jueves, 18 de julio de 2019

Genaro González Licea: es insoportable el sufrimiento



Genaro González Licea
fotografía sin datar




Es insoportable el sufrimiento
que dejan en las tumbas los migrantes torturados,
los secuestrados en las sombras que vagan sin saberlo,
los desaparecidos en la luz clandestina
de un tiempo indiferente,
en la traición de un silencio que duele de estar arrepentido,
en el olvido olvidado del olvidado.

En esas tumbas mi madre fue enterrada
y se fue con la humedad a un lugar que yo no encuentro.
En ellas mi padre rasgó la tierra con sus dedos,
y sembró con un suspiro un ojo de agua.
En él beben sedientas las almas extraviadas,
bebo yo y el otro de mi otro que late sumergido
en este vértigo interior que sangra desahuciado.

Del libro: Tumbas en el olvido de Genaro González Licea










sábado, 13 de julio de 2019

Genaro González Licea: Y morir…



Genaro González Licea
Fotografía sin datar 





Y morir es morir sin concesiones.
Luz oscura de luciérnagas perdidas.
Látigo de piedra azotado en otra piedra.
Frío atardecer mordido entre las hojas.
Ojo de agua hundido sobre el agua,
agua mágica que nace de un dolor que me tortura.

Del libro: Tumbas en el olvido de Genaro González Licea








Genaro González Licea: A propósito de Magnolias para soledad de Juan Carlos Capetillo



Genaro González Licea 
Fotografía sin datar


A propósito de Magnolias para soledad
de Juan Carlos Capetillo

Genaro González Licea 

En un mundo tan lleno de soledad, tan vacío y desigual como la palabra desnuda que escurre en la boca virtual de un ser dormido. En una sociedad tan deshumanizada y rota, tan corrompida ya en sus entrañas e individualista hasta el extremo, me refugio en un poemario amoroso, evocativo, esperanzador y, al mismo tiempo, triste y melancólico como el suspiro de una tarde que se va, sin saber que su regreso ya no existe. Magnolias para soledad es el nombre del poemario, libro más reciente de Juan Carlos Capetillo Jaimes, poeta todo él, fraterno y siempre amigo.
         La soledad es un espacio riguroso de siempre estar muy solo. Desnudo en la más profunda indigencia que habita en un lugar que, por lo general, ni uno mismo sabe. A uno, en realidad, solo le cubre la palabra, solo ella nos acompaña y nos ampara, ella y nadie más es el aura que cubre el alma del poeta.
Uno lo entiende y lo sabe bien, intenta frenar esa aparente adversidad, y evoca, entonces, su miseria humana. Sin fortuna reclama piedad para sí mismo, se hinca y se duele en su vacío: devuélveme el reflejo turquesa en tus ojos sumergidos bajo tierra. Regálame el último verso en la realidad de tu piel, grita al viento Juan Carlos Capetillo, y nadie le escucha, y nadie dice nada, tal vez porque ese grito es nuestro grito, es el grito de todos que muere sin salirse de la boca. La soledad es una, está en uno y en nadie más. Nadie sabe, más que las barcas, cómo muere el silencio de las olas, su soledad blanca mecida por el viento. Nuestro poeta, con la profunda soledad que le acompaña, lo dice a su manera: Allá junto a las barcas que zarparon tras islas desiertas, los remolinos han bebido su propia forma. Sólo ellas te dirán con su alma de quilla ancestral que cada ola muere sin decir adiós.
         Por alguna razón nuestro poeta ve en la soledad un refugio tendido en recuerdo y cicatrices: junto a mí la soledad recostada sobre las hojas en las sábanas blancas de los lirios. Un viejo dolor que envejece en el olvido: es silencio y abandono, y agrega: arena dorada que olvidó pronto mi huella. Ve un silencio que no duerme, que vigila, como un acantilado, la soledad del mar y la muerte de las olas. La soledad a fin de cuentas es para él cobijo y compañía, grito y reclamo. Búsqueda y deseos de encontrar algo que tal vez quiso tener y nunca tuvo, o algo que tuvo y perdió en un sueño.
Sin embargo, al sentirse huérfano de sí, y sabedor de que uno en realidad nació para siempre estar muy solo, inventa su propia soledad y compañía utilizando su mismo dolor, su voz inconfundible, y la pureza del color de las magnolias, de su libre florecer a solas, de su forma de consumirse con el propio silencio de su aroma. Ahí radica, me parece, gran parte de su fuerza y autenticidad, de su verdad hecha palabra y ceniza, pues tanto es su afán de perseguir el silencio de su inmensa soledad, que desnuda, como ninguno, sus sentimientos y seduce a su propia soledad, mayúsculas y minúsculas alteran en verdad muy poco. En el fondo, en él hay una sola soledad: la soledad de siempre estar muy solo.
Únicamente las magnolias le llevan a la realidad, a preguntarse y quién es la soledad, esa soledad a quien le regalo estas magnolias.., es lo sublime, es la poesía. Es la evocación, el deseo y la esperanza de encontrarse en la poesía. Incluso, al leerle y releerle, por momentos llegué a sentir que no es la soledad lo que en realidad le duele, es, más bien, ese dolor interminable de su eterna permanencia, su devenir constante de estar sin estar, su caminar con ella en los mismos pasos de sus pasos: “he estado contigo desde el primer momento que estuve solo”, le dice, mas por alguna razón me quedé contigo y sin ti, y agrega, al final siempre estuve solo, sin estar en verdadera soledad. Lo cual le permite concluir, con cierto acento resignado: sin soledad, realmente estaba solo. Ahora, por tanto, sigue solo, seguiremos solos, igual que él, por los tiempos de los tiempos dormidos en la nada.
En la dedicatoria de magnolias para soledad, el mismo Juan Carlos se contempla como un poeta solitario, como un sueño roto, como alguien que rasguña la realidad donde se esconde él, ella, nosotros todos. Se contempla como un alma conviviendo con la oscuridad, como un habitante del otro lado del abismo, no este que conocemos, sino aquel donde los poetas se enamoran del silencio, de la oscuridad, de los fantasmas, de lo intangible, de lo invisible, o del eco de una voz que nunca existió. Es un poeta que cuestiona al tiempo, a la falsa igualdad del tiempo, “nosotros, los habitantes del abismo, los cuervos blancos, los hijos del infierno”, son palabras, en realidad, de toda una generación dolida, ofendida, triste de ambular por estos caminos sin raíces y alejados de las alas de huitzilin.
Ciertamente, Juan Carlos habló por millones de almas que deambulamos por los campos y los valles, por los cuatro puntos cardinales de la vida, por todos aquellos que vivimos en un abismo sin fondo, en un olvido sin nombre. El eco de esa voz se escuchará por siempre al leer los versos de nuestro poeta. En ellos está la personalidad y dignidad de todos aquellos que, por la razón que sea, estamos al otro lado del abismo. En ellos está, además, no la búsqueda de instalarse en la cúspide pasajera del grito emocional, sino, a mi entender, el deseo de obsequiarnos tan solo el olor de una magnolia que nos permita despertar de este aislamiento y soledad en que vivimos.
Es esta su manera de deletrear el tiempo, de romper convencionalismos literarios y buscar el despertar de lo que somos, la flama que en sus cenizas duerme. Su palabra, su poesía, es lo único que le acompaña y, sin duda, esa permanente soledad que me recuerda a Rilke, al poema soledad de Rainer María Rilke:
Estas manos mías llenas de ternura,
y nadie que las vendimie.
¿Tendré que llamar a los ángeles?

¡Ay, nuestro rebosar
no es más que indigencia para ellos!
Nuestra llamada que brota
no es más que un vecino ruidoso
de la indiferencia.

La soledad en estos tiempos que vivimos, tan indigentes, tan aislados y terriblemente solos, es el viento que respiramos con los ojos, el vendaval que nos extravía más allá del horizonte, más allá de la ausencia y del silencio que nos llora. Quizá sea la soledad de las magnolias la manera más íntima, auténtica y cercana, que nuestro autor encontró para expresarnos su mundo interior de luces y sombras, de huracanes tristes y delirios amarillos. Su dolor cotidiano que vive en sus adentros, su rebeldía que busca romper sus ataduras y vivir la grandeza cotidiana de sentir la libertad, la sencillez de sentir la vida en su propia libertad, sobre las charcas negras de un día cualquiera: Escápate conmigo a los rincones del mundo donde las charcas son eternas…, que la sangre reviente y se salga de nuestras venas, que la vida se acaba y la muerte llega, que nos encuentre desnudos viviendo la existencia plena, nuestra filosofía pasajera sin permisos ajenos.
Y cuando todo parece haber pasado, cuando el vendaval de imágenes comienza a reposar, uno encuentra, como un islote rodeado por el tiempo, como un suspiro dejado en alta mar, un poema sosegado, breve, deslumbrante. Un hilo preñado de silencio de oriente a occidente, de un cuarto vacío a la sombra que cubre el mundo entero, que reposará por siempre en la nada de mis ojos. Juan Carlos lo escribió sabiendo su dimensión, su peso, su textura. Su olor a magnolia impregnado de tiempo y soledad:
Danzan las hojas,
dorados torbellinos,
almas en vórtices.
         Pulcro poema que contrasta con esa poesía que Juan Carlos esculpe con la carne y deja en ella todo lo que es. Desnúdate en las arenas negras de mis pensamientosCual serpiente deslízate en los callejones de mis ojos. … He estado contigo desde el primer momento en que estuve solo.
         En efecto, la vida es así, una pluralidad de múltiples colores al centro del camino. Hallazgos de lágrimas tiradas en el agua, soles muertos atándonos las manos, sombras y silencios, imágenes reales y ficticias, vientos y nubarrones dibujando el dolor de un colibrí. Es posible, sin embargo, que cuando hablemos de nuestro poeta, su esencia nos lleve a un espacio interior donde realmente comulgamos los mortales: el abismo, el otro lado del abismo para ser precisos. Espacio enigmático que cada cual sabe dónde está y lo que guarda.
Por esta razón, y con el riesgo que ello implica, estimo que Juan Carlos es y será el poeta de todo aquel que se asome o viva al otro lado del abismo. Hueco desnudo que, por lo general, escondemos en un lugar muy nuestro, en un lugar que, incluso, muchas veces ni nosotros encontramos. Será, por tanto, uno de los autores más influyentes de todo aquel que camine en los espacios oscuros de la nada, en los hilos del vacío, donde, por cierto, de vez en vez en silencio caminamos, entre otras cosas, me parece, porque se requiere vivir en desamparo, asumir con humildad el amor y el desprecio de la vida, amar la soledad y haber estado muy cerca de la muerte. Nuca estuve tan cerca de la muerte, nos dice al oído nuestro poeta, hasta que me encontré solo, contemplando el abismo, diluyendo mi sombra, y agrega, nunca estuve tan cerca de la vida, hasta que toque con mi pupila los trazos nocturnos de una soledad que le pertenece a los dioses, al silencio, a la palabra, a la poesía.
Uno camina huérfano hacia la muerte, uno está solo con su propia soledad. No hay ídolos ni fantasmas. No hay enramadas ni piedras golpeándose en el agua. Uno está solo. Es la nada abrazando su vacío. Recuerdo a Rilke una vez más: no tengo amor, ni amada, ni casa, ni lugar donde vivir. Y todo aquello a que me entrego se enriquece a mis expensas. Y es verdad, después de leer Magnolias para soledad del poeta Juan Carlos Capetillo, estoy al extremo enriquecido. Su voz es un canto de magnolias cargadas de esperanza, de amor y de futuro, una expresión poética que solamente puede decir aquel, retomo una de sus líneas, que regresa descalzo del olvido.

Caloclica, Ciudad de México, julio de 2019