Genaro González Licea
Fotografía sin datar
A pesar de las espinas bajo mi piel,
Abracé los sueños que olvidé,
Y besé los recuerdos del ayer.
Lucía Esquivel Mercado,
del poema: sobre el tiempo.
Un acercamiento a su
obra artística
Horacio Esquivel no es un pintor modesto ni de escasos
recursos. Cuenta con esa personalidad artística que sólo se define en un
espacio de libertad, en la expresión sin ataduras de los relieves y
perspectivas de la vida y la naturaleza, en el lienzo, en la intimidad del
trazo que despierta el color dormido, ausente a la vista de la sensibilidad
común de las personas.
Es un pintor maduro que, contrario a lo
que comúnmente acontece, aquilató su sensibilidad a través del tiempo. Persona
madura ya, expresó en su obra artística su creatividad interior. Bocetos,
acuarelas, oleos y su fotografía inconfundible lo comprueba. Con naturalidad y
sin esfuerzo alguno las perspectivas y los relieves afloran de su pincel, en su
composición artística. Me recuerda a Murillo. Se dice de él, Enrique Valdivieso
para ser preciso, que fue hasta la madurez cuando su técnica fluyó “en el
dibujo junto con una inmensa soltura en el manejo del pincel. Con estos
perfeccionados recursos comenzó a plasmar bellas y armónicas figuras, de amable
aspecto, que trascienden una vibrante y afectiva expresión espiritual”.
En realidad yo diría que en Horacio la
madurez artística ha sido su permanente compañera. Sus trazos articulados en el
lienzo o en sus composiciones plásticas así lo indican. Es un acto de comunión,
diálogo y lucha interna del artista que busca e intenta expresar su verdad
verdadera. En él su mundo y creación artística, basto y complejo, surgió en el
momento justo que debía de nacer, ni antes ni después. Se dio al articularse,
en su interior único e irrepetible, su turbulencia compleja de forma y actitud
de vida, historicidad y circunstancia. Fue en ese momento cuando un yo
interior tomó el pincel para expresar su verdadero rostro en sombras grisáceas
y colores densos. Calidad y pureza de una sensibilidad propia de aquel que sólo
le ata su propia libertad. Los barcos,
el desnudo morado, fantasmas en la mina, mina de edén, Zacatecas. Pueblo minero, por citar algunas obras, es más que
elocuente. Agréguese, por supuesto, su excelente trabajo fotográfico que da
cuenta de atardeceres, caminos, oleajes, el peso de la soledad del mar, rostros
tejidos en el abandono, recreación de espacios, firmamentos, cántaros, lunas y
soles. Todos ellos con un toque autónomo de creatividad y expresión estética.
Vivacidad, brillo e intensidad de los colores, asoma, como firma, en su obra.
Sin embargo, hay algo más en su obra. En
sus colores intensos a cualquier tipo de luz, en la luminosidad y resplandor de
su creación artística, recoge el impresionante silencio de las sierras y llanos
zacatecanos, de los campesinos que de su silencio viven. Colores serranos de
maíz y pino, de tierra, piedra, agua y montaña. Rostros naturales de luz
desnuda que muere y nace al atardecer. Se enrosca en la nada, en la soledad de
un árbol, una sombra, un jarrón, un sombrero o un rebozo que cubre los colores
de cañadas, ríos, matorrales e incluso del firmamento mismo y de las propias
raíces de la tierra.
La sensibilidad de Horacio Esquivel está
muy por encima de lo cotidiano. Cuenta con un lenguaje artístico propio de esos
pintores que han adquirido una personalidad que les permite transitar, con
libertad, múltiples horizontes de creación pictórica. La actividad creadora,
diría Samuel Ramos, en su Filosofía de la vida artística, “no puede
realizarse sino en un ambiente de libertad, que es, por consecuencia, una
imperiosa condición para la existencia de la personalidad artística”. Admiro su
amor a la naturaleza y su sinceridad para expresarla. Cualidades que para mí le
proporcionan una peculiaridad estética a su arte y a la expresión de lo bello
de ese arte. Le proporciona un toque mágico, único, inconfundible. Su
sinceridad en la reconstrucción del objeto cobra evidencia en sí misma. En la
perfección de sus trazos.
Es así como refuta a la naturaleza en
aquella idea común referente a que los únicos trazos perfectos son aquellos que
la propia naturaleza da, pues, la excepción se da cuando, como en el caso, él
mismo se torna naturaleza. Dicho nuevamente en palabras de Samuel Ramos, “si
hay una especie de actividad del espíritu en la que se puede decir que el
objeto es creación del sujeto, esa actividad es el arte. Por eso no cabe
admitir que el arte sea una mera imitación de la naturaleza”.
A todo esto, por supuesto, agréguese su
trabajo, perseverancia y continua perfección técnica. Talleres en casa y fuera
de ella. Admirable actitud de quien desde hace mucho sabe que no todo es
sensibilidad en el arte. La técnica es un medio que permite materializar la
actividad creadora. Trabajar, trabajar y trabajar, para llevar esa inspiración
a la forma perfecta, diría Stefan Zweig, en los creadores. Pero, además,
remarca, “la forma verdadera de la creación artística no es, pues, inspiración
o trabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación más paciencia, deleite
creador más tormento creador”.
De ninguna manera soy la persona
indicada para calificar la obra del artista. Empero, permítaseme decir que la
pintura de Horacio que más que de él es ahora mía, de mis ojos, de mi alma en
el lienzo reflejada. Es una pintura que observé por horas. Su especial
densidad, transparencia, sequedad petrificada, quietud y soledad de un objeto
abandonado en la inmensidad del mar, del tiempo, del espacio, del infinito
mismo. Es un lienzo donde la libertad de la pincelada nace desde lo más
escondido del interior del alma, para dormir por siempre, como muerto en tumba,
en una intimidad tan nuestra, tan propia, que solamente uno sabe su existencia
y, a veces, ni uno sabe.
Efectivamente, me refiero a El ancla.
El ancla que sobrevive al tiempo, que desde una perspectiva parece que se hunde
y, desde otra, parece que flota entre el azul del mar inmenso y la carne
arenosa del espacio y del infinito. Es el ancla que todos tenemos en nuestro
interior. Es una pintura que marca la plena expresión de un estilo propio,
presente ya en los pescados, los barcos, el pez petrificado y mi
pintura al óleo. Es un principio de estilo sin retorno. Expresión abstracta
de ver el mundo, la vida, la muerte, la intimidad humana.
El
ancla, es una pintura de aparente sencillez. La
envuelve, como mortaja, la inmovilidad del mar o tal vez del universo, espacio
seco, petrificado, denso como el silencio que deja el olvido. Sin embargo, al
mismo tiempo, una tenue luminosidad acompaña su quietud, de la misma manera que
pequeños azueles acompañan el oxidado color que deja el abandono del
abandonado. Sí, para mí El ancla
describe la quietud y la muerte. El objeto que ligeramente descansa en un
espacio indeterminado.
El ancla ¿descansa o se hunde, o
simplemente está ahí, estática, frente a nosotros?, ¿el barco se fue o
solamente ella está en el abandono del objeto abandonado? La respuesta no la
sé. Tal vez la sienta con mucha nitidez un día. Lo cierto por ahora, es que el ancla
solitaria integrada al vacío es una fuente de reflexión, es una imagen de
silencio que nos remite a la soledad de nosotros mismos.
Solamente uno en su interior más íntimo
sabe lo que encierra el ancla. Es algo que nos pertenece, hiere y entristece verla.
Tal vez porque nos recuerda lo que un día dejamos o nos dejó. El ancla es una
expresión enigmática que encierra un deseo casi humano de agarrase a algo. Es
una sensación que nos lleva a un lugar donde nos hemos perdido, algo que ya no
es nuestro y aun así nos pertenece. Un recuerdo, tal vez, que nos lleva a
nuestro inconsciente, a nuestro andar pasajero y frágil en esta tierra. Ancla
firme y sólida en la arena movediza del infinito mar del infinito.
El silencio se impone y da paso a la
obra de Horacio Esquivel Duarte. Sensibilidad que desde la luminosidad
zacatecana acompañará, por siempre, la historia de la expresión del arte.
Lluvia y destello de
colores
Yo vi la luz entre
los blancos populares. /Mi infancia fue un rectángulo de cal fresca, de viva
cal con mi alegre solitaria sombra. Quizá
este verso de Rafael Alberti, bien nos pudiera permitir un mejor acercamiento a
los múltiples colores que acompañan, como flotando, el claroscuro musical que
estalla en el alma del pintor Horacio Esquivel Duarte, Esquivelho como me gusta
llamarlo.
Horacio tiene ya un lugar en la plástica
mexicana, ni duda cabe. En sus lienzos está él de cuerpo entero, su brisa
solitaria que llora en las sombras de luz y de vacío, su estilo y expresión
artística que une el dolor del viento, el amarillo envejecido del viento, y el
profundo tornasol de un crepúsculo escondido.
Está su expresión abstracta y su estallido
del tiempo, la lluvia envuelta en un hechizo de arcilla que todo lo cubre y lo
ve, es una lluvia que duele, que lastima, como luz caída a plomo en un
hirviente medio día, como un silencio verdoso perdido en la montaña. Está, en
fin, el sollozo del silencio temblando en la neblina, el negro calloso de la piel
del espíritu minero, el agua llorosa que escurre entre la sombra, la dulzura
del venero donde duerme la nostalgia de la luna, el agave reluciente de estar
sobre la tierra, el azul olvido que acaricia las pupilas de la muerte.
Esquivelho crece y seguirá creciendo con
el tiempo. Cada día descubre nuevas expresiones para dejar constancia de la
maleza interior en que vivimos y, a la vez, estamos enterrados. Su libertad de
búsqueda no se detiene nunca. Día a día su misma creatividad le lleva a romper
convencionalismos carentes de sentido y, en contrapartida, a fortalecer la
esencia de su arte. Ese arte que le distingue e identifica en su persona y
personalidad: su llovizna de ese gris azuloso que abraza el dolor de la
existencia, su bruma triste y peregrina, su tempestad de tonos y matices de una
esperanza jaspeada de mañana, su salpicado de colores vivos, vivaces, como el
vértigo de un atardecer caído sobre el agua.
Todo en él se agiganta, igual que el
corazón del viento, que el explosivo manantial de sus múltiples colores. Es
posible decir que, entre otras razones, ello se debe a que, para él, el inicio
es solo una revelación, algo que le dice que ahí es el punto de partida, el
instante que jamás regresará. Después vendrá la soledad, el artista frente a su
propia concepción creadora, y al final, como un todo mágico, expresivo,
abstracto, el surgimiento de un arte de vanguardia caminando junto a él, es él
y su búsqueda permanente, infatigable, de encontrar la expresión sublime de las
cosas, de la naturaleza de las cosas, del mundo, de la época que le tocó vivir.
El arte emana de ahí, para crear un nuevo arte, en el caso, abstracto, con la
armonía y equilibrio de la forma, los tonos y matices de colores.
En Horacio, el de la gota de lluvia y
salpicado de colores, existe esa cualidad de ver y sentir que su pintura
refleja su vida y su camino, su actividad plástica creadora. Su técnica está en
el alma y en el trabajo del pincel hasta agotarlo. Su explosión interna revive
en sus manos, a veces cae como gotas de lluvia abrazando el firmamento, otras
como estallido de volcán y un aire pintado de
ceniza. Es el caso de un mundo
paralelo, modernidad oxidada, creador de huracanes, y un mundo naranja
con destellos azules y amarillos.
Hay otras donde un mundo petrificado nos
revive la conciencia, sea un salmón, un gigante, un girasol o un pez café
arenoso sonriéndole a la muerte, y otras más, donde un claro remanso expresa el
vaivén de los verdes pastizales, el silencio del silencio, la serenidad del
vacío contemplando el amanecer del mar, la tranquilidad del río jugando con el
río, la quietud del rocío humedeciendo la esperanza de las hojas, de la tierra,
del despertar del infinito en los ojos de una piedra, muda, estoica, mirando de
frente el paso de los años, la inexistencia del tiempo. Ahí están las medusas doradas, playa canela y sus olas que esperan llorar sobre la arena, ondas de la mar, el festín de las
gaviotas, golondrinas volando, las pencas de maguey, el verde colibrí unido a
la paz de las palomas, los conos de Santa
Mónica, y los molinos de viento
cubiertos de parvadas que juegan a huir al firmamento.
En su pincel se expone claramente que el
arte no es una línea recta, un peldaño sobre otro, es, más bien, la expresión
de realidades y circunstancia de la vida, es movimiento, arte en movimiento,
personalidad creadora. Naturaleza y realidad respirando al ritmo del pintor, a
veces en forma tranquila, a veces exaltada, otras gritando y reclamando el
exilio en que vivimos, la crisis y descomposición que vivimos de bosques, mares
y desiertos, por la agresión humana desmedida. En cualquier caso, respira, está
en movimiento. Muestra el tiempo de su tiempo.
Esquivelho es un pintor alejado de lo
estático y convencional, es propuesta en movimiento, ese ha sido, me parece, su
permanente estilo, su estilo depurado con los años, su forma de ser y ver el
mundo en permanente e inagotable movimiento, de acuerdo al ritmo que late por
sus venas. En su pincel, la forma corrugada de una cueva, de una mina, de un
peñasco, del mar o el infinito, no es algo que nos lleve a descifrar, sino una
expresión que nos lleva a sentir en libertad.
Su pintura es una expresión de libertad
y su fuerza está en su creatividad ilimitada, en la observación detallada del
momento y en el trabajo constante mediante el cual expresa sus revelaciones,
martirios, tristezas, alegrías, equilibrios y armonías en los colores, sabiendo
que, en realidad, éstos son un asomo de la sensibilidad humana. La mezcla de
colores al interior de cada quien, la creación de tantos tonos de azules como
de rojos o amarillos, dependerá, según mi parecer, de las manos que miran el
alma del artista, pero, sobre todas las cosas, del trabajo y dedicación
artística que éste tenga.
Nuestro pintor, lo dice su obra, es un
hombre de trabajo. Ha estudiado muy bien el claroscuro, los colores
interminables de la luz y de la sombra. Ha descubierto el tono y la nitidez del
blanco escondido en la cal que nos sepulta, el negro tembloroso que tiñe con
carbón el precipicio, la alegría del blanco y negro jugando de la mano, su
risa, su sueño, su cansancio y su bostezo. Con su trabajo y creación artística
ha logrado el equilibrio y armonía en los colores, la unidad de éstos y un
estilo inconfundible en sus expresiones plásticas, estilo que, como ya dije,
es, además de una técnica muy suya, un estilo de vida, una forma de ver e
interpretar el mundo.
Sus estallidos y gotas de lluvia lo
dicen todo. Sus colores suaves de tristeza abrazando la luz del día, sus
piedras empalmadas lamiendo sus heridas, sus peñascos y caminos dejados en el
árido sollozo del desierto. La pintura, igual que la poesía y toda creación
artística, es, hasta donde veo, el reflejo del alma de las cosas, del artista
mismo. Es una forma cotidiana de vivir envuelta en un lenguaje mágico. La
vivacidad del arte, de la poesía, se diría, radica en eso.
Por lo mismo, el arte, igual que la
palabra, se apaga cuando deja de ambular por los ojos que nos miran, cuando lo encadenamos
al significado de un instante, el instante de la revelación, del inicio, del
verbo. Ese sería el principio, no el fin. El arte y la palabra son veneros
permanentes, racimos de colores que no se acaban nunca, son significados del
devenir del infinito en plena libertad, expresiones, unas veces agridulces,
como el alma del mar y de las olas mirándose a lo lejos, otras, llenas de
ilusión y esperanza como el canto de una aurora teñida de palomas, como el aire
que ríe y llora en la montaña, en la selva que moja los aromas del silencio, el
eco dejado por viento. En resumidas cuentas, a mi entender, el arte y la
palabra son la expresión viva del entorno, espacio y circunstancia, y trabajo,
mucho trabajo.
Lo expuesto, una y otra vez lo confirmo
en la obra de Esquivelho, veo, por ejemplo, las luciérnagas, el azul profundo
de la oscuridad cercana, siluetas de árboles vigilando el silencio de su propia
sombra, y miles de luciérnagas flotando como estrellas a mitad del firmamento.
Sí, la danza de las luciérnagas son
ilusiones en el tiempo, espacios mágicos de alegrías y tristezas, de recuerdos
que flotan e iluminan lo que somos. Veo también su serie de arrecifes y corales, el clarear del alba
hundida sobre el agua, el dormir del día en el hueco transparente de las manos,
el mirar del arrecife extendido sobre el agua, agua cristalina y salada como el
riachuelo que llegó desde unos ojos tristes, a las entrañas donde nace el mar.
Los arrecifes y corales son un lienzo de colores mirando el reflejo de la luna,
sonidos que se mecen en el agua e iluminan lo negro de las olas. Somos nosotros
que bebemos en sigilo un sorbo de agua, esperanzas que flotan en un sol que al
tocar el arrecife ya no duerme.
Difícilmente alguien igualará sus
destellos de colores, sus revelaciones de sueños de cobalto y oro esperanzado, su color grisáceo evaporado, sus gotas
de agua abrazando la nostalgia de un crepúsculo callado, el misterio del tiempo
herido con el tiempo. Su fuerza creativa logra expresiones estéticas que
lloran. Ahí está el café amarillento del peñasco, la cantera sollozando por los
poros, el paisaje agavero mirando en silencio su amargura. Está el eucalipto
respirando en la ilusión de sus colores, el naranja dolido del desierto con
manchones de un verde carcomido, la granada reventando la ilusión del infinito,
los niños Coras jugando en el río, y el chamán, que somos todos, envuelto en
raíces de colores, en sueños de un árbol que se mece, en cantos de un girasol
petrificado con lo negro de la luna.
Esquivelho es una turbulencia de
imaginación creativa. En él los colores resucitan. El rojo puntillado vuela y
ríe con el violeta y el turquesa derretido. El púrpura limpia los ojos de un
naranja ilusionado, y los grises rezan al ver lo blanco de una nube perdida en
el vacío. En él las expresiones son ventanas de esperanza, socavones, sin fin,
de raíces de nopal creciendo en un verde hermanado con el ocre reseco de las lajas.
Son voz de arcilla embravecida, piel minera que grita corrugada, ríos
desconocidos que corren, sin saberlo, en nuestras venas. Es única y peculiar su
forma de contemplar el devenir de la naturaleza, su comportamiento caprichoso,
celestial, que ilumina a la vida y a la tenue despedida de un sueño moribundo, o
de una flor que nace en la verde madreselva de un suspiro y otra que se
extingue como un pueblo en las piedras del camino.
A la revelación, le acompaña, disculpen
repetirlo, el trabajo constante de buscar nuevas perspectivas y relieves, formas
destellantes de pintar, técnicas y caminos que comulguen con su alma alegre y
triste, como el espíritu de un río olvidado por el agua, como el bosque mordiendo
el abandono. Su paleta y su pincel son la expresión de su turbulencia de miles
de colores que estallan en sus manos. Secretos en él no hay, solo pinceladas
que interrogan día a día el aliento de infinitas formas y colores enlazados. Su
don artístico se complementa con trabajo y necesidad constante de pintar. Lo
divino es insuficiente en la pintura, en la poesía, cuando a ello no se
incorpora el trabajo constante y permanente de pintar, la observación del
comportamiento de las cosas, de los cirios de la muerte, de la vida y lo vivido.
Recuerdo aquí una idea que Vincent van
Gogh le expresa a su hermano Theo: “se piensa que pintar es un don; y bien, es
un don pero no como se lo figuran. Hay que utilizar las manos y hay que tomarlo —en tomarlo consiste la
dificultad— en lugar de esperar a que se manifieste por sí mismo. Hay algo en
ello, pero seguramente no como se lo imaginan. Si aprendes trabajando, pintando
te haces pintor”. Y en otra parte agrega: “tengo los ojos fatigados todavía;
pero en fin, tenía una idea en la cabeza y éste es el croquis. Siempre tela de
30. Esta vez es simplemente mi dormitorio; sólo que el color debe predominar
aquí, dando con su simplificación un estilo más grande a las cosas y llegar a
sugerir el reposo o el sueño en
general. En fin, con la vista del cuadro debe descansar la cabeza o más bien la
imaginación”. Finalmente, la idea del trabajo, sea este cual fuere, y estar de
cuerpo entero en él, van Gogh lo relata así a su hermano Theo: “¿sabes que
espero, cada vez que me pongo a tener esperanzas? que la familia sea para ti lo
que es para mí la naturaleza, los montones de tierra, la hierba, el trigo
amarillo, el aldeano, es decir, que encuentres en tu amor por la gente, no solamente de qué trabajar sino de qué
consolarte y rehacerte cuando haya necesidad. …La vida pasa así, el tiempo no
vuelve, pero yo encarnizo en mi trabajo, a causa justamente de saber que las
ocasiones de trabajar no se repiten”.
Esto es,
hasta donde alcanzo a comprender, el alma del pintor y la pintura, el arte como
trabajo creador que expresa el equilibrio de las cosas, el don de ver y pintar
la esencia viviente de las cosas. Esquivelho está ahí, su fuerza creativa está
de cuerpo entero en su pintura, en su trabajo artístico de colores infinitos, en
sus perspectivas y relieves que solo se asoman cuando se ama de verdad lo que
se hace y en ello se vive cada instante. Lo digo una vez más, en el arte de
Horacio está su esperanza de ser y transformarse, de rehacerse cada día. Está
el amor de un trabajo que calma el torbellino interno que le rasga el alma y
las arterias, está su huella, su armonía y su equilibrio, consigo mismo y con
su entorno, viviente, dinámico, cambiante.
Técnicas
de infinidad de colores se rinden al torbellino pensante de sus manos. Acuarela,
óleo, óleo sobre tela o sobre acrílico, acrílicos sobre papel, hojas doradas,
plateadas o blancas, un lápiz, una paleta, un pincel, un caballete. Técnicas
únicas o mixtas, técnicas que se sujetan a la creatividad del artista, a sus
destellos de fuego, de lluvia cálida o gritando. Sería complicado efectuar aquí
una descripción de la técnica utilizada en cada cuadro, no es la intención
ahora, más bien es mostrar cómo se extiende ésta en sus lienzos, acuarelas y
figuras que estallan en sus manos y, sobre todo, mostrar el lenguaje sublime
generado, la huella de identidad lograda y la expresión a la cual nos remite la
textura de su obra.
En Esquivelho
las luces nacen de la nada, del silencio mismo donde su propio resplandor
camina. Pienso en némesis, en esa fuerza
rojiza que se junta con un canto azuloso que no existe, con un suspiro de jade que
se aleja en la negrura, con un mundo mágico, amarillento, que flota en el
vientre de lo oscuro, en la nada que nos cubre con la nada. Mémesis es la rebelión del aquí y ahora,
la búsqueda y el encuentro del instante de un mundo reluciente más allá del
vacío del universo. Es su sueño en nuestro sueño, son las miles de figuras,
blancas y doradas buscando, siempre buscando, la pureza del ser que somos o nos
negamos ser.
En Horacio, el óleo sobre tela es un
espacio donde ya no hay sepultura, es el firmamento caído en aguacero de gotas
amarillas, azules o doradas. Festejo de lágrimas perdidas, sentimientos que se
van y dejan encallado el peso del olvido, solo, tan solo como una barca, la barca del olvido. Es un espacio de
libertad. Recuerdo aquí las velas y las
balsas, la claridad de las velas y las balsas que duermen a la orilla del
mar, entre las mansas olas que no vuelven y la arena que jamás conocerán. Al
fondo el azul del firmamento y su tranquilo reflejo en la amplitud del mar, el horizonte
que languidece entre un blanco que en silencio se evapora, y el frío grisáceo
de una brisa que no cesa, pero todo es libertad, remanso de soledad, de soledad
envuelta en libertad. La libertad interna que siempre le acompaña.
El óleo, el lienzo, la hoja en blanco o
revestida de plata u oro, son los puntos de comunión donde la creatividad de
nuestro pintor toca los límites del arte. Son espacios donde las figuras
adquieren un sentido propio, están ahí, adheridas a la profundidad del tiempo,
a la pureza azulosa del andar de su camino. Fue así, se diría, como encontró los
gestos y ademanes de las piedras mineras
y sus llorosos dorados incrustados, las hojas buscando la tumba de una rama
sepultada, el agua humedeciendo el seco recuerdo de una llaga. Son sus ojos los
que escuchan los colores y sonidos, los detalles, insisto, tan a la vista de
todos y, sin embargo, nadie más que él los ve. Quizá de ahí su deseo y
necesidad de pintar esas revelaciones muy suyas.
Ya parece que veo estallar los colores en
sus manos, como un volcán deseoso de por siempre estar vacío. El blanco lo veo reposar
igual que un niño, el verde sobre el viento y arenosos azules extendidos, surge
así la mina de sal y de cobalto,
después, por mencionar algunos: mina del
bote, otoño, cantera zacatecana, azul
profundo, granada, pila bautismal del siglo VI, tempestad en el desierto, el pez remo, y naturaleza que agoniza. Su imaginación es infinita, parecería que
nace de una tierra mágica, de universos donde crecen pastizales y espinos escondidos.
Así es el misterio de la creación envuelta en arte. Nada le detiene ya, ni el
grito de la brisa, ni el suspiro de la piedra o el cenizo sollozo de una tarde
que despide el resplandor del día.
En el mundo de Esquivelho los colores
son un todo maniatado. La brisa y la neblina están en lo blanco del recuerdo y
del olvido. El suspiro del azul redondea la perspectiva y el relieve, ilumina
el contorno de lo blanco trenzado con lo negro de unos árboles clavados en una
sombra que no existe. En él los colores son un canto imaginario, una hoguera
extendida entre los dedos, un pincel doblegado en su lamento. Son sueños
desbordados, naturaleza sedienta de encontrarse, latidos de un recuerdo violeta
que se ha ido. En él los colores son reflejos que se asoman a lo lejos. El rojo
cae mirándose en lo oscuro, el verde tiembla en los destellos amarillos
bailando en la espesura.
Dentro de esta desnudez hay un azul
olvido que llora si me mira, un vacío sembrado de luces y de sombras, un
silencio deshecho entre los ojos, un rocío que descubre el calor que me cobija,
una línea invisible que marca lo frágil de la muerte, un blanco suave y ligero que
tiñe la nostalgia de las nubes, un abismo de múltiples raíces gritando en un
vientre sepultado.
Toda una
turbulencia interna, una experiencia a lo largo del camino, todo está en su
obra, y es ésta la única que ha instalado al pintor jerezano de la fuerza
destellante de colores, en la historia de un arte contemporáneo que renace.
Esquivelho y su actuación creadora traduciendo la fuerza que anida en las
heridas, en los gritos y en los llantos, en las alegrías y en las tristezas de
la vida, de la muerte, de la naturaleza y del tiempo, del estallido de la
naturaleza y del tiempo, del mundo, del ser viviente y de las cosas.
Esquivelho, el gran traductor de ese
todo complejo, inmenso, divino, misterioso y eterno, que crea sus propias
composiciones de arte. Esquivelho, el de la sensibilidad creadora que descendió
a las grietas del sueño, del silencio y de la nada, y trajo entre sus manos el
verde turquesa que riega las montañas, el rojo naranja que tiñe el dolor del
mar y el recuerdo poroso de las olas, el dulce claroscuro que brilla en el
blanco calloso de las nubes, en la nostalgia amarillenta de las flores. Trajo
el color ocre mineral que acompaña la vida y lo vivido y el purpura que reza el
misterio grisáceo de la muerte. Trajo la voz de una naturaleza que agoniza, el
azul olvido de una lluvia que nos mira y nos cobija.
Así, al invaluable venero de artistas
zacatecanos que descendieron al claroscuro del lienzo, del papel o la palabra,
para forjar esta conciencia y esta voz del arte que tenemos, se agrega, como
peñasco hundido más allá del tiempo, del viento y la ladera, Horacio Esquivel
Duarte con su estallido de colores y su llovizna permanente que nos mira y nos
abraza. Esquivelho estará ahí, por siempre, para hundirnos en los destellos
oscuros de luces y sombras en nosotros enterradas y, al mismo tiempo, para
recordarnos, en fin, que la estética natural brota de las piedras, ríos y
montañas, árboles, peñascos y del silencio de uno mismo que, se diría, tenemos
olvidado.
Fotografía de Ingrid L. González Díaz
La primera parte de este escrito: un acercamiento a su obra artística, se
publicó en el año 2014,
en tanto que, la segunda, lluvia y destello de colores, en el año de 2020.
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