Fotografía sin datar
Hoy, estoy acompañada de la noche,
quizá la belleza del cielo se
impregne en mis versos.
Lucía
Paola Esquivel Mercado
Las caras del amor
Mi pluma no tartamudea al escribir que Lucía Paola
Esquivel Mercado es una gran poeta. La semilla está ahí, el trabajo poético,
igual que el resplandor de la vida y los días sombríos que todos llegamos a
tener, le espera, nos espera a todos en este camino lleno de girasoles, de
contrastes de luces y de espinas y, por supuesto, de flaquezas, culpas y
remordimientos humanos, amorosamente humanos.
Su talento y sensibilidad poética lo dio
a conocer a muy temprana edad con “la
mariposa mágica”, libro de cuentos y poemas que llevan a uno a sentir el aleteo
del viento jugando con las hojas, el caer del agua entre las flores, la ternura
de colores que alegran el llanto de la luna, la gracia de la noche, el silencio
claroscuro del amor. El amor, decía entonces y lo repite ahora nuestra poeta,
son cuatro letras. Cuatro letras “que hacen sentir. /Luz infinita sin más que
decir. /Te duele en el alma cuando te hace sufrir/. Pero siempre perdonas, hay
que admitir. /Sin él, no se puede vivir” y, sin embargo, el amor de ahora es
distinto a aquél, tal vez, diría Neruda, “porque nosotros los de entonces, ya
no somos los mismos”.
El amor, los aromas y colores del amor,
es el tema capital, entre otros, por supuesto, y de los cuales ya escribiré en
su momento, que Lucía Paola teje y desteje con su canto en su maravilloso
poemario “las caras del amor”. Tema
amplio, complejo, inagotable, abordado entre tantos y tantos otros por Platón,
Plutarco, San Agustín, Scheler, Stendhal, Nietzsche y Schopenhauer. Tema de mil
aristas que ahora Esquivel Mercado nos recuerda con una voz suave, dulce y
sencilla, pero, al mismo tiempo, firme y reflexiva, sorprendente y certera como
un dardo.
Sabe perfectamente la importancia del
amor en estos tiempos de sociedades frías y protocolarias, violentas,
deshumanizadas y, en gran parte, enfermas de un espinoso individualismo clavado
en las entrañas de todos los que aquí vivimos. El mundo derrumbándose sería el poema: “Tengo miedo a las miradas sin
sueños, /a los hombres que les han robado el alma. /Los gritos de los niños
inocentes, /que en lugar de vivir entre juegos, lo hacen entre armas”. Sí, el
miedo se respira y, sin embargo, ni nuestra poeta ni nosotros claudicamos. Se
tiene la libertad y en ella la palabra y la esperanza. Se tiene el don de amar,
incluso, al propio miedo. “Existe la esperanza de recuperar la paz, lo dice
Lucía Paola con voz fuerte, y que el amor y la alegría regresen a éste mundo
que llamamos hogar”.
Su voz
nos alumbra y nos cobija. Nos deja a la intemperie mirando como pasa nuestro
propio cadáver por un hueco de su escombro. Nos recuerda la fuerza del amor en
todas sus aristas, entre ellas, el amoroso vaivén de lo que somos en la nada: “en cuestión de segundos/ el todo se
vuelve nada; /se convierte en polvo”.
Su
palabra nos recuerda “que la vida es un sueño” y amar no es otra cosa que un hermoso
desafío, digamos, por ejemplo, ir “al cielo y al infierno el mismo día” o “sentir
cosquillas al tomarse de las manos”. Mas en ese desafío la autora
de las caras del amor, sabe muy bien
que el amor, en forma paralela, encierra un posible desamor, el cual, por
cierto, también es necesario y humano amar. Cobijar ese vacío agridulce y amoroso
dolor de despedida que deja el que se va: “no
seré yo quien lloré tu partida, /quien recuerde tus besos a medio día/ y por
las noches gritando te maldiga”.
Los efectos dolorosos del amor, de ese
amoroso amor que, por lo general, hemos olvidado amar y Lucía nos recuerda
desde el alma: “te amé, juro que te amé, /con cada parte de mi ser”. El temple
de quedar muy solo y hundido en desamparo, de llorar “en silencio/ tratando de
perderme entre la niebla”. El valor de amar con dignidad la dignidad de lo que
somos: “no
quiero ser un cuadro de pintura/ que dejó de ser arte, porque nadie lo
apreciaba. (…) /Quiero permanecer con mi esencia, /que solo eso baste para ser
querida”, puntualiza, con aplomo, nuestra poeta. Ciertamente,
hablar de amor y desamor es tan humano y tan complejo como hablar del devenir
del tiempo.
Amar la doble cara del amor, me parece,
nos asoma al amor pleno, a la comprensión de que dicha plenitud, cito a Lucía
nuevamente, ya “no
se trata de un príncipe azul/ ni de ser rescatada de torres o dragones”, sino simplemente
del sentir sublime del instante del amor, el encuentro y desencuentro de un
mirar que une y desune al mismo tiempo.
Antes
y después de esa mirada lo que existió y existirá es un sinfín sin tiempo. El
instante es hallazgo amoroso que perdura, es la pureza del amor, la pureza del
instante que florece y florecerá siempre. “El corazón se alegra cuando estás
cerca de mí. /Tus ojos reflejan los secretos de tu alma/ y me dicen a gritos
que el amor es más grande que la distancia. /No importa cuán lejos estés o el
tiempo que pasa, /nuestro amor siempre florece y nos roba las palabras”. La
pureza del amor, en las propias palabras de Lucía, la pureza de ese instante
que florece, que perdura.
El
amor, a fin de cuentas, es un sentir que nos une y nos desune, es un sinfín de caras,
de tonos y colores. Sentimientos que se mezclan en el alma,
en el viento, en el vaivén de la vida y de la muerte. Amar es regresar a lo que
fue, a lo que es, o tal vez a lo que nunca ha sido. La unión de ese instante
son “las caras del amor”, la
totalidad del ser y dejar de ser al mismo tiempo. La plenitud de los sentidos
en el cosmos y en la tierra, en los rostros profundos del amor. Amor humano que
se da sin intercambios ni ataduras. El amor por amor mismo.
Amar con la misma intensidad lo grato y
lo ingrato del instante. Amar la belleza de una flor en su esplendor y en su
declive. Amar por igual al indigente, a la pobreza y a la riqueza, al día
soleado o grisáceo como un triste suspiro que ya no regresará. Amar con
libertad y por igual, todos los instantes que encontramos al paso del camino.
Las cosas que suceden, las cosas que uno propicia que sucedan, el trote mismo
de los pasos que damos y no damos.
“Las
caras del amor” es una gran lección que nos recuerda la pureza y grandeza
del amor: amar no es amar por separado, es amar lo grato y lo ingrato del amor,
es amar las aristas infinitas del amor. La lección no es fácil, su cumplimiento
menos. Se necesita una gran fuerza para lograrlo, y nuestra poeta ha demostrado,
con creces, que la tiene.
Genaro González Licea
Fotografía de Ivan Gómezcesar Hernández
No hay comentarios:
Publicar un comentario