La
vida, la muerte, la nada
La sequedad del estanque intenta
acercarnos al sentido de la vida, de la muerte y de la nada. Palpar, sin dioses
ni temores, la fuerza y pureza del ser al sentir su decadencia, el misterio del
vacío. Es un asomo al subsuelo y al interior del ser, un mirar la piel de la
existencia y amar el silencio donde nace y muere el origen de la creación.
Prepárate
a morir, poeta,
solo, sin
una sombra que te abrace.
Desnudo
de ti, de mí,
de la
gloría calcinada en el camino.
El alma
es un instante de misterios y pasiones,
luces y
sombras encontradas,
comunión
de voces divinas y profanas,
instantes
de llamas, brisa, tierra y ceniza adolorida.
Prepárate
a morir, poeta.
Despídete
de esa tu voz hecha de leña
y arde,
con ella, sin temores.
El sentido que subyace es la idea de que la
vida y la muerte no son una cuestión de dioses, sino una expresión del ser, de
la grandeza del actuar del ser. Los dioses son inmortales porque no existen, en
sus entrañas llevan la innecesaria necesidad del permanente cambio. Sin
embargo, necesitan de seres endiosados para sostener su inexistencia. En ambos,
dioses y endiosados, la arrogancia de su aparente plenitud les lleva a su
indigencia.
La naturaleza, por su parte, vive en permanente
cambio, su necesidad de vida le lleva a la muerte. En La agonía de Proteo don Eduardo Nicol refiere que “el árbol cambia,
desde que lo sembramos, de una manera previsible, básicamente igual para todos
los ejemplares de su especie”.
La
nostalgia de tu adiós
es un
mirar mi pequeñez sin que te vayas,
oler el
luto de tus ojos,
sentir
tus manos muertas en las mías,
tocar la
densidad del firmamento
con la
lengua de mis pasos.
La
muerte, tu muerte, la mía,
no es más
que una mortaja pegada en la cara del olvido,
una
piedra molida sin dientes en la boca,
un abismo
de espinas que sangra con el viento,
un pesar
amargo, seco,
como el
dolor de un árbol solitario mirando su destino.
Empero, a renglón seguido, el mismo Nicol agrega
y nos alerta: “la humanidad no es una especie. Su cambio es imprevisible,
porque consiste en una renovación, y se produce en cada caso por una decisión
deliberada. Ni la genética, ni el análisis histórico y social, permiten
anticipar el desenvolvimiento de un individuo cuando queda sembrado, por así
decirlo, en un espacio y un tiempo mundanos”.
Antes de
que las brasas encuentren
lo oscuro
de mis penas,
antes de
que arda mi piel entre mis llagas,
sí, antes
de que el viento se deslice
en lo
incierto de mis huesos,
debo
decirte que amé
como ama
aquel que no busca ser correspondido.
De odios
y venganzas nada supe,
amé como
el viento ama al viento,
la piedra
a la piedra y el agua al agua.
Amé sin
sentimientos encontrados.
Amé como
se ama el día y el día que se va.
Esta decisión deliberada de amar “como ama
aquel que no busca ser correspondido”, y de amar “como el viento ama al
viento”. Este sentido de renovación y permanente movimiento del ser humano, esta
conciencia de finitud y necesidad de transformarse, no por los dioses sino por
sus propios actos, bien la podemos ejemplificar con esos versos tan citados de Gustavo
Adolfo Bécquer: “qué solos se quedan los muertos”.
Los muertos, nosotros los que fuimos ya no
somos, la vida es también la muerte, la soledad y el desencanto, la fuerza
vital de un mar embravecido y, por supuesto, el dolor que deja la muerte de los
muertos, el vacío, la nada.
Ahora los
días se van sin ti
y
regresan con tu ausencia,
son días
de silencio y soledad,
de piedra
desnuda labrada con el frío.
Ya jamás
regresarás.
Ceniza y
viento
es el
infinito de tu alma ahora.
Alma
amorosa,
tierna,
fraterna,
como
aquellos ojos, tus ojos,
que en
mis ojos miraban tu partida.
Y ahí está la soledad del hombre, la esperanza
solitaria del ser, la conciencia trágica de la existencia, el asomo al misterio
de lo que es o será o nunca ha sido. La movilidad del tiempo más que del tiempo
es de uno que lo mueve con sus manos, con su voz de piedra y su sombra amorosa
de luz y agua, silencio y lejanía.
Desnudo y
envuelto en mi agonía,
mi alma
se aleja con la dicha y la desdicha
de
haberme acompañado.
Sus
huellas se borrarán con el viento,
se
perderán en la neblina,
igual que
yo, aquí, al ver mi cuerpo frío, inerte,
como una
rama seca
dormida
en un sol que languidece.
Muy agradecido con la Librería Bonilla por permitirme presentar La sequedad del Estanque, y con el poeta Francisco Fierro Brito,
director de El Canto de la Alondra, casa editorial del poemario que aquí se
presenta. Mi gratitud por sus palabras de aliento y conceptos tan vitales de la
obra y de su autor.
En la misma tesitura, mi más
profundo agradecimiento al escritor, poeta y traductor Jean Marie Flores, por
permitirme escuchar la musicalidad de unos versos que han dejado de ser míos, y
gracias a él han sentido el silencio y frescura de los Pirineos
Atlánticos de Pau.
Don Jean Marie tradujo treinta y siete poemas de La sequedad del estanque al francés, poemas que en edición bilingüe español / francés, serán publicados con el título: Poemas selectos de La sequedad del estanque: a propósito de la vida, la muerte y la nada.
De esos versos, leo, en español, los siguientes, y con ello concluyo:
1
Moriré, un día moriré.
Nadie me buscará más que mi sombra,
la infinita sombra que habité,
esa sombra, mi sombra,
que un día también me olvidará.
2
Mi alma es una tumba
que esboza una sonrisa,
un epitafio inútil
escrito en mi tristeza.
3
Los girasoles de noche lloran
con sus pétalos caídos.
Miran mis cenizas en su sombra
y en silencio me acompañan en mi olvido.
Su raíz es agua en mis ojos sepultados,
triste, tal vez, como el venero
que me abraza al sentir mi desamparo.
4
Mi carne seca de tanto amar,
mis huesos molidos sobre el polvo:
la humedad es la piedra donde duerme el mar.
5.
Mi ser caminará por siempre en un lugar perdido.
Ya no regresaré ni sabré dónde me encuentro,
ya no seré más lo que un día fui.
Ahora será el atardecer la palma de mis manos
y mi sangre la humedad de la montaña.
El sol será la lejana lejanía de mis pasos,
y la noche el humo de mi rostro envejecido.
Ahora, sí, ahora,
los días serán las luciérnagas negras de mis ojos
y mi aura la neblina llorando en el rocío.
6
No busco el destierro, no, no lo
busco.
El destierro, a fin de cuentas,
es un regreso a cualquier parte.
Busco el vacío de mi vacío,
la ausencia de saber que ya no existo,
la oscuridad del silencio y del olvido.
La nada, busco el sendero de la nada.
Genaro González Licea
Caloclica, CDMX, septiembre de 2024.
Genaro González Licea
Fotografía sin datar
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