de viejos no duelen o, al menos, no deberían de doler. Son los que te acompañan de por vida, desde antes de nacer. Esos dolores no deben doler, porque si duelen te olvidas de vivir y solo vives para ellos. Te consumen, te postran, te agotan. Hasta que sólo queda el dolor de tu existencia: “Vivir no es cosa fácil. Vivir duele”


Fotografía sin datar 


Y ahora, sin más que decir, voy a leer un par de poemas y unos cuantos fragmentos de poemas, de este mi libro que, en realidad, ya ha dejado de ser mío, y que hoy se presenta.

 Los indigentes son aquellos que miran sin los ojos.
Son quejido astillado en el olvido,
fantasmas enredados en las ramas,
oscuridad caída en la negrura.

Son recuerdo arrastrado en un relámpago perdido,
frío que despelleja la vida y lo vivido,
escarcha de luna que cubre el dolor de su abandono.

Los indigentes son hojas que cuelgan en un árbol olvidado,
olor de invierno en un cirio desolado,
en un viento desnudo como el agua,
como el seco manantial que llora en un cántaro escondido.

Son la muerte que sopla entre las ruinas,
astillas clavadas en la nada,
oración desdichada que olvida su voz cuando regresa.

Son cal que tapa el aroma de la orina,
el olor podrido de las manos,
la morada palabra doblada entre la lengua.

Los indigentes son palomas que tienen rotas las entrañas.
Negro silencio como la eterna soledad de los gusanos.

Nadie completa su vacío,
ni el agua del mar, ni el aire que salpica su agonía.
Son eterna humedad insatisfecha.
Ven el mundo con una luz que no es de nadie.
Es de ellos y de nadie más.


v  
Me aferro a la palabra porque en ella he construido el eco de mi tumba.
En el sosiego del amanecer veo el firmamento brillar entre mis ojos.
Es tan grande mi insignificancia que mi existencia se libera.


v  
La indigencia es un vivir amoroso y cruel que duele,
que punza,
que punza.


v  
Escucho el eco de mi voz en lo negro de una piedra agusanada.
Es un silencio que respira como un atardecer escondido en un lugar que ya no existe.
Es la muerte de mi muerte,
es mi alma que muere desolada,
es el tiempo perdido con el tiempo.


v  
Mi alma intranquila veía el horizonte.
Una nube tocó de pronto lo azul del infinito.
Me acepté a mí mismo,
y dormí en mi propia sombra sepultada.


v  
En un charco perdido en el camino
la indigencia de la luna se asoma abandonada
y muere sin haberse conocido.


v  
En la indigencia no hay más que un yo frente a sí mismo en pleno desamparo.
Una desnuda desolación.
Una infinita necesidad de ser, de buscar lo que no somos.

Hay tierra, fuego, agua y viento.
La oscuridad vacía de la nada.

El silencio y la sombra. 


Genaro González Licea 
Fotografía sin datar


27 de septiembre de 2019 
Como la sombra de un árbol frondoso, fresca, lúdica, llena de instantes de soles y de espinas, siento en las calles de Jerez la presencia de Ramón López Velarde y de tantas y tantas almas que le siguen. Un jarro de barro y una flor reluciente salpicada de colores, me recuerda que vengo aquí a escuchar poesía, poesía jerezana que trota en las banquetas como lluvia jugando con sus alas y escurre en las paredes como musgo tendido en ojo de agua. Jerez no es otra cosa que un manto de poesía, luz de piedra en lo azul de las ventanas, cercas de maíz, de recuerdos y olvidos.





lunes, 23 de septiembre de 2019

Genaro González Licea, cada uno…

Fotografía sin datar


Cada uno tiene sus abismos,
cada quien conoce sus fantasmas,
sus fosas clandestinas,

sus tumbas tiradas al olvido. 


Del libro
Tumbas en el olvido de Genaro González Licea