Genaro González
Licea
Fotografía sin datar
A propósito de Magnolias
para soledad
de Juan Carlos Capetillo
Genaro González
Licea
En un mundo tan
lleno de soledad, tan vacío y desigual como la palabra desnuda que escurre en la
boca virtual de un ser dormido. En una sociedad tan deshumanizada y rota, tan
corrompida ya en sus entrañas e individualista hasta el extremo, me refugio en
un poemario amoroso, evocativo, esperanzador y, al mismo tiempo, triste y
melancólico como el suspiro de una tarde que se va, sin saber que su regreso ya
no existe. Magnolias para soledad es el
nombre del poemario, libro más reciente de Juan Carlos Capetillo Jaimes, poeta
todo él, fraterno y siempre amigo.
La soledad es un espacio riguroso de
siempre estar muy solo. Desnudo en la más profunda indigencia que habita en un
lugar que, por lo general, ni uno mismo sabe. A uno, en realidad, solo le cubre
la palabra, solo ella nos acompaña y nos ampara, ella y nadie más es el aura
que cubre el alma del poeta.
Uno lo entiende y
lo sabe bien, intenta frenar esa aparente adversidad, y evoca, entonces, su
miseria humana. Sin fortuna reclama piedad para sí mismo, se hinca y se duele en
su vacío: devuélveme el reflejo turquesa
en tus ojos sumergidos bajo tierra. Regálame el último verso en la realidad de
tu piel, grita al viento Juan Carlos Capetillo, y nadie le escucha, y nadie
dice nada, tal vez porque ese grito es nuestro grito, es el grito de todos que
muere sin salirse de la boca. La soledad es una, está en uno y en nadie más. Nadie
sabe, más que las barcas, cómo muere el silencio de las olas, su soledad blanca
mecida por el viento. Nuestro poeta, con la profunda soledad que le acompaña, lo
dice a su manera: Allá junto a las barcas
que zarparon tras islas desiertas, los remolinos han bebido su propia forma.
Sólo ellas te dirán con su alma de quilla ancestral que cada ola muere sin
decir adiós.
Por alguna razón nuestro poeta ve en la
soledad un refugio tendido en recuerdo y cicatrices: junto a mí la soledad recostada sobre las hojas en las sábanas blancas
de los lirios. Un viejo dolor que envejece en el olvido: es silencio y abandono, y agrega: arena dorada que olvidó pronto mi huella.
Ve un silencio que no duerme, que vigila, como un acantilado, la soledad del
mar y la muerte de las olas. La soledad a fin de cuentas es para él cobijo y
compañía, grito y reclamo. Búsqueda y deseos de encontrar algo que tal vez
quiso tener y nunca tuvo, o algo que tuvo y perdió en un sueño.
Sin embargo, al
sentirse huérfano de sí, y sabedor de que uno en realidad nació para siempre
estar muy solo, inventa su propia soledad y compañía utilizando su mismo dolor,
su voz inconfundible, y la pureza del color de las magnolias, de su libre
florecer a solas, de su forma de consumirse con el propio silencio de su aroma.
Ahí radica, me parece, gran parte de su fuerza y autenticidad, de su verdad
hecha palabra y ceniza, pues tanto es su afán de perseguir el silencio de su inmensa
soledad, que desnuda, como ninguno, sus sentimientos y seduce a su propia
soledad, mayúsculas y minúsculas alteran en verdad muy poco. En el fondo, en él
hay una sola soledad: la soledad de siempre estar muy solo.
Únicamente las
magnolias le llevan a la realidad, a preguntarse y quién es la soledad, esa soledad a quien le regalo estas magnolias.., es lo sublime, es la poesía. Es la evocación, el deseo y la esperanza
de encontrarse en la poesía. Incluso, al leerle y releerle, por momentos llegué
a sentir que no es la soledad lo que en realidad le duele, es, más bien, ese
dolor interminable de su eterna permanencia, su devenir constante de estar sin
estar, su caminar con ella en los mismos pasos de sus pasos: “he estado contigo desde el primer momento
que estuve solo”, le dice, mas por alguna razón me quedé contigo y sin ti, y agrega, al final siempre estuve solo, sin estar en verdadera soledad. Lo
cual le permite concluir, con cierto acento resignado: sin soledad, realmente estaba solo. Ahora, por tanto, sigue solo,
seguiremos solos, igual que él, por los tiempos de los tiempos dormidos en la
nada.
En la dedicatoria
de magnolias para soledad, el mismo
Juan Carlos se contempla como un poeta solitario, como un sueño roto, como alguien que rasguña la realidad donde se esconde
él, ella, nosotros todos. Se contempla como un alma conviviendo con la oscuridad, como un habitante del otro lado del abismo, no este que
conocemos, sino aquel donde los poetas se enamoran del silencio, de la oscuridad, de los fantasmas, de lo intangible, de
lo invisible, o del eco de una voz
que nunca existió. Es un poeta que cuestiona al tiempo, a la falsa igualdad
del tiempo, “nosotros, los habitantes del
abismo, los cuervos blancos, los hijos del infierno”, son palabras, en
realidad, de toda una generación dolida, ofendida, triste de ambular por estos
caminos sin raíces y alejados de las alas de huitzilin.
Ciertamente, Juan
Carlos habló por millones de almas que deambulamos por los campos y los valles,
por los cuatro puntos cardinales de la vida, por todos aquellos que vivimos en
un abismo sin fondo, en un olvido sin nombre. El eco de esa voz se escuchará
por siempre al leer los versos de nuestro poeta. En ellos está la personalidad y
dignidad de todos aquellos que, por la razón que sea, estamos al otro lado del abismo. En ellos está,
además, no la búsqueda de instalarse en la cúspide pasajera del grito
emocional, sino, a mi entender, el deseo de obsequiarnos tan solo el olor de
una magnolia que nos permita despertar de este aislamiento y soledad en que
vivimos.
Es esta su manera
de deletrear el tiempo, de romper convencionalismos literarios y buscar el
despertar de lo que somos, la flama que en sus cenizas duerme. Su palabra, su
poesía, es lo único que le acompaña y, sin duda, esa permanente soledad que me
recuerda a Rilke, al poema soledad de
Rainer María Rilke:
Estas manos mías
llenas de ternura,
y nadie que las
vendimie.
¿Tendré que llamar
a los ángeles?
¡Ay, nuestro
rebosar
no es más que
indigencia para ellos!
Nuestra llamada que
brota
no es más que un
vecino ruidoso
de la indiferencia.
La soledad en estos
tiempos que vivimos, tan indigentes, tan aislados y terriblemente solos, es el
viento que respiramos con los ojos, el vendaval que nos extravía más allá del
horizonte, más allá de la ausencia y del silencio que nos llora. Quizá sea la
soledad de las magnolias la manera más íntima, auténtica y cercana, que nuestro
autor encontró para expresarnos su mundo interior de luces y sombras, de
huracanes tristes y delirios amarillos. Su dolor cotidiano que vive en sus
adentros, su rebeldía que busca romper sus ataduras y vivir la grandeza
cotidiana de sentir la libertad, la sencillez de sentir la vida en su propia
libertad, sobre las charcas negras de
un día cualquiera: Escápate conmigo a los
rincones del mundo donde las charcas son eternas…, que la sangre reviente y se
salga de nuestras venas, que la vida se acaba y la muerte llega, que nos
encuentre desnudos viviendo la existencia plena, nuestra filosofía pasajera sin
permisos ajenos.
Y cuando todo
parece haber pasado, cuando el vendaval de imágenes comienza a reposar, uno
encuentra, como un islote rodeado por el tiempo, como un suspiro dejado en alta
mar, un poema sosegado, breve, deslumbrante. Un hilo preñado de silencio de
oriente a occidente, de un cuarto vacío a la sombra que cubre el mundo entero,
que reposará por siempre en la nada de mis ojos. Juan Carlos lo escribió
sabiendo su dimensión, su peso, su textura. Su olor a magnolia impregnado de
tiempo y soledad:
Danzan las hojas,
dorados
torbellinos,
almas en vórtices.
Pulcro poema que contrasta con esa
poesía que Juan Carlos esculpe con la
carne y deja en ella todo lo que es. Desnúdate
en las arenas negras de mis pensamientos… Cual serpiente deslízate en los callejones de mis ojos. … He estado contigo desde el primer momento en
que estuve solo.
En efecto, la vida es así, una
pluralidad de múltiples colores al centro del camino. Hallazgos de lágrimas
tiradas en el agua, soles muertos atándonos las manos, sombras y silencios,
imágenes reales y ficticias, vientos y nubarrones dibujando el dolor de un
colibrí. Es posible, sin embargo, que cuando hablemos de nuestro poeta, su
esencia nos lleve a un espacio interior donde realmente comulgamos los mortales:
el abismo, el otro lado del abismo para
ser precisos. Espacio enigmático que cada cual sabe dónde está y lo que guarda.
Por esta razón, y
con el riesgo que ello implica, estimo que Juan Carlos es y será el poeta de
todo aquel que se asome o viva al otro
lado del abismo. Hueco desnudo que, por lo general, escondemos en un lugar muy
nuestro, en un lugar que, incluso, muchas veces ni nosotros encontramos. Será,
por tanto, uno de los autores más influyentes de todo aquel que camine en los
espacios oscuros de la nada, en los hilos del vacío, donde, por cierto, de vez
en vez en silencio caminamos, entre otras cosas, me parece, porque se requiere
vivir en desamparo, asumir con humildad el amor y el desprecio de la vida, amar
la soledad y haber estado muy cerca de la muerte. Nuca estuve tan cerca de la muerte, nos dice al oído nuestro poeta,
hasta que me encontré solo, contemplando
el abismo, diluyendo mi sombra, y agrega, nunca estuve tan cerca de la vida, hasta que toque con mi pupila los
trazos nocturnos de una soledad que le pertenece a los dioses, al silencio,
a la palabra, a la poesía.
Uno camina huérfano
hacia la muerte, uno está solo con su propia soledad. No hay ídolos ni fantasmas.
No hay enramadas ni piedras golpeándose en el agua. Uno está solo. Es la nada
abrazando su vacío. Recuerdo a Rilke una vez más: no tengo amor, ni amada, ni casa, ni lugar donde vivir. Y todo aquello
a que me entrego se enriquece a mis expensas. Y es verdad, después de leer Magnolias para soledad del poeta Juan
Carlos Capetillo, estoy al extremo enriquecido. Su voz es un canto de magnolias
cargadas de esperanza, de amor y de futuro, una expresión poética que solamente
puede decir aquel, retomo una de sus líneas, que regresa descalzo del olvido.
Caloclica, Ciudad de México, julio de 2019