Fotografía: Ingrid L. González Díaz
Es turquesa el adiós del indigente que día a día se va
en un eterno y desganado mediodía.
Abandonado de mí y de las flores que no existen,
camino como el musgo que crece con la luna.
Cubro mi cuerpo con mi sangre pisoteada,
soy dios y el diablo y me beso con la cruz de mi cruz crucificada.
El tiempo es una piedra que me entierra,
una rama vacía donde muere la ansiedad del mar.
Es un instante perdido entre los años,
el resplandor de una nube molida por el agua,
la luz punzante que hiere mi sombra al ver la sombra mía.
Soy indigente que sueño que no sueño,
fantasma que duerme espantado por la muerte,
escarcha perdida en la cara amputada de una cara,
en un nido de espinas,
en un estanque sin agua.
Envuelto en un cuerpo que ha dejado de ser mío,
un duelo astillado se entierra en mi memoria.
El atardecer es verde, ocre su silencio,
grisácea su agonía, púrpura su muerte.
camino como el musgo que crece con la luna.
Cubro mi cuerpo con mi sangre pisoteada,
soy dios y el diablo y me beso con la cruz de mi cruz crucificada.
El tiempo es una piedra que me entierra,
una rama vacía donde muere la ansiedad del mar.
Es un instante perdido entre los años,
el resplandor de una nube molida por el agua,
la luz punzante que hiere mi sombra al ver la sombra mía.
Soy indigente que sueño que no sueño,
fantasma que duerme espantado por la muerte,
escarcha perdida en la cara amputada de una cara,
en un nido de espinas,
en un estanque sin agua.
Envuelto en un cuerpo que ha dejado de ser mío,
un duelo astillado se entierra en mi memoria.
El atardecer es verde, ocre su silencio,
grisácea su agonía, púrpura su muerte.
Del libro:
El
silencio y la sombra de
Genaro González Licea
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