Genaro González Licea
Horacio Esquivel no es un pintor modesto ni de
escasos recursos. Cuenta con esa personalidad artística que sólo se define en
un espacio de libertad, en la expresión sin ataduras de los relieves y
perspectivas de la vida y la naturaleza, en el lienzo, en la intimidad del
trazo que despierta el color dormido, ausente a la vista de la sensibilidad
común de las personas.
Es un pintor maduro que, contrario a lo que
comúnmente acontece, aquilató su sensibilidad a través del tiempo. Persona
madura ya, expresó en su obra artística su creatividad interior. Bocetos,
acuarelas, oleos y su fotografía inconfundible lo comprueba. Con naturalidad y
sin esfuerzo alguno las perspectivas y los relieves afloran de su pincel, en su
composición artística.
Me recuerda a Murillo. Se dice de él, Enrique
Valdivieso para ser preciso, que fue hasta la madurez cuando su técnica fluyó
“en el dibujo junto con una inmensa soltura en el manejo del pincel. Con estos
perfeccionados recursos comenzó a plasmar bellas y armónicas figuras, de amable
aspecto, que trascienden una vibrante y afectiva expresión espiritual”.
En realidad yo diría que en Horacio la madurez artística
ha sido su permanente compañera. Sus trazos articulados en el lienzo o en sus
composiciones plásticas así lo indican. Es un acto de comunión, diálogo y lucha
interna del artista que busca e intenta expresar su verdad verdadera.
En
él su mundo y creación artística, basto y complejo, surgió en el momento justo
que debía de nacer, ni antes ni después. Se dio al articularse, en su interior
único e irrepetible, su turbulencia compleja de forma y actitud de vida,
historicidad y circunstancia. Fue en ese momento cuando un yo interior
tomó el pincel para expresar su verdadero rostro en sombras grisáceas y colores
densos. Calidad y pureza de una sensibilidad propia de aquel que sólo le ata su
propia libertad.
Los
barcos, el desnudo morado, fantasmas
en la mina, mina de edén, Zacatecas. Pueblo minero, por citar
algunas obras, es más que elocuente. Agréguese, por supuesto, su excelente
trabajo fotográfico que da cuenta de atardeceres, caminos, oleajes, el peso de
la soledad del mar, rostros tejidos en el abandono, recreación de espacios,
firmamentos, cántaros, lunas y soles. Todos ellos con un toque autónomo de
creatividad y expresión estética. Vivacidad, brillo e intensidad de los
colores, asoma, como firma, en su obra.
Sin embargo, hay algo más en su obra. En sus
colores intensos a cualquier tipo de luz, en la luminosidad y resplandor de su
creación artística, recoge el impresionante silencio de las sierras y llanos
zacatecanos, de los campesinos que de su silencio viven. Colores serranos de
maíz y pino, de tierra, piedra, agua y montaña. Rostros naturales de luz
desnuda que muere y nace al atardecer. Se enrosca en la nada, en la soledad de
un árbol, una sombra, un jarrón, un sombrero o un rebozo que cubre los colores
de cañadas, ríos, matorrales e incluso del firmamento mismo y de las propias
raíces de la tierra.
La sensibilidad de Horacio Esquivel está muy
por encima de lo cotidiano. Cuenta con un lenguaje artístico propio de esos
pintores que han adquirido una personalidad que les permite transitar, con
libertad, múltiples horizontes de creación pictórica. La
actividad creadora, diría Samuel Ramos, en su Filosofía de la vida artística,
“no puede realizarse sino en un ambiente de libertad, que es, por consecuencia,
una imperiosa condición para la existencia de la personalidad artística”.
Admiro su amor a la naturaleza y su sinceridad
para expresarla. Cualidades que para mí le proporcionan una peculiaridad
estética a su arte y a la expresión de lo bello de ese arte. Le proporciona un
toque mágico, único, inconfundible. Su sinceridad en la reconstrucción del
objeto cobra evidencia en sí misma. En la perfección de sus trazos.
Es así como refuta a la naturaleza en aquella
idea común referente a que los únicos trazos perfectos son aquellos que la
propia naturaleza da, pues, la excepción se da cuando, como en el caso, él
mismo se torna naturaleza. Dicho nuevamente en palabras de Samuel Ramos, “si
hay una especie de actividad del espíritu en la que se puede decir que el
objeto es creación del sujeto, esa actividad es el arte. Por eso no cabe
admitir que el arte sea una mera imitación de la naturaleza”.
A todo esto, por supuesto, agréguese su
trabajo, perseverancia y continua perfección técnica. Talleres en casa y fuera
de ella. Admirable actitud de quien desde hace mucho sabe que no todo es
sensibilidad en el arte. La técnica es un medio que permite materializar la
actividad creadora. Trabajar, trabajar y trabajar, para llevar esa inspiración
a la forma perfecta, diría Stefan Zweig, en los creadores. Pero, además,
remarca, “la forma verdadera de la creación artística no es, pues, inspiración
o trabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación más paciencia, deleite
creador más tormento creador”.
De ninguna manera soy la persona indicada para
calificar la obra del artista. Empero, permítaseme decir que la pintura de
Horacio que más que de él es ahora mía, de mis ojos, de mi alma en el lienzo
reflejada. Es una pintura que observé por horas. Su especial densidad,
transparencia, sequedad petrificada, quietud y soledad de un objeto abandonado
en la inmensidad del mar, del tiempo, del espacio, del infinito mismo.
Es un lienzo donde la libertad de la pincelada
nace desde lo más escondido del interior del alma, para dormir por siempre,
como muerto en tumba, en una intimidad tan nuestra, tan propia, que solamente
uno sabe su existencia y, a veces, ni uno sabe.
Efectivamente, me refiero a El ancla. El
ancla que sobrevive al tiempo, que desde una perspectiva parece que se hunde y,
desde otra, parece que flota entre el azul del mar inmenso y la carne arenosa
del espacio y del infinito. Es el ancla que todos tenemos en nuestro interior.
Es una pintura que marca la plena expresión de
un estilo propio, presente ya en los
pescados, los barcos, el pez petrificado y mi pintura al óleo. Es un principio de
estilo sin retorno. Expresión abstracta de ver el mundo, la vida, la muerte, la
intimidad humana.
El ancla, es una pintura de aparente sencillez.
La envuelve, como mortaja, la inmovilidad del mar o tal vez del universo, espacio
seco, petrificado, denso como el silencio que deja el olvido. Sin embargo, al
mismo tiempo, una tenue luminosidad acompaña su quietud, de la misma manera que
pequeños azueles acompañan el oxidado color que deja el abandono del
abandonado. Sí, para mi El ancla
describe la quietud y la muerte. El objeto que ligeramente descansa en un
espacio indeterminado.
El ancla ¿descansa o se hunde, o simplemente
está ahí, estática, frente a nosotros?, ¿el barco se fue o solamente ella está
en el abandono del objeto abandonado? La respuesta no la sé. Tal vez la sienta
con mucha nitidez un día. Lo cierto por ahora, es que el ancla solitaria
integrada al vacío es una fuente de reflexión, es una imagen de silencio que
nos remite a la soledad de nosotros mismos.
Solamente uno en su interior más íntimo sabe lo
que encierra el ancla. Es algo que nos pertenece, hiere y entristece verla. Tal
vez porque nos recuerda lo que un día dejamos o nos dejó. El ancla es una
expresión enigmática que encierra un deseo casi humano de agarrase a algo. Es
una sensación que nos lleva a un lugar donde nos hemos perdido, algo que ya no
es nuestro y aún así nos pertenece. Un recuerdo, tal vez, que nos lleva a
nuestro inconsciente, a nuestro andar pasajero y frágil en esta tierra. Ancla
firme y sólida en la arena movediza del infinito mar del infinito.
El silencio se impone y da paso a la obra de
Horacio Esquivel Duarte. Sensibilidad que desde la luminosidad zacatecana
acompañará, por siempre, la historia de la expresión del arte.