domingo, 8 de julio de 2018

ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO ARTHUR, prólogo a la Caloclica de Genaro González Licea





Fotografía de Ingrid G. González Díaz 



DESESPERANZA Y POESÍA
En torno a la Caloclica de Genaro González Licea

Ignoro por qué mi amigo Genaro González Licea se siente solo, solo y su alma, bebiendo a sorbos el acíbar del pesimismo, y pensando y deseando la muerte. No lo sé; pero los sentimientos y estados de ánimo, por intensos que sean, interesan poco o nada cuando se trata de analizar una obra poética. Lo importante es examinar qué hace el escritor con estas vivencias, qué trato les da, cómo las eleva o no al ínclito nivel de la poesía. Visto desde esta perspectiva, no tengo empacho en declarar que Genaro es un excelente poeta. Y subrayar asimismo que, cuando las emociones personales son tocadas por la varita de la creatio lírica, dejan su individualismo y pasan a competernos a todos, que advertimos en ese tratamiento la representación general de análogos sentimientos que embargan o pueden hacerlo a cualquier ser humano.

Caloclica, casa del camino, es el lugar simbólico donde se escribe esta poesía. El dolor hace acto de presencia desde que sale el sol. Se trata de un “día grisáceo que amanece mordiéndome la cara”. Se adivina que hay una ventana o que el poeta sale a la intemperie ya que, con la misma desazón, Genaro se conduele de que “los geranios al mirarme se marchitan”. Cuánto sufrimiento ha de haber en el portaliras para que eso suceda. Y el colmo es que hay un sapo “que vigila en el estanque la caída de mi último suspiro”.

Nuestro poeta no está cerrado, desde luego, a la belleza. Pero el infortunio y hasta un extraño masoquismo acompañan a su sensibilidad: “amo lo hermoso de una flor con sus pétalos caídos, pero también el olor de un tumor podrido”. Los geranios, el sapo, la flor de pétalos desmayados están junto a él: la infelicidad se halla a la mano, en su vecindad. Pero también “un aullido a lo lejos despelleja la muerte en la ventana”.

Es necesario retrotraernos al lugar desde donde surgen estos lóbregos cánticos y trenos terribles y a su no menos desesperado poeta. Caloclica no es la torre o la cumbre desde la cual el poeta suelta el enjambre metafórico que engendra su cacumen, más bien es un lugar hórrido, en plena concordancia con su huésped: “túnel de paredes tristes y florecillas que cuelgan de la nada”, “lugar donde el pasado languidece”. Pero también es un sitio abierto a todos los rumbos y problemas del ser humano ya que en él “se entrecruzan los cuatro puntos cardinales”.

Pero si dejamos de describir y pensar en el locus donde se ubica nuestro poeta y volvemos los ojos al propio Genaro, nos sorprende, antes que nada, la relación de González Licea con las palabras, las que si, en un principio, parecían acudir a este desdichado ser humano como consuelo y amortiguador, después languidecen hasta su aniquilamiento y las consecuencias que ello acarrea. En una parte dice: “las palabras zurcían la tristeza de mi soledad más sola, desolada” y más adelante contrapuntea: “mis palabras antes que yo murieron, realmente me enterraron vivo”. Mas detrás de esas palabras nefandas, vinieron o había otras que asumen la trágica mensajería del sufrimiento. Oigamos algunas. Primero estas donde los protagonistas respectivos son el desconsuelo y el desahucio: “mordí mi desconsuelo en la palma de mi mano”, “desahuciado mastiqué mi sangre gangrenada”.

Las palabras, por dúctiles y elocuentes que sean, son incapaces de representar del todo una salida para Genaro. Tiene tanta valentía para decirlas y decírselas, que se podría pensar que “la patología del ser” (Martínez Ocaranza) que le embarga, no va sólo a expresarse en la retórica o en aquello que se halla a espaldas del lenguaje o sea en la persona misma del poeta. A esto responde el siguiente verso: “mis entrañas se tocan a sí mismas”. Por eso hay versos que más que sorprendernos por la peculiar manera de presentarse ante sus lectores, nos remiten automáticamente a la realidad de la que son el significado. Dice, por ejemplo, el poeta: “dormí a la orilla de mi ser vacío”, lo cual nos devela que el poeta no sólo sufre un desdoblamiento, sino que su “otro Yo”, junto al cual duerme, es y no es él. Y añade algo tan desgarrador como “cansada de esperarme mi propia soledad se fue sin mí”. No puedo imaginarme por qué la soledad que acompañaba a Genaro, y que era asumida como indispensable y valiosa –tal vez en una evaluación masoquista– de pronto lo deja más solo que nunca: solo sin su compañera habitual: la soledad. Si ahora se haya solo hasta de su soledad, probablemente han surgido nuevas compañías, pero indeseables, como si la “confortable soledad habitual” hubiese sido trocada por la presencia angustiosa de criaturas deleznables. Y es este el momento en que nuestro poeta llega a la máxima confesión: “me falta muy poco para morir, cuando eso sea dejaré una sonrisa en la sombra de un girasol caído”.

La primera lectura que he llevado a cabo del libro Caloclica es un tanto superficial y no abarca la riqueza y la profundidad de este opúsculo. Como en todos los grandes libros de poesía, con este poemario ocurre que es susceptible de una enorme variedad de lecturas, interpretaciones, puntos de vista. No puedo dejar de afirmar mi asombro y al mismo tiempo entusiasmo al descubrir que mi amigo Gonzalez Licea es un gran poeta. Los sentimientos de soledad, angustia y presencia de la muerte son transfigurados, como ya dije, en elocuentes muestras de gran poesía. Aunque el pesimismo y la tristeza imperan en el mundo lírico de Genaro, y aunque no encuentro en ellos el menor atisbo de lo lúdico y la alegría, en el verso sobre la muerte que acabo de transcribir, no deja de llamar la atención que, cuando el poeta nos habla de su muerte, de su desaparición total o, lo que tanto vale, de su retorno a la naturaleza nos diga que al final “dejaré una sonrisa en la sombra de un girasol caído”. Se trata de un pequeño, pero muy elocuente, atisbo de felicidad. El gran poeta no pudo finalmente prescindir de una de las aspiraciones fundamentales del ser humano.

Enrique González Rojo Arthur
Prólogo al libro Caloclica

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Foto de Ingrid L. González Díaz


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