Mi gratitud a todas y cada una de las personas que han hecho posible este merecidísimo homenaje al gran poeta y filósofo Enrique González Rojo Arthur, quien ha tolerado mis terquedades desde hace más de cuarenta años.
Pues bien, sabedor que a nuestro poeta homenajeado le “repugna el panfleto, la vociferación al margen de la lira” y, por supuesto, el lenguaje de holanes y metafísico perfume, permítanme dar lectura a unas cuantas líneas que preparé para la ocasión.
fotografía sin datar
EL
DEVENIR DEL TIEMPO EN LA POESÍA DE
ENRIQUE
GONZÁLEZ ROJO ARTHUR
Cuando caiga en la
calle,
en la esquina de Furor y Emboscada,
se escuchará de mis labios:
mis hijos, se llegó el momento de su viejo.
Extiéndanme en el piso.
Para morir deben ponerme aquí bajo las sienes
la más mullida de las piedras
y arroparme con mis propios estertores.
Tomen mi báculo.
Guárdenlo en el mismo sitio
en que, dobladas y planchadas,
esconderán mis sonrisas
mi terquedad de siempre
y mis debilidades.
Rodeen después mi cuerpo.
Apresen mis manos.
De vez en cuando interroguen a mi pulso.
con las mandíbulas abiertas
los segundos homicidas
ciérrenme los ojos
y vean cómo lentamente
se me va despellejando el nombre.
en la esquina de Furor y Emboscada,
se escuchará de mis labios:
mis hijos, se llegó el momento de su viejo.
Extiéndanme en el piso.
Para morir deben ponerme aquí bajo las sienes
la más mullida de las piedras
y arroparme con mis propios estertores.
Tomen mi báculo.
Guárdenlo en el mismo sitio
en que, dobladas y planchadas,
esconderán mis sonrisas
mi terquedad de siempre
y mis debilidades.
Rodeen después mi cuerpo.
Apresen mis manos.
De vez en cuando interroguen a mi pulso.
con las mandíbulas abiertas
los segundos homicidas
ciérrenme los ojos
y vean cómo lentamente
se me va despellejando el nombre.
Poema: Pronóstico de Enrique González Rojo
Arthur
El devenir del tiempo y sus múltiples efectos en el ser y
en la conciencia, es, me parece, la esencia, la flama, el latido y la semilla,
que recorre la obra poética de Enrique González Rojo Arthur: “no es posible derramar dos veces el mismo
lloro. Los ojos peregrinan, con el tiempo bajo el brazo”. Tampoco “vivir dos
veces en la misma carne” y, mucho menos, “besar dos veces la misma boca”. “No es posible entrar dos veces en el mismo
río” es el nombre del poema, que bien puede ser el nombre de todos sus
poemas.
Sí, para mí el devenir del tiempo es la constante que siempre acompaña a
González Rojo. “El protagonista esencial de todos mis poemas /de
todos”, nos remarca, “no es el ir desde un entusiasmo hasta un punto cualquiera
y sus suburbios; no es el comprar con un pasaje la aniquilación vertiginosa del
espacio /sino que es el devenir, /el paulatino derrumbamiento no sólo de la
arena del reloj, /sino del reloj de arena. /El ser que es, desde siempre, un
siendo. /El viajar en la carroza de lo efímero”.
El misterio que encierra el tiempo, el verbo como instante que estalla en
la palabra, es un sublime manantial que día y noche le acompaña y, por lo
mismo, el tiempo en él, igual que la nada, el infinito, y el vaivén del viento,
en gran parte le pertenecen. Sin embargo, como gran humanista que es, les aseguro
que a todos, en cada amanecer, nos envía “por correo de regalo alguna brisa”.
La obra poética y filosófica de Enrique
González Rojo está construida en piedra. Lo mismo se puede decir de su actuar
político, de su vocación docente y humanista y, por supuesto, de su gran
compromiso con las personas que en la vida cotidiana buscan el pan de su
existencia: obreros, campesinos, indígenas y, en general, con toda persona
discriminada en esta sociedad donde el dinero es un lenguaje de prestigio, y la
plusvalía “prohíbe caminar de puntitas para no despertar el canto de los
gallos”.
Nuestro poeta escribe con esa fuerza que
le da su propia historia, su integridad moral e intelectual de siempre, su
congruencia de pensamiento y acto, su espíritu de libertad insobornable.
Escribe desde los andamios cotidianos de la vida, desde la trinchera y con el
puño en alto.
Su voz es un testimonio de voces
clandestinas, de voces olvidadas que luchan sin ceder al ras del suelo. Es la
voz y grito de la tinta, donde, permítanme citarlo, “cada gente /hace un mínimo
cráneo con su mano /para poner en él /su incipiente conciencia proletaria”. Es
el hechizo del silencio, donde sólo pueden “descubrirse /los
puños en voz alta. /La manifestación que se diría /guardaba ya minutos de
silencio /por las futuras víctimas. Recuerdo /Tlatelolco. Recuerdo /mis amigos
y alumnos y recuerdo /el permanente mitin de sus tumbas”.
Ciertamente, González Rojo Arthur es un
símbolo de lucha a quema ropa, cotidiana y permanente, de miles y miles de
personas que se hablan de tú a tú con el arado, con las raíces de barro que nos
unen, con las manos que sin dobleces nos hermanan. En este sentido, bien
podemos decir que este merecidísimo reconocimiento es, por supuesto, a su
amplia e intensa obra filosófica y literaria en general, pero, al mismo tiempo,
es un reconocimiento al trabajo poético, social y cultural, que, desde una
trinchera independiente, recorre los nervios de esta tierra, que es mi tierra.
Por estas y otras razones, puedo decir
que nuestro escritor aquí homenajeado es, por una parte, altamente querido y
respetado y, por otra, un incómodo poeta para aquellos sectores o comportamientos
sociales donde nunca pasa nada.
Lógica reacción cuando en el escritor, como
es el caso, no solamente hay creación literaria y conciencia social, sino también,
todo un proyecto de vida, una militancia personal en las luchas democráticas y
en las aguas incluyentes de los ríos. Lo cual se valora doblemente en estos
tiempos, donde, se diría, la disidencia se ha perdido en las leyes del mercado,
y la comodidad se ha dormido en las entrañas del olvido.
Se ha olvidado, quizá, elaborar un
mínimo programa de vida, por ejemplo, el mismo Enrique nos diría: “concebir en
la cuna nuestro primer proyecto /subversivo. /No dormir en la almohada (donde
anidan los más tibios /ademanes maternos), /sino acurrucarnos en nuestro propio
puño”, o bien, tomar decisiones y caminos, cosa que es “tan sencillo como
esto”, cito nuevamente a Enrique, “vivir indignamente entre algodones /(que
llegan al oído /para tapiar al yo, para dejarlo /sin nexos con el mundo), con
la cuota de besos de la madre, /los hijos y la esposa, /con los pulmones llenos
de incienso /de la gloría oficial, /o vivir dignamente en la tortura, /en la
persecución, en la zozobra, /con la tinta azul cólera en la pluma”.
En él, como vemos, no impera ni el
confort personal ni la pasividad del tiempo, ni las trampas del poder ni “la
gloria envidiosa con su rabo y cuerno de ceniza”, como diría Luis Cernuda. Impera,
filosófica y poéticamente, cuestiones que en él “no van por derroteros
separados”, una lucha a brazo partido en contra de los moralismos y los mitos
sin sustento que amasan la cultura de la culpa y el arrodillamiento de
conciencias. “El entierro del ángel custodio” no es un pecado, es una piedra de
toque para ver el mundo. Cito dos partes del poema: “Cuando cumplí dos lustros /dejé
de musitar esas palabras /que se hallan de rodillas, /como primera piedra de
algún templo; /comprendí que la fe no es otra cosa /que clavar en la tierra un
espejismo, /para que nunca pueda evaporarse /al calor de los pies que traen
consigo /la esperanza insolada”. Y agrega: “A partir de ese instante /no pude
ya creer en otro mundo: /adentro de mi cráneo, los milagros /de Jesucristo
fueron también crucificados; /y no entendí hasta entonces /que no hay en las
obleas más deidades /que el envinado dios de la cajeta /o que el agua potable /es
el agua bendita ciertamente”.
Llego, de esta manera, a un punto de la poética de
Enrique González Rojo que aquí me interesa mencionar: su batalla por desatar
los nudos internos que nos atan. Cada que leo y releo su poesía, me asombra la
importancia y la forma poética de abordar los nudos internos que habitan en el ser
humano: las culpas, los odios, los rencores. La represión emocional que nos
domina. Su tema, todo indica, es este: sin libertad personal es mucho más
difícil propiciar una libertad social. Nos recuerda así, que la conciencia más
que individual es colectiva.
Aseveración que se confirma en su obra
entera, por citar algunos textos, en “el libro de los pronombres”; “salir del
laberinto”; “trincheras del espíritu”; “para deletrear el infinito”; “la larga
marcha”; “por los siglos de los siglos”; y “El tercer Ulises o en cierto gris
sentido y otros poemas”, entre esos otros poemas, por cierto, se encuentra “el
hereje”, poema sin desperdicio alguno, escrito por Enrique en homenaje a
Wilhelm Reich, y en el cual con un lenguaje sencillo y punzante, humorístico e
irónico se diría también, aborda el aspecto sexual y el tema de la libertad de
la persona, como pivote básico y primario que mueve y motiva al individuo como
individuo que es, y como individuo en sociedad.
Cito tres partes del poema: “En un
tiempo fui parte /de la fracción erótica/ del Partido Comunista. /Era un
partido dentro del partido /como un ciego que se esconde en una gruta, /un
águila en el águila del viento /o unos labios cerrados en mitad del camposanto.
(…) Tras una fatigosa discusión, /se insistió en que debía retractarme /y que
en el árbol de la noche triste de mi arrepentimiento /se ahorcaran mis
palabras. (…) Yo hablaba /de que el enemigo principal/ era el sexo reprimido.
(…) Sin perder los ideales, sin perderlos, /me sentí como Adán /cuando,
expulsado, no pudo retener del paraíso /sino tan sólo el cuerpo /de su amada”.
Paralelamente a lo anterior, pero dentro
de la misma lucha de motivar la libertad personal, está su construcción poética
con la cual busca enfrentar esos “algodones que obstruyen la vivacidad del yo”.
Construcción que nos lleva a la esencia de las cosas, a la reflexión de lo que
somos, a la desmitificación de una visión de mundo que nos ata y esclaviza. De
estos poemas, estimo que los contenidos en el texto “las huestes de Heráclito o astillas de infinito”, son los que mejor
dan cuenta de ello.
Permítanme citar solamente algunos de
sus rubros, los poemas me los llevo de tarea. Entre ellos está “la creencia y
el bautismo”; “pasajes bíblicos y sentimentales”; “diez miradas a la fe”; “nueve
poemas sobre el pecado”; “los diez mandamientos”, “un cielo con los pies de
barro”; “penitencia y liberación”.
En los versos contenidos en cada uno de
estos rubros, a prueba de lectura, impera el exhorto a que todos y cada uno de
nosotros propicie la crítica y autocrítica, la búsqueda, el encuentro y
desencuentro de nosotros mismos. En particular les dice a los poetas: “El poeta
no crece cuando calla (…) Es grande/ cuando desde su pluma /(punto en que se
acurruca el universo) /se pone a deletrear sus terquedades, /se encarama en los
zancos de sus ojos, /tiene con el mundo un intercambio de palabras mayores,
/entrevista al ser, /marca el número telefónico de la nada, /hace la
radiografía del absoluto, /es cronista /de la lucha cuerpo a cuerpo /de Dios y
la materia”.
Por su parte, a los lectores, les dice claramente:
“mis poemas/ —aquí, lector, donde te brindo/ metáforas para armar y desarmar—
/son únicamente, lo confieso, /las sagradas escrituras/ de la nada”.
Y a todos en general, nos deja las
siguientes palabras de terapia, precisamente, para curar la superstición:
“resulta apropiado, /además de los jarabes, /las cápsulas y las fricciones,
/indicadas por el médico, /leer tres veces al día, /antes de cada comida, (uno
de los poemas /de las Huestes de Heráclito
/sin dejar, sobre todo, /de ingerir la pastilla /de su punto final”.
Su poesía es una cátedra al alcance de
todos, es palabra envuelta en libertad y puesta en movimiento. Es una creación
literaria muy propia, muy de él y de nadie más. Hay que decirlo: con su herejía
y búsqueda de lugares inéditos, con su gusto y necesidad de pensar con
imaginación, ha renovado el lenguaje poético, ha creado, con su propio tono,
“una gramática iracunda”.
En ella, la metáfora e imagen poética
nos toma por asalto, nos sorprende su fusión mágica con la realidad cotidiana
que es de todos y, más aún, nos sorprende la transformación poética que sufren,
el hallazgo al que nos llevan. Unos ejemplos, de los tantos y tantos que hay en
su obra, serían: “a la sombra del milagro”; “me hallo en un corazón /sin
salida”; “Zapatero /a tus poemas”; “no sustraerás de la bolsa ajena tu pecado”;
“en las fosas nasales empezaron a germinar florecillas silvestres”; y, ”digámoslo:
Penélope no se queda en casa. /No permanece aquí para cuidar la hortaliza.
/Para lavar la cara sucia de los pepinos, /peinar a los elotes, plancharle a
las lechugas /los puños y los cuellos”.
En su “gramática iracunda”, da terapia a
las palabras “sumisas y medrosas, apacibles y apoltronadas en su conformismo.
Verbos hincados de rodillas. Adjetivos de cerviz doblegada. Oraciones que nunca
han ido a gritar al Zócalo hasta sentir todas sus letras enronquecidas”. Su
gramática es muy propia, muy de su creación poética e insobornable convicción y
forma de ser en este mundo. Su gramática no tiene nada que ver con “las
gramáticas de las costumbres, sensatas y tranquilas, sin rugidos ni
estridencias”. Como señala el mismo Enrique: “el que esto escribe ha preferido
olfatear otros rumbos e internarse en diferentes caminos. Me repugna el
panfleto, la vociferación al margen de la lira; pero me atrae la barricada y
sueño firmar con sangre un convenio de pólvora con mis hermanos. Mi gramática
es una gramática iracunda que no las trae todas consigo, que saborea su mal
sabor de boca y se halla dedicada a masticar su rechinar de dientes”.
El compromiso que asume la poesía de Enrique
González Rojo es más que evidente. Su obra poética es de una creatividad y
compromiso permanente, es nueva y novedosa cada que uno acude a ella. Es una
gran lección que, como toda gran lección, nos marca, nos hunde y nos sacude al
sentir los gestos de dolor que encierran las palabras.
Su forma de decir las cosas, su
“gramática iracunda”, nos dejan desnudos y enroscados en nuestras propias
entrañas, en nuestro propio subconsciente de recuerdos y olvidos. Su lenguaje
poético lastima, sacude e interioriza en las grietas o fracturas que tenemos,
son espinas que se clavan en la conciencia y en los poros de un sinfín de
culpas que cargamos. Su metáfora nos asoma a nosotros mismos, nos permite vernos
tal como somos, sin máscaras ni dobleces, y reencontrar las llagas internas que
ocultamos. Nos remite ir al fondo de un abismo donde escondemos varias cosas
que no queremos o podemos decir.
Sí, hay que decirlo, su poesía nos
instala en esa reflexión que duele, que confronta la pequeñez de lo que somos. Al
leerle, por lo mismo, sugiero ponerse guantes y armarse de valor hasta los
dientes y, de esta manera, seguir al pie de letra el principio por él mismo
dictado: “a medida que avanzo /les van saliendo púas /a mis versos. /Ven
lector, toma tus guantes”.
Leer a González Rojo es iniciar un encuentro,
reencuentro y desencuentro con uno mismo y con el otro, es tallarse los ojos
hasta llorar el alma. Mirar el nudo ciego de los mitos y creencias que nos atan,
la cultura de la violencia con la cual nos llenan las pupilas, el crimen de la
clonación mental para hacer de todos uno solo, irreflexivo, autómata, sumiso en
la voz y en la palabra. Su poema: “apuntes para la biografía de mi musa o mi
humilde aportación al bicentenario”, es más que elocuente. En él se dice a sí
mismo, nos dice a todos: “¿Qué haces /cuando tu patria,
deshilachada y doliente, /crucificada en sí misma, /clama por sus poetas;
/cuando los medios, /secuestrados por la parte más negra de la noche, /arrojan
por horas y más horas carretadas de basura /hacia la gente?”. La musa de cada
quien, su musa, exaltada le grita y nos grita: “es el momento /de que los
poetas ganen la calle, /se metan en los ojos de la gente, /sacudan toda mano
apoltronada /en su propia indolencia; /la hora de llevar al cadalso /la
indiferencia narcisista /que los ata / de manos y de pies a su soberbia”.
Leerle, es tener la posibilidad de construir
nuestra propia voz y vida en el camino, escuchar cómo late y fluye el tiempo en
nuestros pasos, cómo ocurre la credulidad, dicha ésta por su propia tinta en
las confidencias de un árbol: “¡Qué
derrumbe!/ ¡Qué aguacero de dioses!/ ¡Qué lodazal formado/ con el agua
iracunda/ del Diluvio!/ ¡Qué cielo/ con los pies de barro!”.
Su obra poética es tan inmensa como su tarea
de deletrear el infinito. Cualquier persona o escritor, sabe reconocer en él su
integridad humana y el peso de su obra que es toda ella hereje, optimista,
esperanzadora y libertaria. En lo particular solo intenté asomarme un poco al
devenir del tiempo, y retomar, con imprudencia, algunas cosas, como esta que nos
recuerda que, cito una parte de su poema “los olvidos”: “La mente se
desanda, /camina a contrapelo del gerundio, /reconstruye la carne desde el
molde /de las huellas, /busca el olor a vida/ en la carroña de la remembranza”.
Genaro González Licea
Caloclica, Ciudad de
México, diciembre de 2019.
Genaro González Licea
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