I
La
casa de Ramón López Velarde, Jerez, Zacatecas, es toda ella una poesía, un
santuario poético sin tiempo. Sus corredores, patios y habitaciones, sus
ventanas y pozo, aún con su cubeta para el agua, los libros y escritos del poeta,
sus objetos personales cargados de historicidad y vida.
Poesía y olvido se presentaría,
a las seis de la tarde, en uno de los espacios de esta bella casa, llamado, ahora,
Foro Zozobra, en recuerdo a uno de los poemarios de López Velarde escrito en
1919, y en el cual está, por cierto, el poema “hoy como nunca…”, dedicado a don
Enrique González Martínez, y del cual cito los siguientes versos:
Mis
lirios van muriendo, y me dan pena;
pero tu
mano pródiga acumula
sobre mí
sus bondades veraniegas,
y te
respiro como a un ambiente
frutal;
como en la fiesta
del Corpus
respiraba hasta embriagarme
la
fruta del mercado de mi tierra.
El
Foro Zozobra contaba ya con una atmósfera fraterna y amorosa, cálida de
recuerdos y de amigos jerezanos, y de otros puntos cardinales, que aman la
cultura.
Esquivelho,
el pintor jerezano de incuestionable creatividad artística y con un espacio ya
en la pintura mexicana y cultura sin fronteras, me invitó a disfrutar por un
momento de la paz y el instante reflexivo que propicia el patio solariego. El
patio donde López Velarde contemplaba y escuchaba a los canarios y al zenzontle
prisionero, a ti, a mí, a él, a todo aquel que busca su libertad, su propia
libertad del ser: silencio y armonía, viento que camina con el viento.
La
jaula sigue ahí, la miré con ese respeto y aire entristecido que uno siente al
pasar por una celda. El zenzontle ya no estaba y a la vez estaba. Su canto
quedó para siempre fijo en los versos del poema “para el zenzontle impávido” de
don Ramón López Velarde:
He
vuelto a media noche a mi casa, y un canto
como vena
de agua que solloza, me acoge…
Es el
músico célibe, es el solista dócil
y experto,
es el zenzontle que mece los cansancios
seniles
y la incauta ilusión con que sueñan
las
damitas… No cabe duda que el prisionero
sabe
cantar. …
…
Sigo oyendo
la musical
tarea del zenzontle, y lo admiro
por
impávido y fuerte, porque no se amilana
en el
caos de las lóbregas vigilias, y no teme
despertar
a los monstruos de la noche. …
…
El zenzontle me lleva
hasta los
corredores del patio solariego
en que
había canarios, con el buche teñido
con un
verde inicial de lechuga, y las alas
como
onzas acabadas de troquelar. También
había
por aquellos corredores, las roncas
palomas
que se visten de canela y se ajustan
los
collares de luto…
…..
Todo fue un instante de revelación y
comunión en el patio solariego. Un canto muy lejano me volvió a la realidad.
Era el canto del zenzontle, del canario y del gorrión al mismo tiempo. Era la
voz de luna triste y sol esperanzado de dos almas que aman la poesía: Ángeles Fernández
Martín y J. Juan López Raya, artistas generosos que obsequian su voz y ritmo a
los poemas, les dan calor, imagen, textura y elegancia musical a los versos del
poeta.
Era su voz, su canto suave y lejano hundido
entre mis venas. Cantaban a mi alma “nada dejo”, poema que a ellos dediqué y,
para mi sorpresa, musicalizaron y liberaron el alma que ahí estaba. Alma que
ahora fluye como el viento.
Mi
carne caía a pedazos, los muros flotaban como nubes, mi alma presa entre mis
huesos se liberó en un suspiro amoroso que aún transita sin saber mi nombre, no
hay nombre, no hay nada, es, quizá, el ser de mi ser fluyendo en libertad.
Seguía escuchando la voz de Ángeles y Juan: “la calidez del sol/ endulza mi sombra vacía
/tendida sobre el agua. /Un árbol sin hojas cuida mi voz entristecida, /mis
ojos enterrados mirando mi dolor. /Nada dejo a mi paso, nada dejo. /Fui un
quejido perdido en la pradera, /un suspiro desterrado al caminar”.
Sin
la piedra dolida al ver mi carne, lápida de culpas que nos ata, sin la urna que
llora al sentir mi grito prisionero, vi a un hombre caminar en desapego, ligero
como el viento, libre como el agua que busca y encuentra su destino. Y así, bañado
en lágrimas internas, entré, liberado de mí, a ese espacio dulce y amoroso de
la casa de López Velarde a presentar Poesía y olvido.
II
Regreso
a las hermosas calles de Jerez que tanto amó López Velarde, a su casa tan
amada, la del viejo pozo “compendio de ilusión y pequeñeces”.
Regreso a sus calles floridas y su sol
minero, a sus ventanas “que miran al oriente”, y a su “tierra mojada de las
tardes líquidas /en que la lluvia cuchichea (…) bajo el redoble del agua en la azotea”.
Siento nuevamente la hermosura de su
gente, gente buena, cálida, muy cálida y humana. Mirada directa y trasparente como
el agua que recorre sus montañas y abraza el dolor del abandono.
Jerez, lo traigo en la cabeza, es un
recuerdo de leña que despierta en la neblina, una piedra minera que sonríe, un
olor de naranjos que florece todo el año. Ese es Jerez, esa la hermosura de su
gente.
Gracias a su Gobierno Municipal, al
Instituto Jerezano de Cultura, al Museo Interactivo Casa Ramón López Velarde, y
al pintor Esquivelho, por la oportunidad de este mi regreso.
Hace
tres años estuve aquí, septiembre de 2019 para ser precisos, presentando El
silencio y la sombra, poemario que intenta describir la condición de la indigencia
humana, del tiempo, y de las cosas.
En
aquel entonces, antes de partir a estas tierras, hablé con Enrique González Rojo
Arthur sobre la poesía y el tiempo que le tocó vivir a López Velarde. Concluyó
con estas palabras: “amo la poesía de López Velarde, me parece que es un hombre
que encontró el lado oscuro de su tiempo, y lo sacó a flote. A pesar de la diferencia
de edades, mi abuelo, Enrique González Martínez, y él, eran muy amigos”.
Enrique González Rojo Arthur, el
filósofo, el maestro, el poeta de la dignidad humana, murió dos años después, el
5 de marzo de 2021, tenía 93 años. A partir de este sábado, 3 de diciembre de
2022, sus cenizas descansan en un lugar florido, verde y apacible. Mi alma y
gratitud está con él, la oración del 3 de diciembre será mi rezo.
El polvo vuelve al polvo, al infinito
caminar del infinito. Nuestra madre fue de barro, igual que la raíz que fecundó
la humedad de sus entrañas. Diciembre es otoño, sus hojas son cálidas y frías, se
dispersan con el viento, amorosos huesos que nos miran, nos abrazan y se van. La
vida, la muerte, el polvo que en el polvo resucita. Carne y hueso es, misterio
permanente de luz y agonía.
Hoy regreso a Jerez lleno de amor y
soledad, de inmenso amor y soledad envuelta en luto y en neblina, en colores
destellantes de sombras resignadas, de luces azulosas encontradas al andar de
mi camino.
Poesía y olvido es eso, expresiones
amorosas que he encontrado en mi camino. Testimonios de gratitud, polvo de poesía
y olvido. Enrique González Rojo Arthur está ahí, igual, entre otros, Diana Lucinda
González de Cosío, Martha Obregón Lavín, Lucía Paola Esquivel Mercado, Otto
Rene Castillo, Lazlo Moussong, Hans Giébe y Esquivelho, el pintor jerezano
siempre amigo y presente en mí.
Todos hirieron con su dolor mi carne, lloré
y grité con ellos, y en ellos vi lo grandioso y efímero del ser humano, el misterio
amoroso del ser, del ser de barro que se extingue con el agua.
Sí, el polvo vuelve al polvo, al infinito
polvo que recorre la sombra azul que vive en la eterna eternidad del infinito. Y
ahí está Luis Cernuda, Pessoa, Wilhelm Reich, Heráclito, Eduardo Nicol, Carlos
Castilla del Pino, los mineros, los campesinos, los migrantes, los todos ellos
que son nosotros hablándonos sobre poesía y olvido.
Comunión y suspiro colectivo, instante y eternidad de una sombra y un silencio que no cesa. Está en nosotros, somos nosotros, destello de recuerdos, silencios y olvidos. Olvidos, sí, olvidos que uno olvida. Olvidos que uno no quisiera recordar, y olvidos que uno guarda muy al fondo del fondo de uno mismo. Expresiones de huesos que nadie quiere mencionar. Dolores del ser que en el ser deambula como ánimas en pena.
Poesía y olvido, mis amigos, no
es otra cosa sino la búsqueda de un silencio en libertad: la libertad del ser que
es el olvido. Un ser libre es un alma que fluye en el olvido. Un don del tiempo
y de la naturaleza de las cosas. Una expresión envuelta en la agonía de la vida
y de la muerte.
Esa es, me parece, la sabiduría que
encierra la naturaleza del ser, del tiempo y de las cosas: la naturaleza de su
propia libertad olvidada en el olvido.
Sin embargo, esa sabiduría que está a
la vista de todos, no todos la podemos ver. Y ahí está Esquivelho y su pintura.
Su expresión abstracta que describe la decadencia del tiempo, la agonía de la
vida y el asomo de la muerte, el latido misterioso del fluir del agua, del
renacer de algo que a la vista de todos ya no existe.
Esquivelho y su retina interna que le
lleva a ver y a escuchar el llorido de las piedras, el grito de los ríos, el
dolor de la montaña, las palabras que juegan sobre el agua. Esquivelho y su don
de escuchar el alma de las cosas, la alegría y la tristeza de su entorno, lo
adverso de la vida, débil latido que, a pesar de su agonía, nace de su escombro
una alegre flor sonriendo como niño, amarilla de luz soleada, verde en sus hojas
de esperanza bañadas con la espuma de la luna.
Se entiende entonces mi gratitud y
privilegio por esa hermosa pintura de Esquivelho, naturaleza que agoniza,
que abraza a Poesía y olvido. Pintura de ninguna manera aislada de su
creación artística, de su lluvia y estallido de colores, de su ocre mineral que
endulza la vida y lo vivido, de su purpura celestial y cotidiano que reza el
misterio de la muerte, la creación de socavones de esperanza, su mina de sal
y de cobalto, sus piedras mineras y cantera zacatecana, su serie
impresionante de raíces de nopal unidas con el frío, nopal que a pesar de lo
muerto de su carne alimenta de vida lo rojo de la tuna, lo verde de una vida sonriendo
en sus espinas.
Ahí está su trabajo en libertad, su
amor a la naturaleza y la gran enseñanza de don Manuel Felguérez, su maestro y
amigo. Ahí está el pintor jerezano con su verde jade que le dice y nos dice que
“vivir y morir es un don del tiempo y de las hojas”, un don amoroso que envejece
y agoniza igual que el tiempo. El tiempo, esa “voz interior de estar vacío. /Instante,
sequedad, /agonía tendida en lo efímero del viento”.
Un día soñé que el viento tristemente
me veía, /sentí el desencanto de mis pasos, /el silencio escondido de mi olvido.
/Sentí la agonía de mi sombra, /el vacío abrazándome sin tiempo, /no hay
tiempo, no hay nada”.
La vida y “la muerte es agonía y silencio llorando en una piedra, /es aroma
de yerba dormida sobre el río, /canto de un olvido que florece con el frío, /pureza
del tiempo envuelto sin el tiempo. /La muerte es un misterio, /un instante de luz
y sombra perdida con la mía. Eso y más es para mí naturaleza que agoniza, pintura abstracta donde vi mi propia vejez
en ojo de agua, el silencio de mi vida y lo vivido.
En
ella vi el camino natural de mi camino, la esperanza de ser otro sin dejar de ser
el mismo: tiempo y olvido soy, barro disuelto en agua será el silencio de mis
pasos al final de mi camino. En ella “encontré mi voz embalsamada, /mis pasos grabados con el frío, /mi agonía ungida con el barro, /mi
boca pegada en mi sombra calcinada.”
Encontré, mis
amigos, las llagas de mi cuerpo casi muerto, olvidos y recuerdos escondidos, “sentimientos
que sin párpados me miran”, sangre seca que florece si respiro, agonía de un
tiempo que es mi tiempo, mi sombra, mi esperanza y mi agonía.
Genaro
González Licea
Caloclica,
CDMX, 6 de diciembre de 2022
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