LA SEQUEDAD
DEL ESTANQUE, ADIÓS Y BIENVENIDA
El regreso del poema a la
poesía
La
mejor presentación de un libro, más de un libro de poesía, es, bien se podría
decir, no presentarlo, dejarlo a su propio grito y alarido, o bien, para
mesurar la idea, dejar que él mismo se presente. La poesía, el conocimiento,
debe regresar al lugar donde nació, igual que la ceniza a la tierra que nos
protege y alimenta. La poesía es misterio, fuerza potencial que no depende de
nadie, autosuficiente, esencia en sí mismo contenida. De hecho, bien se puede
decir que la poesía no es la palabra, la creación del verbo, es la línea en
blanco que dejan las palabras, es misterio, como ya dije, que está y a la vez
no está en el ser de cada quién, de las cosas y del infinito. Nosotros, igual
que la palabra, somos simples instantes de carne y ceniza, tierra y viento,
agua subterránea que abraza al cosmos.
Sin embargo, al ver en mis manos la sequedad
del estanque, quise darle un adiós y bienvenida. La mía, la íntima, la que
se desprende de uno para no regresar jamás. La que deja una herida en uno, un
duelo, una serenidad de aceptar que algo de uno inicia su propio camino y
libertad. La poesía es un misterio que se presenta solo, sin embargo, la
debilidad humana, la siempre presente debilidad humana se hace presente en mí. Dentro
de esa debilidad, quizá lo ideal sería recibir y despedir este poemario a la
sombra de un árbol o a la luz y vaivén de los cuatro vientos, o bien a la
orilla de cualquier vereda, todas ellas, a fin de cuentas, llevan al centro del
alma, al centro de la bondad humana.
Para bien o para mal, decidí presentar
el poemario en cuestión entre estas mis cuatro paredes, una ventana que me mira
y la puerta del tiempo. Es un testimonio de gratitud a tantas amistades que,
sin conocerlos ni conocerme sin otra expresión que la palabra, han dado cobijo
y aliento a lo que escribo, cosa que agradezco muy de veras. Más en estos
tiempos donde abunda la mezquindad y la gula del poder. La soledad y
desconfianza, la violencia de la ficticia propaganda del éxito y fracaso. Es
posible decir que, en estos tiempos, el respeto y la tolerancia, la vida
fraterna y en comunidad, están viviendo un sueño que bien vale la pena
despertar. Y ahí está la voz de los poetas, la voz inagotable del poeta, la
palabra de miles de personas dialogando con su tiempo, con la decadencia y
renacer del tiempo. La sequedad del estanque es un modesto murmullo de
esa voz. Es, se diría, un asomo al vacío, a la vivacidad del vacío, a la piel
subterránea, íntima, de la vida y de la muerte que al mismo paso siempre van.
La vida
es tan efímera como la muerte,
aromas
pálidos que rozan gozosos
el musgo
de una piedra perdida en el olvido.
El silencio, la libertad del
silencio
Veo mi cadáver tendido
entre mis ojos,
mi sobra vacía,
la ausencia del viento,
el árbol seco sintiendo
mi agonía,
el silencio de mí
hundiéndose sin llanto.
Así inicia la sequedad del estanque, mi
acercamiento a la decadencia del tiempo, a la ausencia y al vacío, al misterio
de la muerte y al renacer de la vida. Así inicia la voz del desamparo de mi
propia soledad, el silencio, el llanto subterráneo del silencio, su nacer y
florecer. El silencio, la libertad del silencio que dejan las palabras, los
actos y las cosas. En estos tiempos, mis tiempos, no veo turbulencias ni
tempestades, ni desorden ni caos. Veo silencio y vacío, la efervescencia del
silencio en caos, la semilla del vacío donde nace el principio del principio,
el principio y el fin de la creación. Sí, veo decadencia, vacío, vejez, muerte
y vida, mucha vida, un hermoso renacer de vida.
Entre las
horas pardas
y los
cirios consumidos,
veo mi
cuerpo partir abrazado de un suspiro.
Nada
quedará de él.
El viento
destejerá su carne
y el sol
su voz y su alarido.
Nada
quedará de él, nada.
En ese sentido, dicho texto es un intento de asomo
poético, muy modesto por supuesto, a la efervescencia del principio en caos, al
sonido que crea la palabra. Y ahí están sus apartados: el silencio y el agua; la
tristeza del viento; los girasoles en
luz; la agonía del instante y,
finalmente, llévame a morir, llévame,
llévame ya. Expresión propia de la voluntad de aquel que siente el vacío y
la quietud del viento, el abandono y el silencio de la libertad, la sombra que
abraza el renacer del infinito. Pero también, ahí está su orfandad, su desapego
y libertad de iniciar su propio andar, igual que un velero que busca navegar en
alta mar.
Hay
veleros que se van al mar
sabiendo que
está vacío,
la brisa
les llama,
fresca,
imponente, eterna,
plena de
soledad y ausencia,
ausencia
de ti, de mí,
de este
andar y desandar sin rumbo,
buscando
tan solo un día, un instante,
que nunca
llegará.
Gracias a la Casa Marie José y Octavio Paz, así como a las librerías Bonilla y El Hallazgo, por su hospitalidad y formar parte del recorrido de
este poemario. Gracias también al poeta y editor Francisco Fierro Brito,
director de El Canto de la Alondra, casa editorial de la sequedad del estanque, a Leticia Luna, Marcela Romn, Diana
Juárez, Guillermo Lera, Jesús Gómez Morán, Manuel Illanes, Manolo Mugica, entre
otros, todos ellos poetas y escritores de reconocida escritura y juicio
literario de los cuales mucho he aprendido.
Agradezco también al poeta José-María González
Ortega por su hermoso prólogo a la sequedad del estanque, así como a los
embajadores de la sonoridad poética Ángeles Fernández Martín y don J. Juan
López Raya que han hecho suyo diversos poemas del libro que aquí se presenta y
gracias a ello han llegado a diversos puertos que nunca imaginé, es el caso de la
soledad del lago, ese azul que abraza mi indigencia, “la infancia
que no tuve, / la sombra que no encuentro. / Ese azul que siempre me acompaña,
/ ese azul olvido, ese, ese”, y del poema nada dejo que a la letra refiere:
A Ángeles
Fernández Martín
y J. Juan
López Raya
La
calidez del sol
endulza
mi sombra vacía
tendida
sobre el agua.
Un árbol
sin hojas cuida mi voz entristecida,
mis ojos
enterrados mirando mi dolor.
Nada dejo
a mi paso, nada dejo.
Fui un
quejido perdido en la pradera,
un
suspiro desterrado al caminar.
En realidad, y para decirlo rápidamente, la sequedad
del estanque es un poemario rodeado de bondad. Desde don Pedro Vuskovic
Bravo, a quien se lo dedico, con mucha gratitud y respeto, hasta el diseño de
Ulises Fierro Naranjo, la fotografía de Ingrid L. González Díaz, la lectura tan
detallada de Frida González y la generosidad y apoyo de tantos poetas de la
comunidad virtual que agradeceré siempre.
En la misma tesitura, mi más
profundo agradecimiento al escritor, poeta y traductor Jean Marie Flores, por
permitirme escuchar la musicalidad de unos versos que han dejado de ser míos, y
gracias a él han sentido el silencio y frescura de los Pirineos
Atlánticos de Pau. Don Jean Marie tradujo treinta y siete poemas de La sequedad del estanque al francés,
poemas que en edición bilingüe español / francés, serán publicados con el
título: Poemas selectos de La sequedad del estanque:
a propósito de la vida, la muerte y la nada. De esos versos citaré, en español, un
par de ellos y, de esa manera, concluiré el presente escrito.
Un trozo de agua corriendo en
el subsuelo
Un
trozo de agua corriendo en el subsuelo, el estanque vacío, la humedad de la
tierra buscando la sangre y el sendero, las grietas que existen y no existen,
la luz enterrada, el venero en flor. Al fondo, una historia milenaria que
deslumbra, una vida latente que camina.
El
subsuelo, sí, el subsuelo,
es una
lápida de soles de múltiples colores,
lunas
verdes y amarillas,
riachuelos
de luciérnagas de jade,
dioses de
maíz y barro.
En el
subsuelo, sí, en el subsuelo,
hay una
identidad de múltiples colores
que en
los ojos se ha enterrado,
un
manantial donde comulgan las hojas con el viento,
la tierra
con el agua, y el agua con el canto del quetzal
que nadie
ha conquistado.
En la
sequedad del estanque reina la soledad, el silencio, el lloroso alarido del
silencio, el encuentro y rencuentro con la esencia del ser de lo que somos:
camino y encrucijada, misterio que al ir regresa, igual que el poema a la
poesía y la eternidad al agua, al subsuelo donde nace el vacío, la creación de
la existencia, la turbulencia de la nada.
A Manolo Mugica
La
sequedad del estanque.
El
silencio vacío.
Mi aura
flotando sin el agua.
El
palpitar del frío envuelto entre la escarcha:
nada
quedará de mí, de ti,
del olor
a musgo en esas grietas que me miran.
Sé que la
sequedad del estanque, la decadencia del tiempo, encontrará voces y
tempestades, soles y rocíos, nubes buscando agua y llovizna empapando el viento,
la hierba marchita, la tierra sedienta de tanto amar, pero sé también que de ese
encuentro nacerán flores y espinas, musgo en la piedra y sombras de girasol, lo
sé, lo sé bien, porque:
Los girasoles son
luciérnagas
que lloran en lo
oscuro,
raíces de esperanza
hundidas en la sombra,
soledad amarilla que
crece en la montaña,
en el cráneo del sol y
en la voz del infinito.
Si, la
sequedad del estanque intenta asomarse a la complejidad del ser, al sendero
donde la vida y la muerte caminan de la mano, igual que la vejez y la soledad
del tiempo, la carne y el polvo:
Entre las
horas pardas
y los
cirios consumidos,
veo mi
cuerpo partir abrazado de un suspiro.
Nada
quedará de él.
El viento
destejerá su carne
y el sol
su voz y su alarido.
Nada
quedará de él, nada.
Somos nada, suspiro encendido en la indigencia,
almas vagando en la neblina, en las hojas de un árbol, en el limo del agua:
Alma mía
que te vas sin mí,
ya jamás
sentirás mi piel amarga.
Serás
brisa flotando en el ocaso.
Y es en ese devenir de la sequedad del estanque donde se asoma también la esperanza, el
resurgir de la vida en el vacío de la propia ausencia, en el vacío de la
creación, en el principio del principio donde surge y resurge el misterio de la
creación.
Nací en el subsuelo,
existe ahí la llaga,
el abismo que me mira,
la piedra que me espera.
Dentro de esta sequedad del tiempo y esta
sequedad de estanque, en el subsuelo hay algo más que a mí me duele: los
muertos en mí país, los muertos, mis muertos, los muertos “perdidos en un mar sin sepultura”, almas desaparecidas en
lágrimas temblando de dolor, en semillas preñadas de misericordia de luz
y serenidad de tierra y agua.
El viento acompaña mi
tristeza,
una sombra envuelve la
ausencia de mis pasos,
un olvido se esconde en
lo seco del dolor.
El silencio me duele,
más si viene de los
muertos apilados a lo largo del camino.
El poemario tantas veces aquí citado, mis amigos, es un intento de asomo al
misterio de la vida y de la muerte, que siempre muy juntos van. Es un grito
desde el interior más hondo, la búsqueda de un resurgir desde el vacío,
sabiendo que:
Entre la tierra y la raíz del sol,
la humedad callada del subsuelo crece
y se levanta hacía las nubes,
como un brillo de voces
que iluminan el ser del infinito.
En este sentido, permítaseme referir aquí las
palabras que expresó Marcela Romn, sobre el multicitado poemario:
“En estas páginas, el
vacío y el silencio se convierten en el lienzo sobre el que se dibujan el caos
y la creación. El silencio, lejos de ser mero vacío, es el germen del
principio, la semilla del caos y la música que da vida a la palabra.
Invitamos a todas y a
todos a sumergirse en la exquisita versificación de nuestro autor, a disfrutar
de una poesía que emerge desde lo más íntimo de su ser. Cada poema ofrece una
melodía única, invitando a cada lector a un viaje emocional profundo y
resonante. Este libro no solo es una obra literaria, sino también una
experiencia sensorial y emocional que invita a la reflexión y al
autoconocimiento”.
Asimismo, las reflexiones del maestro Manolo
Mugica, poeta que en su intervención dejó entrever lo interesante que es la metáfora
del subsuelo en el poemario y, por otra parte, refirió:
“La sequedad del estanque no sólo
contribuye con el desenvolvimiento de los individuos mediante ese quehacer
incómodo —en la actualidad— que es el silencio (lo hace por medio de la lectura
silente); además, abona al proyecto poético de nuestro querido Genero González
Licea cuyo gran trasfondo es, considero, la indigencia
ontológica.
Espero no
estar cometiendo aquí alguna indiscreción, pero si asevero esto es por las
largas charlas que he sostenido con el propio autor… vaya, no es que Genaro me
dijera que ese es su propósito: sucede que yo me he percatado de ello, que cada
nuevo poemario suyo funge de vaso comunicante con sus antecesores en cuanto a
dicho tema (en el que quizá ahonde Genaro más tarde). Baste aquí decir que no
se trata de un estado deplorable para
propiciar una lástima ocasional, sino más bien consiste en una condición del ser que es ineludible”.
Mi gratitud por sus palabras tan vitales sobre
la obra y su autor, en ella existe un mundo que me han permitido comprender, y
eso se agradecer.
La vida, la muerte, la nada
La sequedad del estanque
intenta acercarnos al sentido de la vida, de la muerte y de la nada. Palpar,
sin dioses ni temores, la fuerza y pureza del ser al sentir su decadencia, el
misterio del vacío. Es un asomo al subsuelo y al interior del ser, un mirar la
piel de la existencia y amar el silencio donde nace y muere el origen de la
creación.
Prepárate
a morir, poeta,
solo, sin
una sombra que te abrace.
Desnudo
de ti, de mí,
de la
gloría calcinada en el camino.
El alma
es un instante de misterios y pasiones,
luces y
sombras encontradas,
comunión
de voces divinas y profanas,
instantes
de llamas, brisa, tierra y ceniza adolorida.
Prepárate
a morir, poeta.
Despídete
de esa tu voz hecha de leña
y arde,
con ella, sin temores.
El sentido que subyace es la idea de que la
vida y la muerte no son una cuestión de dioses, sino una expresión del ser, de
la grandeza del actuar del ser. Los dioses son inmortales porque no existen, en
sus entrañas llevan la innecesaria necesidad del permanente cambio. Sin
embargo, necesitan de seres endiosados para sostener su inexistencia. En ambos,
dioses y endiosados, la arrogancia de su aparente plenitud les lleva a su
indigencia.
La naturaleza, por su parte, vive en permanente
cambio, su necesidad de vida le lleva a la muerte. En La agonía de Proteo don Eduardo Nicol refiere que “el árbol cambia,
desde que lo sembramos, de una manera previsible, básicamente igual para todos
los ejemplares de su especie”.
La
nostalgia de tu adiós
es un
mirar mi pequeñez sin que te vayas,
oler el
luto de tus ojos,
sentir
tus manos muertas en las mías,
tocar la
densidad del firmamento
con la
lengua de mis pasos.
La
muerte, tu muerte, la mía,
no es más
que una mortaja pegada en la cara del olvido,
una
piedra molida sin dientes en la boca,
un abismo
de espinas que sangra con el viento,
un pesar
amargo, seco,
como el
dolor de un árbol solitario mirando su destino.
Empero, a renglón seguido, el mismo Nicol
agrega y nos alerta: “la humanidad no es una especie. Su cambio es
imprevisible, porque consiste en una renovación, y se produce en cada caso por
una decisión deliberada. Ni la genética, ni el análisis histórico y social,
permiten anticipar el desenvolvimiento de un individuo cuando queda sembrado,
por así decirlo, en un espacio y un tiempo mundanos”.
Antes de
que las brasas encuentren
lo oscuro
de mis penas,
antes de
que arda mi piel entre mis llagas,
sí, antes
de que el viento se deslice
en lo
incierto de mis huesos,
debo
decirte que amé
como ama
aquel que no busca ser correspondido.
De odios
y venganzas nada supe,
amé como
el viento ama al viento,
la piedra
a la piedra y el agua al agua.
Amé sin
sentimientos encontrados.
Amé como
se ama el día y el día que se va.
Esta decisión deliberada de amar “como ama
aquel que no busca ser correspondido”, y de amar “como el viento ama al
viento”. Este sentido de renovación y permanente movimiento del ser humano,
esta conciencia de finitud y necesidad de transformarse, no por los dioses sino
por sus propios actos, bien la podemos ejemplificar con esos versos tan citados
de Gustavo Adolfo Bécquer: “qué solos se quedan los muertos”.
Los muertos, nosotros los que fuimos ya no
somos, la vida es también la muerte, la soledad y el desencanto, la fuerza
vital de un mar embravecido y, por supuesto, el dolor que deja la muerte de los
muertos, el vacío, la nada.
Ahora los
días se van sin ti
y
regresan con tu ausencia,
son días
de silencio y soledad,
de piedra
desnuda labrada con el frío.
Ya jamás
regresarás.
Ceniza y
viento
es el
infinito de tu alma ahora.
Alma
amorosa,
tierna,
fraterna,
como
aquellos ojos, tus ojos,
que en
mis ojos miraban tu partida.
Y ahí está la soledad del hombre, la esperanza
solitaria del ser, la conciencia trágica de la existencia, el asomo al misterio
de lo que es o será o nunca ha sido. La movilidad del tiempo más que del tiempo
es de uno que lo mueve con sus manos, con su voz de piedra y su sombra amorosa
de luz y agua, silencio y lejanía.
Desnudo y
envuelto en mi agonía,
mi alma
se aleja con la dicha y la desdicha
de
haberme acompañado.
Sus
huellas se borrarán con el viento,
se
perderán en la neblina,
igual que
yo, aquí, al ver mi cuerpo frío, inerte,
como una
rama seca
dormida
en un sol que languidece.
Permítaseme, ahora, dar lectura,
en español, a un par de poemas que han sido traducidos al francés, como ya lo
mencioné, por el poeta y traductor don Jean Marie Flores y serán publicados, en
su momento, en edición bilingüe.
1
Los
girasoles siguen también la sombra de la luna,
la voz
amarga del verano,
el llanto
de los muertos perdidos en un mar sin sepultura,
el
murmullo de las hojas envueltas
en lo
oscuro de mis pasos,
la eterna
eternidad del agua abrazada
con la
noche y su espesura.
2
Nadie me
espera ya,
ni el
murmullo del agua,
ni el
consuelo de mi voz humedecida.
Nadie,
ni el
viento, ni mi sombra, ni el vacío.
3
Moriré,
un día moriré.
Nadie me
buscará más que mi sombra,
la
infinita sombra que habité,
esa
sombra, mi sombra,
que un
día también me olvidará.
4
Mi alma
es una tumba
que
esboza una sonrisa,
un
epitafio inútil
escrito
en mi tristeza.
5
Los
girasoles de noche lloran
con sus
pétalos caídos.
Miran mis
cenizas en su sombra
y en
silencio me acompañan en mi olvido.
Su raíz
es agua en mis ojos sepultados,
triste,
tal vez, como el venero
que me
abraza al sentir mi desamparo.
6
Mi carne
seca de tanto amar,
mis huesos
molidos sobre el polvo:
la
humedad es la piedra donde duerme el mar.
7
Mi ser
caminará por siempre en un lugar perdido.
Ya no
regresaré ni sabré dónde me encuentro,
ya no
seré más lo que un día fui.
Ahora
será el atardecer la palma de mis manos
y mi
sangre la humedad de la montaña.
El sol
será la lejana lejanía de mis pasos,
y la
noche el humo de mi rostro envejecido.
Ahora,
sí, ahora,
los días
serán las luciérnagas negras de mis ojos
y mi aura
la neblina llorando en el rocío.
8
No busco el destierro, no, no lo busco.
El
destierro, a fin de cuentas,
es un
regreso a cualquier parte.
Busco el
vacío de mi vacío,
la
ausencia de saber que ya no existo,
la
oscuridad del silencio y del olvido.
La nada,
busco el sendero de la nada.
Genaro González Licea
Caloclica, CDMX, septiembre de 2024