martes, 17 de septiembre de 2024

Genaro González Licea: La Sequedad del Estanque, adios y bienvenida

 

Fotografía de la página de Marcela Romn 


LA SEQUEDAD DEL ESTANQUE, ADIÓS Y BIENVENIDA

 

El regreso del poema a la poesía

La mejor presentación de un libro, más de un libro de poesía, es, bien se podría decir, no presentarlo, dejarlo a su propio grito y alarido, o bien, para mesurar la idea, dejar que él mismo se presente. La poesía, el conocimiento, debe regresar al lugar donde nació, igual que la ceniza a la tierra que nos protege y alimenta. La poesía es misterio, fuerza potencial que no depende de nadie, autosuficiente, esencia en sí mismo contenida. De hecho, bien se puede decir que la poesía no es la palabra, la creación del verbo, es la línea en blanco que dejan las palabras, es misterio, como ya dije, que está y a la vez no está en el ser de cada quién, de las cosas y del infinito. Nosotros, igual que la palabra, somos simples instantes de carne y ceniza, tierra y viento, agua subterránea que abraza al cosmos.

         Sin embargo, al ver en mis manos la sequedad del estanque, quise darle un adiós y bienvenida. La mía, la íntima, la que se desprende de uno para no regresar jamás. La que deja una herida en uno, un duelo, una serenidad de aceptar que algo de uno inicia su propio camino y libertad. La poesía es un misterio que se presenta solo, sin embargo, la debilidad humana, la siempre presente debilidad humana se hace presente en mí. Dentro de esa debilidad, quizá lo ideal sería recibir y despedir este poemario a la sombra de un árbol o a la luz y vaivén de los cuatro vientos, o bien a la orilla de cualquier vereda, todas ellas, a fin de cuentas, llevan al centro del alma, al centro de la bondad humana.

         Para bien o para mal, decidí presentar el poemario en cuestión entre estas mis cuatro paredes, una ventana que me mira y la puerta del tiempo. Es un testimonio de gratitud a tantas amistades que, sin conocerlos ni conocerme sin otra expresión que la palabra, han dado cobijo y aliento a lo que escribo, cosa que agradezco muy de veras. Más en estos tiempos donde abunda la mezquindad y la gula del poder. La soledad y desconfianza, la violencia de la ficticia propaganda del éxito y fracaso. Es posible decir que, en estos tiempos, el respeto y la tolerancia, la vida fraterna y en comunidad, están viviendo un sueño que bien vale la pena despertar. Y ahí está la voz de los poetas, la voz inagotable del poeta, la palabra de miles de personas dialogando con su tiempo, con la decadencia y renacer del tiempo. La sequedad del estanque es un modesto murmullo de esa voz. Es, se diría, un asomo al vacío, a la vivacidad del vacío, a la piel subterránea, íntima, de la vida y de la muerte que al mismo paso siempre van.

La vida es tan efímera como la muerte,

aromas pálidos que rozan gozosos

el musgo de una piedra perdida en el olvido.

 

El silencio, la libertad del silencio

Veo mi cadáver tendido entre mis ojos,

mi sobra vacía,

la ausencia del viento,

el árbol seco sintiendo mi agonía,

el silencio de mí hundiéndose sin llanto.

 

Así inicia la sequedad del estanque, mi acercamiento a la decadencia del tiempo, a la ausencia y al vacío, al misterio de la muerte y al renacer de la vida. Así inicia la voz del desamparo de mi propia soledad, el silencio, el llanto subterráneo del silencio, su nacer y florecer. El silencio, la libertad del silencio que dejan las palabras, los actos y las cosas. En estos tiempos, mis tiempos, no veo turbulencias ni tempestades, ni desorden ni caos. Veo silencio y vacío, la efervescencia del silencio en caos, la semilla del vacío donde nace el principio del principio, el principio y el fin de la creación. Sí, veo decadencia, vacío, vejez, muerte y vida, mucha vida, un hermoso renacer de vida.

Entre las horas pardas

y los cirios consumidos,

veo mi cuerpo partir abrazado de un suspiro.

Nada quedará de él.

El viento destejerá su carne

y el sol su voz y su alarido.

Nada quedará de él, nada.

 

En ese sentido, dicho texto es un intento de asomo poético, muy modesto por supuesto, a la efervescencia del principio en caos, al sonido que crea la palabra. Y ahí están sus apartados: el silencio y el agua; la tristeza del viento; los girasoles en luz; la agonía del instante y, finalmente, llévame a morir, llévame, llévame ya. Expresión propia de la voluntad de aquel que siente el vacío y la quietud del viento, el abandono y el silencio de la libertad, la sombra que abraza el renacer del infinito. Pero también, ahí está su orfandad, su desapego y libertad de iniciar su propio andar, igual que un velero que busca navegar en alta mar.

Hay veleros que se van al mar

sabiendo que está vacío,

la brisa les llama,

fresca, imponente, eterna,

plena de soledad y ausencia,

ausencia de ti, de mí,

de este andar y desandar sin rumbo,

buscando tan solo un día, un instante,

que nunca llegará.

 

Gracias a la Casa Marie José y Octavio Paz, así como a las librerías Bonilla y El Hallazgo, por su hospitalidad y formar parte del recorrido de este poemario. Gracias también al poeta y editor Francisco Fierro Brito, director de El Canto de la Alondra, casa editorial de la sequedad del estanque, a Leticia Luna, Marcela Romn, Diana Juárez, Guillermo Lera, Jesús Gómez Morán, Manuel Illanes, Manolo Mugica, entre otros, todos ellos poetas y escritores de reconocida escritura y juicio literario de los cuales mucho he aprendido.

Agradezco también al poeta José-María González Ortega por su hermoso prólogo a la sequedad del estanque, así como a los embajadores de la sonoridad poética Ángeles Fernández Martín y don J. Juan López Raya que han hecho suyo diversos poemas del libro que aquí se presenta y gracias a ello han llegado a diversos puertos que nunca imaginé, es el caso de la soledad del lago, ese azul que abraza mi indigencia, “la infancia que no tuve, / la sombra que no encuentro. / Ese azul que siempre me acompaña, / ese azul olvido, ese, ese”, y del poema nada dejo que a la letra refiere:

 

A Ángeles Fernández Martín

y J. Juan López Raya

 

La calidez del sol

endulza mi sombra vacía

tendida sobre el agua.

 

Un árbol sin hojas cuida mi voz entristecida,

mis ojos enterrados mirando mi dolor.

 

Nada dejo a mi paso, nada dejo.

Fui un quejido perdido en la pradera,

un suspiro desterrado al caminar.

 

En realidad, y para decirlo rápidamente, la sequedad del estanque es un poemario rodeado de bondad. Desde don Pedro Vuskovic Bravo, a quien se lo dedico, con mucha gratitud y respeto, hasta el diseño de Ulises Fierro Naranjo, la fotografía de Ingrid L. González Díaz, la lectura tan detallada de Frida González y la generosidad y apoyo de tantos poetas de la comunidad virtual que agradeceré siempre.

En la misma tesitura, mi más profundo agradecimiento al escritor, poeta y traductor Jean Marie Flores, por permitirme escuchar la musicalidad de unos versos que han dejado de ser míos, y gracias a él han sentido el silencio y frescura de los Pirineos Atlánticos de Pau. Don Jean Marie tradujo treinta y siete poemas de La sequedad del estanque al francés, poemas que en edición bilingüe español / francés, serán publicados con el título: Poemas selectos de La sequedad del estanque: a propósito de la vida, la muerte y la nada. De esos versos citaré, en español, un par de ellos y, de esa manera, concluiré el presente escrito.

 

Un trozo de agua corriendo en el subsuelo

Un trozo de agua corriendo en el subsuelo, el estanque vacío, la humedad de la tierra buscando la sangre y el sendero, las grietas que existen y no existen, la luz enterrada, el venero en flor. Al fondo, una historia milenaria que deslumbra, una vida latente que camina.

El subsuelo, sí, el subsuelo,

es una lápida de soles de múltiples colores,

lunas verdes y amarillas,

riachuelos de luciérnagas de jade,

dioses de maíz y barro.

 

En el subsuelo, sí, en el subsuelo,

hay una identidad de múltiples colores

que en los ojos se ha enterrado,

un manantial donde comulgan las hojas con el viento,

la tierra con el agua, y el agua con el canto del quetzal

que nadie ha conquistado.

 

En la sequedad del estanque reina la soledad, el silencio, el lloroso alarido del silencio, el encuentro y rencuentro con la esencia del ser de lo que somos: camino y encrucijada, misterio que al ir regresa, igual que el poema a la poesía y la eternidad al agua, al subsuelo donde nace el vacío, la creación de la existencia, la turbulencia de la nada.

 

A Manolo Mugica

 

La sequedad del estanque.

El silencio vacío.

Mi aura flotando sin el agua.

El palpitar del frío envuelto entre la escarcha:

nada quedará de mí, de ti,

del olor a musgo en esas grietas que me miran.

 

Sé que la sequedad del estanque, la decadencia del tiempo, encontrará voces y tempestades, soles y rocíos, nubes buscando agua y llovizna empapando el viento, la hierba marchita, la tierra sedienta de tanto amar, pero sé también que de ese encuentro nacerán flores y espinas, musgo en la piedra y sombras de girasol, lo sé, lo sé bien, porque:

Los girasoles son luciérnagas

que lloran en lo oscuro,

raíces de esperanza hundidas en la sombra,

soledad amarilla que crece en la montaña,

en el cráneo del sol y en la voz del infinito.

 

Si, la sequedad del estanque intenta asomarse a la complejidad del ser, al sendero donde la vida y la muerte caminan de la mano, igual que la vejez y la soledad del tiempo, la carne y el polvo:

Entre las horas pardas

y los cirios consumidos,

veo mi cuerpo partir abrazado de un suspiro.

Nada quedará de él.

El viento destejerá su carne

y el sol su voz y su alarido.

Nada quedará de él, nada.

 

Somos nada, suspiro encendido en la indigencia, almas vagando en la neblina, en las hojas de un árbol, en el limo del agua:

Alma mía que te vas sin mí,

ya jamás sentirás mi piel amarga.

Serás brisa flotando en el ocaso.

 

Y es en ese devenir de la sequedad del estanque donde se asoma también la esperanza, el resurgir de la vida en el vacío de la propia ausencia, en el vacío de la creación, en el principio del principio donde surge y resurge el misterio de la creación.

Nací en el subsuelo,

existe ahí la llaga,

el abismo que me mira,

la piedra que me espera.

 

Dentro de esta sequedad del tiempo y esta sequedad de estanque, en el subsuelo hay algo más que a mí me duele: los muertos en mí país, los muertos, mis muertos, los muertos “perdidos en un mar sin sepultura”, almas desaparecidas en lágrimas temblando de dolor, en semillas preñadas de misericordia de luz y serenidad de tierra y agua.

El viento acompaña mi tristeza,

una sombra envuelve la ausencia de mis pasos,

un olvido se esconde en lo seco del dolor.

 

El silencio me duele,

más si viene de los muertos apilados a lo largo del camino.

 

El poemario tantas veces aquí citado, mis amigos, es un intento de asomo al misterio de la vida y de la muerte, que siempre muy juntos van. Es un grito desde el interior más hondo, la búsqueda de un resurgir desde el vacío, sabiendo que:

Entre la tierra y la raíz del sol,

la humedad callada del subsuelo crece

y se levanta hacía las nubes,

como un brillo de voces

que iluminan el ser del infinito.

 

En este sentido, permítaseme referir aquí las palabras que expresó Marcela Romn, sobre el multicitado poemario:

“En estas páginas, el vacío y el silencio se convierten en el lienzo sobre el que se dibujan el caos y la creación. El silencio, lejos de ser mero vacío, es el germen del principio, la semilla del caos y la música que da vida a la palabra.

Invitamos a todas y a todos a sumergirse en la exquisita versificación de nuestro autor, a disfrutar de una poesía que emerge desde lo más íntimo de su ser. Cada poema ofrece una melodía única, invitando a cada lector a un viaje emocional profundo y resonante. Este libro no solo es una obra literaria, sino también una experiencia sensorial y emocional que invita a la reflexión y al autoconocimiento”.

 

Asimismo, las reflexiones del maestro Manolo Mugica, poeta que en su intervención dejó entrever lo interesante que es la metáfora del subsuelo en el poemario y, por otra parte, refirió:

“La sequedad del estanque no sólo contribuye con el desenvolvimiento de los individuos mediante ese quehacer incómodo —en la actualidad— que es el silencio (lo hace por medio de la lectura silente); además, abona al proyecto poético de nuestro querido Genero González Licea cuyo gran trasfondo es, considero, la indigencia ontológica.

Espero no estar cometiendo aquí alguna indiscreción, pero si asevero esto es por las largas charlas que he sostenido con el propio autor… vaya, no es que Genaro me dijera que ese es su propósito: sucede que yo me he percatado de ello, que cada nuevo poemario suyo funge de vaso comunicante con sus antecesores en cuanto a dicho tema (en el que quizá ahonde Genaro más tarde). Baste aquí decir que no se trata de un estado deplorable para propiciar una lástima ocasional, sino más bien consiste en una condición del ser que es ineludible”.

 

Mi gratitud por sus palabras tan vitales sobre la obra y su autor, en ella existe un mundo que me han permitido comprender, y eso se agradecer.

 

La vida, la muerte, la nada

La sequedad del estanque intenta acercarnos al sentido de la vida, de la muerte y de la nada. Palpar, sin dioses ni temores, la fuerza y pureza del ser al sentir su decadencia, el misterio del vacío. Es un asomo al subsuelo y al interior del ser, un mirar la piel de la existencia y amar el silencio donde nace y muere el origen de la creación.

Prepárate a morir, poeta,

solo, sin una sombra que te abrace.

Desnudo de ti, de mí,

de la gloría calcinada en el camino.

 

El alma es un instante de misterios y pasiones,

luces y sombras encontradas,

comunión de voces divinas y profanas,

instantes de llamas, brisa, tierra y ceniza adolorida.

 

Prepárate a morir, poeta.

Despídete de esa tu voz hecha de leña

y arde, con ella, sin temores.

 

El sentido que subyace es la idea de que la vida y la muerte no son una cuestión de dioses, sino una expresión del ser, de la grandeza del actuar del ser. Los dioses son inmortales porque no existen, en sus entrañas llevan la innecesaria necesidad del permanente cambio. Sin embargo, necesitan de seres endiosados para sostener su inexistencia. En ambos, dioses y endiosados, la arrogancia de su aparente plenitud les lleva a su indigencia.

La naturaleza, por su parte, vive en permanente cambio, su necesidad de vida le lleva a la muerte. En La agonía de Proteo don Eduardo Nicol refiere que “el árbol cambia, desde que lo sembramos, de una manera previsible, básicamente igual para todos los ejemplares de su especie”.

La nostalgia de tu adiós

es un mirar mi pequeñez sin que te vayas,

oler el luto de tus ojos,

sentir tus manos muertas en las mías,

tocar la densidad del firmamento

con la lengua de mis pasos.

 

La muerte, tu muerte, la mía,

no es más que una mortaja pegada en la cara del olvido,

una piedra molida sin dientes en la boca,

un abismo de espinas que sangra con el viento,

un pesar amargo, seco,

como el dolor de un árbol solitario mirando su destino.

 

Empero, a renglón seguido, el mismo Nicol agrega y nos alerta: “la humanidad no es una especie. Su cambio es imprevisible, porque consiste en una renovación, y se produce en cada caso por una decisión deliberada. Ni la genética, ni el análisis histórico y social, permiten anticipar el desenvolvimiento de un individuo cuando queda sembrado, por así decirlo, en un espacio y un tiempo mundanos”.

Antes de que las brasas encuentren

lo oscuro de mis penas,

antes de que arda mi piel entre mis llagas,

sí, antes de que el viento se deslice

en lo incierto de mis huesos,

debo decirte que amé

como ama aquel que no busca ser correspondido.

 

De odios y venganzas nada supe,

amé como el viento ama al viento,

la piedra a la piedra y el agua al agua.

 

Amé sin sentimientos encontrados.

Amé como se ama el día y el día que se va.

 

Esta decisión deliberada de amar “como ama aquel que no busca ser correspondido”, y de amar “como el viento ama al viento”. Este sentido de renovación y permanente movimiento del ser humano, esta conciencia de finitud y necesidad de transformarse, no por los dioses sino por sus propios actos, bien la podemos ejemplificar con esos versos tan citados de Gustavo Adolfo Bécquer: “qué solos se quedan los muertos”.

Los muertos, nosotros los que fuimos ya no somos, la vida es también la muerte, la soledad y el desencanto, la fuerza vital de un mar embravecido y, por supuesto, el dolor que deja la muerte de los muertos, el vacío, la nada.

Ahora los días se van sin ti

y regresan con tu ausencia,

son días de silencio y soledad,

de piedra desnuda labrada con el frío.

 

Ya jamás regresarás.

Ceniza y viento

es el infinito de tu alma ahora.

Alma amorosa,

tierna, fraterna,

como aquellos ojos, tus ojos,

que en mis ojos miraban tu partida.

 

Y ahí está la soledad del hombre, la esperanza solitaria del ser, la conciencia trágica de la existencia, el asomo al misterio de lo que es o será o nunca ha sido. La movilidad del tiempo más que del tiempo es de uno que lo mueve con sus manos, con su voz de piedra y su sombra amorosa de luz y agua, silencio y lejanía.

Desnudo y envuelto en mi agonía,

mi alma se aleja con la dicha y la desdicha

de haberme acompañado.

Sus huellas se borrarán con el viento,

se perderán en la neblina,

igual que yo, aquí, al ver mi cuerpo frío, inerte,

como una rama seca

dormida en un sol que languidece.

 

Permítaseme, ahora, dar lectura, en español, a un par de poemas que han sido traducidos al francés, como ya lo mencioné, por el poeta y traductor don Jean Marie Flores y serán publicados, en su momento, en edición bilingüe.

 

1

Los girasoles siguen también la sombra de la luna,

la voz amarga del verano,

el llanto de los muertos perdidos en un mar sin sepultura,

el murmullo de las hojas envueltas

en lo oscuro de mis pasos,

la eterna eternidad del agua abrazada

con la noche y su espesura.

 

2

Nadie me espera ya,

ni el murmullo del agua,

ni el consuelo de mi voz humedecida.

Nadie,

ni el viento, ni mi sombra, ni el vacío.

 

3

Moriré, un día moriré.

Nadie me buscará más que mi sombra,

la infinita sombra que habité,

esa sombra, mi sombra,

que un día también me olvidará.

 

4

Mi alma es una tumba

que esboza una sonrisa,

un epitafio inútil

escrito en mi tristeza.

 

5

Los girasoles de noche lloran

con sus pétalos caídos.

Miran mis cenizas en su sombra

y en silencio me acompañan en mi olvido.

Su raíz es agua en mis ojos sepultados,

triste, tal vez, como el venero

que me abraza al sentir mi desamparo.

 

6

Mi carne seca de tanto amar,

mis huesos molidos sobre el polvo:

la humedad es la piedra donde duerme el mar.

 

7

Mi ser caminará por siempre en un lugar perdido.

Ya no regresaré ni sabré dónde me encuentro,

ya no seré más lo que un día fui.

 

Ahora será el atardecer la palma de mis manos

y mi sangre la humedad de la montaña.

 

El sol será la lejana lejanía de mis pasos,

y la noche el humo de mi rostro envejecido.

 

Ahora, sí, ahora,

los días serán las luciérnagas negras de mis ojos

y mi aura la neblina llorando en el rocío.

 

8

No busco el destierro, no, no lo busco.

El destierro, a fin de cuentas,

es un regreso a cualquier parte.

Busco el vacío de mi vacío,

la ausencia de saber que ya no existo,

la oscuridad del silencio y del olvido.

La nada, busco el sendero de la nada.

 

Genaro González Licea

Caloclica, CDMX, septiembre de 2024

 

Fotografía sin datar 
La Sequedad del Estanque, adiós y bienvenida




No hay comentarios: