lunes, 13 de enero de 2020

Genaro González Licea: Lo claroscuro del amor en la poesía de Lucía Paola Esquivel Mercado


Fotografía sin datar


Hoy, estoy acompañada de la noche,
quizá la belleza del cielo se impregne en mis versos.

Lucía Paola Esquivel Mercado
Las caras del amor


Mi pluma no tartamudea al escribir que Lucía Paola Esquivel Mercado es una gran poeta. La semilla está ahí, el trabajo poético, igual que el resplandor de la vida y los días sombríos que todos llegamos a tener, le espera, nos espera a todos en este camino lleno de girasoles, de contrastes de luces y de espinas y, por supuesto, de flaquezas, culpas y remordimientos humanos, amorosamente humanos.
Su talento y sensibilidad poética lo dio a conocer a muy temprana edad con “la mariposa mágica”, libro de cuentos y poemas que llevan a uno a sentir el aleteo del viento jugando con las hojas, el caer del agua entre las flores, la ternura de colores que alegran el llanto de la luna, la gracia de la noche, el silencio claroscuro del amor. El amor, decía entonces y lo repite ahora nuestra poeta, son cuatro letras. Cuatro letras “que hacen sentir. /Luz infinita sin más que decir. /Te duele en el alma cuando te hace sufrir/. Pero siempre perdonas, hay que admitir. /Sin él, no se puede vivir” y, sin embargo, el amor de ahora es distinto a aquél, tal vez, diría Neruda, “porque nosotros los de entonces, ya no somos los mismos”.
El amor, los aromas y colores del amor, es el tema capital, entre otros, por supuesto, y de los cuales ya escribiré en su momento, que Lucía Paola teje y desteje con su canto en su maravilloso poemario “las caras del amor”. Tema amplio, complejo, inagotable, abordado entre tantos y tantos otros por Platón, Plutarco, San Agustín, Scheler, Stendhal, Nietzsche y Schopenhauer. Tema de mil aristas que ahora Esquivel Mercado nos recuerda con una voz suave, dulce y sencilla, pero, al mismo tiempo, firme y reflexiva, sorprendente y certera como un dardo.
Sabe perfectamente la importancia del amor en estos tiempos de sociedades frías y protocolarias, violentas, deshumanizadas y, en gran parte, enfermas de un espinoso individualismo clavado en las entrañas de todos los que aquí vivimos. El mundo derrumbándose sería el poema: “Tengo miedo a las miradas sin sueños, /a los hombres que les han robado el alma. /Los gritos de los niños inocentes, /que en lugar de vivir entre juegos, lo hacen entre armas”. Sí, el miedo se respira y, sin embargo, ni nuestra poeta ni nosotros claudicamos. Se tiene la libertad y en ella la palabra y la esperanza. Se tiene el don de amar, incluso, al propio miedo. “Existe la esperanza de recuperar la paz, lo dice Lucía Paola con voz fuerte, y que el amor y la alegría regresen a éste mundo que llamamos hogar”.
            Su voz nos alumbra y nos cobija. Nos deja a la intemperie mirando como pasa nuestro propio cadáver por un hueco de su escombro. Nos recuerda la fuerza del amor en todas sus aristas, entre ellas, el amoroso vaivén de lo que somos en la nada: “en cuestión de segundos/ el todo se vuelve nada; /se convierte en polvo”.
Su palabra nos recuerda “que la vida es un sueño” y amar no es otra cosa que un hermoso desafío, digamos, por ejemplo, ir “al cielo y al infierno el mismo día” o “sentir cosquillas al tomarse de las manos”. Mas en ese desafío la autora de las caras del amor, sabe muy bien que el amor, en forma paralela, encierra un posible desamor, el cual, por cierto, también es necesario y humano amar. Cobijar ese vacío agridulce y amoroso dolor de despedida que deja el que se va: “no seré yo quien lloré tu partida, /quien recuerde tus besos a medio día/ y por las noches gritando te maldiga”.
Los efectos dolorosos del amor, de ese amoroso amor que, por lo general, hemos olvidado amar y Lucía nos recuerda desde el alma: “te amé, juro que te amé, /con cada parte de mi ser”. El temple de quedar muy solo y hundido en desamparo, de llorar “en silencio/ tratando de perderme entre la niebla”. El valor de amar con dignidad la dignidad de lo que somos: “no quiero ser un cuadro de pintura/ que dejó de ser arte, porque nadie lo apreciaba. (…) /Quiero permanecer con mi esencia, /que solo eso baste para ser querida”, puntualiza, con aplomo, nuestra poeta. Ciertamente, hablar de amor y desamor es tan humano y tan complejo como hablar del devenir del tiempo.
Amar la doble cara del amor, me parece, nos asoma al amor pleno, a la comprensión de que dicha plenitud, cito a Lucía nuevamente, ya “no se trata de un príncipe azul/ ni de ser rescatada de torres o dragones”, sino simplemente del sentir sublime del instante del amor, el encuentro y desencuentro de un mirar que une y desune al mismo tiempo.
Antes y después de esa mirada lo que existió y existirá es un sinfín sin tiempo. El instante es hallazgo amoroso que perdura, es la pureza del amor, la pureza del instante que florece y florecerá siempre. “El corazón se alegra cuando estás cerca de mí. /Tus ojos reflejan los secretos de tu alma/ y me dicen a gritos que el amor es más grande que la distancia. /No importa cuán lejos estés o el tiempo que pasa, /nuestro amor siempre florece y nos roba las palabras”. La pureza del amor, en las propias palabras de Lucía, la pureza de ese instante que florece, que perdura.
El amor, a fin de cuentas, es un sentir que nos une y nos desune, es un sinfín de caras, de tonos y colores. Sentimientos que se mezclan en el alma, en el viento, en el vaivén de la vida y de la muerte. Amar es regresar a lo que fue, a lo que es, o tal vez a lo que nunca ha sido. La unión de ese instante son “las caras del amor”, la totalidad del ser y dejar de ser al mismo tiempo. La plenitud de los sentidos en el cosmos y en la tierra, en los rostros profundos del amor. Amor humano que se da sin intercambios ni ataduras. El amor por amor mismo.
Amar con la misma intensidad lo grato y lo ingrato del instante. Amar la belleza de una flor en su esplendor y en su declive. Amar por igual al indigente, a la pobreza y a la riqueza, al día soleado o grisáceo como un triste suspiro que ya no regresará. Amar con libertad y por igual, todos los instantes que encontramos al paso del camino. Las cosas que suceden, las cosas que uno propicia que sucedan, el trote mismo de los pasos que damos y no damos.

Las caras del amor” es una gran lección que nos recuerda la pureza y grandeza del amor: amar no es amar por separado, es amar lo grato y lo ingrato del amor, es amar las aristas infinitas del amor. La lección no es fácil, su cumplimiento menos. Se necesita una gran fuerza para lograrlo, y nuestra poeta ha demostrado, con creces, que la tiene. 

Genaro González Licea
Fotografía de Ivan Gómezcesar Hernández




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